Tendrás que guardar respeto y celebrar con ellos; los verás a todas horas, en algunas estaciones y días; van porque les han mandado traer, pero no estés triste.
-Anda, ve. Cierra la puerta que ya viene.
El número 61 de la Avenida Independencia ha sido testigo de muchas cosas, y antes de ser un número le perteneció a un “chamula” del que se refería mi abuelo:
–Todo acá era lodo. ¡Ah, qué piernas tenía aquel hombre para pasar este terreno! Chamula, ja.
Desde que fue el camino real por donde han pasado caravanas fantasmas que vienen más allá del sur y se hunden cual Lemming en las playas de Aguachil o nacen del mar y caminan hacia las montañas próximas que nos vigilan.
Se levanta julio en sus primeros quince días y, de pronto, las nubes abrazaron al pueblo con tal fuerza que lloraron y lloraron por días y lloraron por noches.
Por aquella avenida, un grupo de niños jugaba bajo aquellas lágrimas celestiales, se reían de aquel llanto, y ahí estaban, y, después, ya nos vi. A veces, cuando salgo a la calle, pongo atención para ver si el fantasma de alguno sigue riendo, pero no, no hay nadie, los niños no están, quizá las nubes lloraban porque sabían que aquel mes de hace un par de estaciones esos niños no estaría más.
En mi pueblo no llueve y la palma real envejeció treinta años más. Con su silencio compasivo mira el oriente con tristeza, y, después, el poniente lo llama para su despedida.
Es la calle más bonita de Ixhuatán, no es porque en mi vida he pasado tantas veces sobre ella. Es cómoda, cuando quieres fiesta y salvación, solo tienes que dirigirte en dirección hacia donde se escucha el río Ostuta, hacia donde el bajo es más intenso, y, si por fin descansar quieres, te llevarán hacia donde nace el sol, te ayudarán a llegar a una tierra que jamás trabajaste; considéralo un regalo porque lo es, y, si quieres, podrás probar a qué sabe una noche al calor de cien voces, donde los dragones negros escupen luz, donde el adoquín fresco desgasta tus suelas; te sentarás y dirás que es el mejor ejemplo de un mundo en un lugar.
-Tengo hambre.
-Ve al mercado, compras diez de lo que te dije y quince de lo que te acabo de decir.
-¿Cómo llego?
-Te vas esta calle todo derecho. Anda, hijo, vas a cenar ahorita.
Y ahí van los pasos contentos lastimando aquella calle de casas bonitas. Era muy pequeño y la gente, que veía muy vieja, pasaba el parque, veía aquel inmenso lugar, oía el cómo golpeaban los tacos el marfil esférico, las luces -mis amigas- me mostraban el camino hacia un lugar del que nunca podré estar lleno. Cuando llegaba ahí, voces y olores se mezclaban con mi infancia; compraba esto y compraba aquello. La abuela no me dijo, me sobran cinco pesos, caminé mucho, en el camino la termino, y ahí de regreso bebiendo agua de horchata voy leyendo en cada esquina “Independencia”. En cada casa, una almendra, y, después, otra, puedes comer todas las que quieras, llenarte la boca una con otra y estarás lleno, nunca será suficiente, por eso crecen, para los niños, para que anden tras las calles y nunca les haga falta una fruta, qué buenas amigas fueron las almendras en mis aventuras por el pueblo.
Qué bonito pueblo, adornado con niños, pero, después de la conquista, no lo he visto más, al menos mi vieja calle se siente sola y sin risas. He visto que, en donde la tierra aun sigue viva, algunos niños crecen en ella, respirando su polvo y sangrando en su arena.
¿Será que la calle me extrañe o alguien más ha ocupado mis pasos?