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Fue en la escuela primaria, en mi libro de lectura de primer grado si no mal recuerdo, donde por primera vez tropecé con los versos de tres poetas que al final del día me cautivaron: Rubén Darío (1867-1916), Juan Ramón Jiménez (1881-1858) y José Martí (1853-1895), en ese orden.

 

De Darío, el nicaragüense,  conocí dos fragmentos  de poemas memorables. “Del trópico”, fue con el que me identifiqué de inmediato:

 

¡Qué alegre y fresca la mañanita!

Me agarra el aire por la nariz:

los perros ladran, un chico grita

y una muchacha gorda y bonita,

junto a una piedra, muele maíz.

Un mozo trae por un sendero

sus herramientas y su morral:

otro con caites y sin sombrero

busca una vaca con su ternero

para ordeñarla junto al corral.

(…)

Y la patrona, bate que bate,

me regocija con la ilusión

de una gran taza de chocolate,

que ha de pasarme por el gaznate

con la tostada y el requesón.

El segundo fragmento, “A Margarita”,  despertó sobremanera mi imaginación infantil; me sentí transportado  a atmósferas solo presentidas y del que aún guardo estos versos entrañables:

 

Margarita, está linda la mar

y el viento

lleva esencia sutil de azahar;

yo siento

en el alma una alondra cantar;

tu acento:

Margarita, te voy a contar

un cuento:

Este era un rey que tenía

un palacio de diamantes,

una tienda hecha del día

y un rebaño de elefantes,

un kiosco de malaquita,

un gran manto de tisú,

y una gentil princesita,

tan bonita,

Margarita,

tan bonita como tú.

 

Aquí debo decir que en mi niñez y adolescencia  jamás participé en acto escolar alguno: bailable, oratoria, declamación. Ni siquiera en deportes, no obstante sentirme apto para el salto de longitud, el nado y la carrera. Competir me inhibía sobremanera. Mi extrema y enfermiza timidez  me lo impidió. Me aterraba ver a la gente, quizá porque viví aislado en un rancho cuando niño. Mi fobia social en dos o tres ocasiones estuvo a punto de producirme desmayos, cuando fui obligado –por mis  calificaciones meritorias- a ser al abanderado de la escolta escolar. De mi sufrir nadie se enteró nunca, sino hasta hoy.

 

Ahora entiendo que un niño así como yo era, estaba condenado a lidiar con la soledad, a volverse ratón de biblioteca, a esconderse de las miradas ajenas. Fue en ese querer encontrar mi lugar en el mundo cuando vine a dar con los libros. Entonces  la poesía entró a mi rescate por sentirme incómodo en ese mismo mundo. Un raro arte para un chico raro y extraño hasta para su propia familia. Ah, también el amor –que me nació prematura y arrebatadoramente- evitó mi debacle.

 

Otra cosa: cuando se vive en  retiro con uno mismo, no se deja de dialogar con nuestros propios pensamientos, de percibir los poemas, de elaborar cuentos y novelas –ficciones cerebrales, pues-, de nosotros mismos. Ello,  porque uno siente la necesidad de reinventarse cada día para no ser devorado por aquella otra visión de la vida que la mayoría tiene.

 

De la poesía del español Juan Ramón Jiménez, Premio Nobel 1956, anidó en mis recuerdos “Idilio de abril”, un fragmento de su libro más famoso, “Platero y yo”, que en 2014 cumplió cien años de haberse publicado por primera vez. Dice así: “Los niños han ido con Platero al arroyo de los chopos, y ahora lo traen trotando, entre juegos sin razón y risas desproporcionadas, todo cargado de flores amarillas. Allá abajo les ha llovido —aquella nube fugaz que veló el prado verde con sus hilos de oro y plata, en los que tembló, como en una lira de llanto, el arco iris—. Y sobre la empapada lana del asnucho, las campanillas mojadas gotean todavía.

 

“¡Idilio fresco, alegre, sentimental! ¡Hasta el rebuzno de Platero se hace tierno bajo la dulce carga llovida! De cuando en cuando vuelve la cabeza y arranca las flores a que su bocota alcanza. Las campanillas, níveas y gualdas, le cuelgan, un momento, entre el blanco babear verdoso y luego se le van a la barrigota cinchada. ¡Quién, como tú, Platero, pudiera comer flores..., y que no le hicieran daño!

 

“¡Tarde equívoca de abril!... Los ojos brillantes y vivos de Platero copian toda la hora del sol y lluvia, en cuyo ocaso, sobre el campo de San Juan, se ve llover, deshilachada, otra nube rosa”.

 

¿Qué hallaste en esos versos?, me pregunté un día, ya mayor, y convine que encontré belleza y una manera especial de manejar el idioma castellano, tan diferente al que medio estaba aprendiendo en Ixhuatán, mi tierra.

 

Finalmente, José Martí me cautivó con dos fragmentos de su poemario “Versos sencillos”“Cultivo una rosa blanca” y “Yo soy un hombre sincero”. El primero me resultó adictivo porque nunca lo olvidé y con frecuencia lo recuerdo; dice:

 

Cultivo una rosa blanca

En junio como en enero,

Para el amigo sincero,

Que me da su mano franca.

 

Y para el cruel que me arranca

El corazón con que vivo,

Cardo ni ortiga cultivo

cultivo una rosa blanca.

 

Andrés Henestrosa (1906-2008), no solo fue admirador de Martí, sino gran conocedor de su obra –a  quien llamó, dicho sea de paso, “…gran poeta, única posibilidad de santo a caballo”- hizo énfasis que el poeta cubano no dijo ortiga sino oruga, tal y como este lo publicó en 1891, primera edición de los “Versos sencillos”.

 

Por esas rarezas de la genética, del ambiente  o de lo que sea, Henestrosa también admiró enormemente a Darío, de quien dijo que cuando leyó “Azul”,  su vida sencillamente se transformó y decidió ser escritor, poeta. De ese libro, un cuento, “El pájaro azul”, lo impactó en estos fragmentos: “-Camaradas: habéis de saber que tengo un pájaro azul en el cerebro, por consiguiente... (…)

 

“A veces Garcín estaba más triste que de costumbre.

 

“Andaba por los bulevares; veía pasar indiferente los lujosos carruajes, los elegantes, las hermosas mujeres. Frente al escaparate de un joyero sonreía; pero cuando pasaba cerca de un almacén de libros, se llegaba a las vidrieras, husmeaba, y al ver las lujosas ediciones, se declaraba decididamente envidioso, arrugaba la frente; para desahogarse volvía el rostro hacia el cielo y suspiraba. Corría al café en busca de nosotros, conmovido, exaltado, casi llorando, pedía un vaso de ajenjo y nos decía:

 

“-Sí, dentro de la jaula de mi cerebro está preso un pájaro azul que quiere su libertad... (…)

 

“¡Ay, Garcín, cuántos llevan en el cerebro tu misma enfermedad!”. Sí, la enfermedad de la poesía que durante siglos se pensó padecía un poeta.

 

El segundo fragmento, caro a mis recuerdos, es este:

 

Yo soy un hombre sincero

De donde crece la palma.

Y antes de morirme quiero

Echar mis versos del alma.

 

En los años 30 del siglo pasado, en Cuba, surge una melodía, Guantanamera, La Guantanamera o Guajira Guantanamera –que con todos esos títulos se le conoce-, atribuida  a José Fernández Díaz, Joseíto, con letra de Julián Orbón, quien se basó en las primeras estrofas de los  “Versos sencillos” de Martí, que aquí traigo con Compay Segundo: https://www.youtube.com/watch?v=9QO4aegj-jA.

 

“Eran tres, eran tres, eran tres…”, comienza diciendo el cantautor argentino-español Alberto Cortez en su bella canción compuesta a tres grandes: Pablo Picasso, Pablo Neruda y Pablo Casals: www.youtube.com/watch?v=a4SyO5xRlH8. Yo por mi lado, parafraseándolo, digo que fueron tres los escritores fundacionales de mi vocación literaria temprana, sin yo saberlo, obviamente. Ellos me llevaron, cual hoja guiada por el viento, por ese camino de luz que es para mí el arte literario.

 

Gracias a aquella primera semilla cultivé y cultivo a muchos escritores y poetas, así mexicanos como extranjeros. Esos tres grandes talentos  me marcaron la ruta a seguir. Y aunque no pasé de ser solo un aprendiz, un balbuceo de querer ser lo que ellos fueron, estoy contento porque a veces, cual Garcín, siento ser un renglón luminoso de esos artistas consagrados. 

Artistas fundacionales

Juan Henestroza Zárate

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