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“Pero ¿qué cosa dicen de las cosas los nombres?
¿Se conoce al gallo por la cresta
guerrera de su nombre, gallo?
¿Dice mi nombre, Eduardo, algo de mí?

(Eduardo Elizalde, Cada cosa es Babel, 1966, fragmento)

 

Desde que el hombre apareció sobre la faz de la tierra, una de sus primeras conquistas fue nombrar las cosas, los objetos, los elementos de la naturaleza con las cuales entraba en una interrelación constante; la mayoría de las veces, los nombres partieron de la onomatopeya producida en esta relación, del descubrimiento en la guturalidad al momento de señalarlas o de la primera acción que se realizó en el intercambio físico con la cosa por nombrar. Así, también aparecieron los nombres de las personas para identificarse entre sí, para establecer las diferencias entre símiles, para esquematizar, estructurar y jerarquizar las relaciones sociales.

 

La mayoría de las veces que visito Ixhuatán, me sorprende siempre un nombre nuevo, a veces salta sobre el camino sin que yo me lo espere y aprendo a disfrutar de su sonido mientras lo voy asimilando o me voy acostumbrando a ello, pero siempre me quedo con la intriga de ¿en qué estado de ánimo o introyección estaban los sujetos cuando se les ocurrió nombrar así a sus hijos?

 

En las épocas antiguas, como creo ocurre todavía en algunas sociedades, escoger el nombre de un descendiente se convertía en un ritual familiar; se tomaban en cuenta las características que implicaría una especie de transmisiones de afectos y virtudes que se depositarían en la persona para que, en el crecimiento, este se fuera mostrando como tal; de esta manera, el nombre tendría un significado especial, un referente que diera identidad de acuerdo con la actividad a desarrollar, a la función pública o privada a ejercer, a las virtudes hereditarias o, simplemente, al origen que, desde la familia, se otorga. El nombre, en este sentido, representa el camino que tendría que caminar la persona, per se. Por ejemplo, uno puede encontrar, a través de la lectura de la historia, que muchos reyes europeos tenían el nombre de Luis, que, en su origen germánico, significa “ilustre, famoso o reconocido en la batalla”; o el nombre de Juan, de origen hebreo, con el cual se han autodenominado muchos papas en la historia de la iglesia católica, pues el mismo significa “fiel a Dios”.

 

En las culturas prehispánicas, el nombre también tiene una referencia esencial, derivado muchas veces de las visiones deíticas del chamán o curandero que atendía el nacimiento del ser humano; así, por ejemplo, a Cuauhtémoc se le nombró de esa manera porque el Tlatoani tuvo la visión de un águila que caía desde el vuelo, el presagio o augurio estaba proscrito para ser el último emperador de los aztecas.

 

El nombre debe ser para el portador, un elemento de definición, de identidad, de asunción de las características reflejadas en nuestro andar por el mundo, un motivo de orgullo para presumir y hacer notar en nuestras relaciones humanas, en ningún momento debe avergonzar al portador ni mucho menos debe ser motivo de escarnio, de ofensas o menosprecio.

 

En las últimas décadas, con el advenimiento de los medios de comunicación, primero la televisión y ahora el internet -y en él, las redes sociales-, los padres se han dejado llevar por la influencia que ejercen los nombres de los artistas, los intelectuales, líderes de opinión y/o los deportistas; por ello vamos a observar en los registros civiles la repetición y reincidencia en el asentamiento de nombres que se vuelven una moda en distintas épocas y lugares; por ejemplo, mi madre nombró a uno de sus hijos con el nombre de Benito porque, según me cuenta, nació en el año de 1970, cuando el gobierno de Echeverría declaró desde la presidencia del país “El Año de Benito Juárez”, y en la generación de mi hermano he encontrado a más de cinco con el mismo nombre; o en la década de los ochenta, cuando Fernando Valenzuela y Hugo Sánchez eran los deportistas del momento, ambos nombres pulularon por todos los rincones de nuestra patria. No dudo, y esto lo tendré que constatar, que, en Ixhuatán, en el último año y en los venideros, han nacido y nacerán varios Javier en honor al exitoso jugador de futbol oriundo del pueblo.

 

Pero también los hay los nombres raros, aquellos que se han dejado influenciar sin conocer a ciencia cierta el origen del mismo, el significado que tienen o incluso las características de su escritura; de igual forma, los nombres que son inventos propios de los progenitores, por puro gusto, porque suena bonito, porque lo escucharon en algún lado o simplemente porque así se les ocurrió.

 

Lo anterior, porque últimamente en nuestro hermoso Ixhuatán me he encontrado con Gilari, cuya madre me refirió admira a la ex primera dama de los gringos, o a Marze, en referencia a Marzo, hija de Abril y Julio, y otros tantos que presentarlos podría provocar risas en usted, mi estimado lector. Solo me queda, para complementar mi reflexión y diálogo con usted, que me comparta qué nombres le suenan raros en Ixhuatán y que es menester conocer.

Antroponimia

A. Antonio Vásquez

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