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Mientras la gente grande (Binnigula-zaa) de Ixhuatán contaba historias fascinantes sobre cadejos, micos y luces que acompañaban a los pescadores nocturnos del mar muerto, de espíritus y demás rituales que son parte innegable del color de un pueblo, mientras todo eso pasaba, alguien que vino en carreta trajo a este lugar el cerezo y lo plantó en el patio de su casa. Pasaron varios años hasta que empezaron a caer pequeños frutos con un inigualable sabor. Lo describo así porque me tocó experimentarlo desde el primer día que tuve contacto con ellos, cuando fui a visitar a mi tía Juana Nicasio, una señora muy amable con la que solía platicar de vez en cuando. Vivió en la Cuarta Sección de nuestro pueblo.

 

–Clemente, hazme el favor de ir a la tienda de na Chica Pineda a comprame 2 kilos de azúcar.

 

–¿Y para qué quiere usted tanta azúcar, tía?, pregunté.

 

–Es para preparar el dulce de cereza, hijo. Mira, aquí tengo un poco que me sobró. Anda, mijo, prueba vas a ver.

 

Cuando introduje aquel dulce a mi paladar, inmediatamente identifiqué el sabor inigualable, inconfundible, único (no lo puedo describir en estas líneas, por eso lo tienes que probar).

 

–¡Tía, está chingonazo!– exclamé de entusiasmo.

 

–Anda, pues, apúrate para que te enseñe a prepararlo y le lleves un poco a tus hermanos y a tu mamá.

 

Ya de regreso del mandado, mientras tía Juana Nicasio preparaba el dulce de cereza, se me ocurrió preguntarle por qué el árbol de cerezos estaba grande y frondoso y por qué daba esos frutos tan aromáticos y exquisitos. Ella me contestó: “El secreto es que alrededor de su raíz están  enterradas las ‘compañeras’ de mis hijos (haciendo referencia al resto del cordón umbilical y la placenta después del parto), por eso ese árbol esta así de bonito, hijo”.

 

Durante mucho tiempo transcurrido, mucha gente de nuestro pueblo caminó con esa creencia de enterrar en el pie del árbol los restos del parto con la idea de que los hijos regresen a casa y se mantenga unida la familia en torno al hogar (representado por el árbol); preferentemente, tenía que estar este en el patio de la casa.

 

Al regreso a mi casa, llevaba conmigo un recipiente lleno de dulce de cereza que me había regalado la tía Juana Nicasio y también aquella inquietud de saber dónde estaba enterrada mi compañera, por lo que fue lo primero que le pregunté a mi madre. Se anticipó un tío, de esos que esperan una oportunidad para hacer bromas, y me dijo:

 

–Hey, Cleme, ¿sabes qué le pasó a tu compañera?

 

–No, por eso estoy preguntándole a mi mamá– respondí.

 

–¡Se la comió el marrano!– me dijo burlonamente, por lo que inmediatamente comencé a llorar. En eso, mi abuela se acercó a mí, me dio un fuerte abrazo y me susurro al oído:

 

–No te preocupes, hijo. No le creas a tu tío porque tu compañera está enterrada al lado de un árbol de cupape’, que también hago dulces con ese fruto.

 

Reflexión: Ixhuatán ha crecido a pasos agigantados. De igual forma, hemos adoptado costumbres de otras partes con respecto a la ingesta de alimentos chatarra y muchos embutidos; estos, combinados con el estrés, son los responsables de muchas enfermedades cancerígenas en muchos casos.

 

Los hospitales y clínicas de nuestro municipio manejan elementos muy delicados, por lo que a la basura que se genera en ellos se le debe prestar especial atención por el alto grado de peligrosidad que representa. Por ello, hago una invitación a las autoridades correspondientes para que estén a la expectativa en el manejo cuidadoso de estos residuos y sean almacenados o incinerados en depósitos especializados y así evitar la contaminación del suelo y del ambiente.

Buscando la cereza. Por su aroma la he de encontrar

Clemente Vargas Vásquez

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