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9/3/2016

 

El sábado 5 de marzo por la noche se transmitió por Proyecto 40 un programa sobre Andrés Henestrosa (1906-2008). En él se dijo casi lo mismo que se ha dicho en otros tantos programas de televisión, esto es, lo que Henestrosa expresó de su vida, sin molestarse los presentadores en averiguar si todo ello fue verdad o no. Pero no quiero referirme al contenido o veracidad del programa en sí –que, dicho sea de paso, no me gustó por no hallar sorpresa alguna–, sino al interés que el ilustre ixhuateco aún suscita, ocho años después de su muerte.

 

Sin duda, Henestrosa es el personaje más ilustre que tenemos los ixhuatecos. Es también, si no el máximo escritor del siglo XX en el Istmo de Tehuantepec, uno de los mejores. Sé que en Ixhuatán, su tierra, muchos no lo quieren. Tan es así que cuando el Congreso local del estado abrió la puerta –en enero de 2008, mes y año de la muerte de Henestrosa– para que el nombre del municipio llevase su apellido, ello no fue posible. Las autoridades municipales de la hora ni siquiera se atrevieron a llevar a cabo una consulta, tal y como se recomienda hacer con asunto tan importante. Y, aunque ese 2008 fue declarado por el gobierno del estado “Año de Andrés Henestrosa”, en Ixhuatán ello pasó casi desapercibido.

 

La razón del resentimiento de los ixhuatecos a su hijo ilustre se podría sintetizar en esta frase que en muchas ocasiones he escuchado decir: “Andrés Henestrosa no hizo nada por Ixhuatán”. Y lo vienen diciendo desde los tiempos en que en el pueblo el 90 % de los adultos eran priistas, tal y como lo fue Henestrosa hasta su muerte.

 

A los ixhuatecos no les bastó –y quizá ni siquiera les importó– que Henestrosa, con su buena fama, hubiese puesto en el mapa y en el mundo el nombre de Ixhuatán. Tampoco el que él ayudara a un sinnúmero de parientes, paisanos y demás gente que lo buscaba para conseguirles colegio, trabajo o favores de toda índole. Sería larga la lista de gente que ayudó, ciertamente que muchas veces como parte de sus funciones de diputado, senador, funcionario público o escritor reconocido.

 

La gente deseaba, principalmente, que Henestrosa trajera una escuela, el agua potable, la electricidad; que pavimentara la carretera, instalara una clínica o cualquier otro bien. No que lo hiciera con dinero de su bolsa –siempre lo acusaron de ser muy tacaño–, sino que los tramitara ante las instancias correspondientes. Gracias a sus logros en la política –llegó a ser diputado federal en dos ocasiones, senador una vez y aspirante a gobernador–, la gente lo llegó a suponer cercano al presidente de la república en turno. Y sí, podría decirse que Henestrosa tenía en Los Pinos algo así como derecho de picaporte, esto es, fácil acceso a los presidentes. Otro tanto ocurría en el ámbito de la intelectualidad nacional e internacional.

 

Que Henestrosa no hubiese aprovechado esa circunstancia a favor de su pueblo a muchos decepcionó porque lo vieron muy egoísta. De ahí que a muy pocos les enorgullecía verlo en los medios de comunicación o departiendo con la crema y nata de la sociedad mexicana. Y, como nadie más que él destacaba en el pueblo, pues el malestar era mayor.

 

Para desgracia de Henestrosa, en una carta de 1929 a Antonieta Rivas Mercado, publicada en los años 50 con el título de “La canción de Aguascalientes”, el ixhuateco escribió: “¿Qué puede tener Aguascalientes de común con Juchitán, cuyo nombre invoco siempre, con el mismo fervor, digamos, con que Cánovas invocaba Cuenca? Nada. Mi ciudad, mi pueblo natal, que ya visitaremos alguna vez, es bien distinta a ésta en cien aspectos, entre los que sobresale el idioma y la entonación con que se habla; aquí, español, allá, ya lo sabe usted, zapoteco”.

 

Tan pronto se enteraron los ixhuatecos, ¡ardió Troya! De ese modo, Henestrosa cayó de la gracia de sus paisanos. Como un acto de soberbia fue interpretado el desdén del bardo a su pueblo. Y a partir de entonces, unos más, otros menos, se la han estado cobrando a Henestrosa. Solo un correligionario suyo, ya finado, se atrevió a confrontarlo de manera soez el 21 de marzo de 1982, fecha en que llegó al pueblo en campaña por la senaduría. Él no dijo nada, se quedó callado. Días después, el 17 de abril, escribió un artículo donde se refería no al incidente, sino a que había encontrado a un pueblo y a una gente muy diferentes a los que conocía y que a ciencia cierta no atinaba a encontrar explicación, aunque las aventuraba.

 

El 18 de julio de 1954, en “Alacena de minucias”, Henestrosa intentó corregir el entuerto de 1929 y escribió: “Yo nací el Ixhuatán, no en Juchitán, como hasta ahora he venido diciendo. Si me preguntaran por qué ocurrió así, tendría que responderles que lo hice porque Juchitán ha sido siempre muy conocido en México, desde los días de la Guerra de Independencia, en que sus hijos se afiliaron por la primera vez a la causa de la República, y han permanecido en esas filas hasta nuestros días […] Digo, pues, que con sólo decir que había nacido en Juchitán evitaba toda otra explicación acerca de mi pueblo: el interlocutor quedaba enterado de que había nacido en el Istmo de Tehuantepec, en una ciudad famosa por sus soldados, por su idioma, por su indumentaria femenina, por sus canciones, y sus leyendas, y sus mitos. Pero yo nací en Ixhuatán, un pueblecito del que en otro tiempo escribí que tenía rumor de un río en uno de sus costados”.

 

Pocos se habrán enterado en aquel tiempo de esta explicación que aún hoy no a todos convence. No obstante ello, Henestrosa siguió cosechando éxitos –fue miembro de número de la Academia de la Lengua desde octubre de 1964– que lo alejaron cada vez más de su pueblo y de sus paisanos. Se convirtió en un hombre célebre y muy, pero muy ocupado: catedrático, funcionario público, intelectual, político, etcétera. Así, si en un principio llegaba al pueblo hecho un dandi con una pléyade de invitados distinguidos e iba al rancho de su tío Adrián Henestrosa para presentárselos, en cuanto se casó en 1940 –que coincidió con la enorme fama que le diera no solo su mejor texto, sino uno de los mejores de la lengua castellana, “El retrato de mi madre”, publicado por primera vez en la revista Taller en diciembre de 1938–, las visitas al pueblo fueron cada vez menos, no así a Juchitán, tierra de su esposa. Ciudad donde sus intelectuales también lo detestaron aunque por motivo diferente: su militancia en el PRI, siempre confirmada y jamás desmentida. En aquel tiempo muy contados –Macario Matus fue uno de ellos– supieron apreciar la calidad de la obra literaria de Henestrosa; en muchos predominó el resentimiento al saberlo un aquiescente priista. Me atrevo también a elucubrar que jamás le perdonaron que hubiese sido un ixhuateco y no un juchiteco quien escribiera  lo que muchos consideran una especie de “Popol Vuh” zapoteca: “Los hombres que dispersó la danza”, escrito antes de cumplir 23 años y publicado en 1929.

 

Los ixhuatecos durante muchos años estuvieron esperanzados a que Henestrosa diera a su pueblo más de lo que pudo dar: el primer jardín de niños y su educadora, bandas o medias bandas de guerra en alguna escuela, su influencia para la creación de la escuela nocturna Unión y Progreso, etcétera. Le exigían al político por el que habían votado a solicitud suya, no al escritor renombrado que hasta el día de hoy muchos ni siquiera se atreven a pensar. Pero, al ver que Henestrosa estaba más atento en sus asuntos que en los de su pueblo, dejaron de molestarlo. Fue cuando comenzó el desdén a su persona, el cual persiste después de su muerte. Y cuando, en 1972, se dio el decreto de restitución de tierras a San Francisco del Mar, no faltó quien dijera que no ayudó en nada a Ixhuatán, sino, por el contrario, que inclinó la balanza del lado de los ikoots. Nada más falso. Henestrosa y todos cuantos llevaron el asunto agrario desconocían la historia –y muchos siguen en dicha ignorancia–, y así no se podía ganar litigio alguno.

 

No obstante ello, poco a poco los ixhuatecos han comenzado a darse cuenta de que la obra de Henestrosa bien vale la pena conocerla y, en consecuencia, ser aquilatada su valía. Fue ese desconocimiento de su obra la que operó para que la mayoría de los ixhuatecos –aunado a la frustración que les produjo Henestrosa como gestor social– se resintiera aún más con él. Creo percibir en todo ello una idealización desmesurada  por parte de los ixhuatecos a la figura de Henestrosa, quien de ese modo se convirtió en un personaje mítico y legendario. Enfoque típico de la época, claro, del cual no fue ajeno Henestrosa al glorificar su vida y convertirla no solo en historia, sino principalmente en mito y leyenda, lo que hizo decir a todos sus contemporáneos: “¡Don Andrés engaña, no es cierto que fue pobre!”.

 

Los ixhuatecos, por otra parte, no tenemos muchos personajes con el palmarés de Henestrosa. Ciertamente existen paisanos sobresalientes en muchas áreas del quehacer y saber humanos, gente muy destacada de la cual en el pueblo solo se oyen rumores esparcidos por sus propios familiares y amigos, por lo que es difícil de creer. Gente sumamente ocupada que no tiene tiempo para interesarse por los asuntos del pueblo, cuantimás para estrecharles las manos a sus amigos de infancia.

 

En ese sentido tales personajes, al igual que Henestrosa en su tiempo, permanecen alejados del pueblo que los vio nacer, quizá a la espera de que sus paisanos les rindan pleitesía, incapacitados para ser humildes y dar el primer paso. Pero, a diferencia de lo que pasó con Henestrosa, a ellos nadie los detesta, así sean también políticos como aquel lo fue. Ello quizá porque el ixhuateco actual piensa ya diferente, ya ha despojado a los famosos del aura de ser seres todopoderosos. Hoy, a la fama se le percibe como algo pasajero, que quien la tiene debe aprovecharla al máximo antes de que ella se esfume.

 

Asimismo, el ixhuateco no es muy dado a reconocer los méritos ajenos, a menos que sean propios o de la familia, con lo que se echa mano de la exageración y la mentira, si no es que del engreimiento. La soberbia del ixhuateco, pertenezca al nivel social que pertenezca, es enorme, igual o más de la que tuvo Henestrosa. En ese sentido: “De tal palo tal astilla”, o bien: “Para que la cuña apriete tiene que ser del mismo palo”.

 

Henestrosa, pues, fue un auténtico ixhuateco, por eso su éxito despertó malestar en muchos ixhuatecos. Sensible, en la niñez Henestrosa tuvo una experiencia traumática que lo marcó de por vida y que quizá explicaría en parte su ulterior manera de ser. Un mediodía se metió a casa de un su tío carnal, en donde, por un accidente que provocó su hambre física y de cariño, así como su imprudencia, derribó al suelo a su primo –que se hallaba sentado en una alta silla, menor que él–, rompió sus trastes y tiró sus alimentos. Entonces su tía política lo fustigó con malas palabras, donde sobresalía el posesivo mí. Casi al final de esa carta, que le escribió en diciembre de 1963 a Alejandro Finisterre y que este tituló “Sobre el mí”, y que a Henestrosa, dijo, le hubiera gustado titular “El luto primero”, expresó: “Por lo que me dijo, no voy   a los sitios en donde no me esperan; los abandono si allí se encuentra alguno que pueda no quererme; pido perdón a quien mi presencia incomode; no comparto el techo con quien mi nombre, mi pequeña fama –que ojalá no hubiera alcanzado nunca– pudiera agraviar, para que se sienta a gusto. Porque lo que es a mí ya no hay pena que me alcance”.

 

Poco a poco los ixhuatecos hemos perdonado o nos hemos reconciliado con Henestrosa. A veces pienso que necesitó morirse para que lo viéramos ya no con el miedo que siempre infundió su apabullante estatura intelectual, sino con ojos benevolentes, de perdonavidas. En ese sentido, Henestrosa estuvo revestido de una autoridad que bien visto sería la  misma que tiene todo  patriarca. Y vaya que él lo es. Henestrosa, para mí, es el fundador de nuestra cultura, ¡nada más y nada menos! Reconocerlo como tal nos va a llevar aún muchos años, lo sé. Este es un intento somero por revalorar su trascendencia, que, en mi libro inédito “El escritor y su sobrino [Henestrosa visto por otro Henestrosa]”, abordo con más profundidad.  

 

Por lo pronto, en 2001, se impuso el nombre de Henestrosa a la casa de cultura que vino a inaugurar. Desde  2011 una escuela primaria lleva su nombre, y al parecer esta tendrá  este año una biblioteca ídem. Aún no existe una calle Andrés Henestrosa, pero de seguro la habrá cuando se tome en cuenta la trascendencia del personaje, exista consenso popular y no esté sujeta al gusto, simpatía, humor o arbitrio de las autoridades. Eso, sin duda, ocurrirá una vez cesen las malquerencias, ninguneo y envidias al personaje ilustre, lo cual se podrá lograr si se lee su obra –aproximadamente 70,000 artículos de periódicos, 18 páginas de “El retrato de mi madre”, las poco menos de 100 páginas de “Los hombres que dispersó la danza”, las poco menos de 150 cuartillas de sus epístolas, etcétera.

 

El  paso del tiempo hará que tirios y troyanos depongan sus pugnas y aplaudan también lo bueno y no solo critiquen lo que a veces ni siquiera les consta porque nunca han leído una sola página de Henestrosa. Sin duda esa tarea será de las nuevas generaciones, a quienes les tocará descubrir a un Henestrosa monumental, quien con sus canciones “La Martiniana”, “La Ixhuateca” y “Paulina” aseguró fama póstuma, se la regateemos o no los ixhuatecos o los demás istmeños.

 

Fue tanto el rencor a su persona y la envidia a su fama que la estatua de Henestrosa no encontró aquí un lugar en dónde erigirse. Otro presidente municipal, finado, negó una banda de música a quienes organizaban año con año los aniversarios de la biblioteca Martina Henestrosa, sobre la que se dijo un sinfín de cosas, muchas de ellas mezquinas. Lo digo así porque a la ciudad de Oaxaca donó no una biblioteca pequeña como la de Ixhuatán o Tlacochahuaya, sino su biblioteca de más de 40,000 volúmenes.

 

Quienes hemos leído con atención a Henestrosa –sin importar el parentesco, que hasta eso a algunos irrita que lo tengamos– estamos convencidos de que pasará tiempo para que surja otro como él en Ixhuatán. Haberlo tenido, conocerlo, tratarlo y leerlo fue un privilegio producto del puro azar que al final resulta ser la vida. Por eso esta vez he querido compartir algo de lo que pienso de quien en vida vi con ambivalencia –dejándome arrastrar por los rumores generados en el pueblo y por mis propios defectos y desconocimiento de la obra de Henestrosa–, lo que me obligó a adentrarme en su obra para superarlo. Os invito a que comiencen a leerlo, chance y la próxima vez que escuchen su nombre ya no piensen en que no dio nada a Ixhuatán.

Andrés Henestrosa, monumental

Juan Henestroza Zárate

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