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Ahora resulta que la “Aldea global” en que se encuentra convertido el mundo no a todos tiene contentos, ello porque a nadie le gusta ver menguar su calidad de vida y su tranquilidad. ¡Y vaya que la edad que actualmente vive el mundo reporta enormes dosis de males! Descomposición que inicia en cualquier punto del planeta, pero que termina –cual efecto dominó– por impactar en todos lados.

 

No pasa un día sin que no existan noticias que de entrada tienen etiqueta de crisis. La crisis económica es la más invocada, sin duda. Al parecer de ella parten todos los demás conflictos: sociales, políticos, morales, religiosos, etcétera.

 

En este tiempo ya pocos recuerdan aquel ferviente deseo de modernidad que embargó los pensamientos y sentimientos de la gente en el siglo XX, cuando casi todo el mundo deseaba vivir en una ciudad rodeado de las comodidades y de los inventos propios de la época, así como de manera frenética. Tan ello fue verdad que se etiquetó a los pueblos como lugares donde la vida transcurría no solo en paz (“En este pueblo no pasa nada” bien podría ser un lema que lo sintetizara), sino de manera rutinaria y aburrida, en donde al parecer el tiempo pasaba lento, si no es que estaba francamente detenido. Uno de nuestros máximos poetas, Ramón López Velarde (1888-1921), en su extraordinario poema-río “La suave patria”, lo expresó de manera hermosa y sin equívocos cuando, en una parte, escribió:

 

Sobre tu Capital, cada hora vuela

ojerosa y pintada, en carretela;

y en tu provincia, del reloj en vela

que rondan los palomos colipavos,

las campanadas caen como centavos.

 

Las ciudades atrajeron primeramente a los sin trabajo y a los estudiantes. En un principio, el éxodo se hizo de manera tímida para terminar siendo, sin que nadie se diera cuenta, desenfrenado.

 

Al campo, lo rural, de pronto comenzó a vérsele como un lugar no apto para la gente con ambiciones de superación. Ello no sé si coincidió o fue el detonante del abandono del cultivo de la tierra. Lo que sí sé es que la sobrepoblación obligó a depredar los recursos naturales nativos a grado tal que obligó a idear estrategias para enfrentar los nuevos tiempos. Y una estrategia fue salir a las ciudades a formar allá parte del conglomerado urbano, conflictivo casi por definición. El espejismo de encontrar empleo fue el ¡Tihui! ¡Tihui! (¡Vamos! ¡Vamos!), que guió a tanta gente, como en su momento lo hicieron los aztecas salidos de Aztlán.

 

Cada aldea, pueblo, villa o pequeña ciudad aspiró a ser cosmopolita, signo de modernidad en su momento. No importó en un principio que la lucha en tal sitio fuera más ruda y desigual. Lo importante era apostar por ser mejores, por poseer aquellos satisfactores que, si bien es cierto en un principio no eran necesarios, terminaron siéndolo, toda vez que no fue posible sustraerse al influjo de las luces del DF, santuario codiciado igual o más que cuando arribaron a ella los nahuas.

 

Las migraciones movieron a un gran número de personas no solo en la geografía nacional, sino que también a gente de otras naciones y etnias, de Centroamérica primordialmente. Ello trajo aparejado una nueva realidad no solo en lo que respecta a las vacantes de trabajo, sino también de índole cultural.

 

Las nuevas poblaciones así formadas se insertaron en dinámicas donde el desempleo comenzó a ser cada vez más preponderante. Porque, si bien es cierto que la mano de obra proveniente de Centroamérica era más barata que la nativa, ella no siempre estaba disponible por mucho tiempo, como tampoco era de fiar. Aunado a la discriminación que se tiene a los extranjeros o a personas oriundas de otras latitudes del país, propició que la delincuencia y el crimen que este trae consigo se establecieran en las regiones más prósperas de México, casi siempre rurales, muchas de ellas propicias para el narcotráfico y lavado de dinero.

 

Abandonado el campo a su suerte por ya no ser rentable, viviendo los campesinos con empleos nuevos –cuando los conseguían– donde tenían poca o nula experiencia, rápidamente el número de desempleados creció, convirtiéndose ello en campo propicio para migrar a USA o para el reclutamiento del crimen organizado.

 

Aunque la cultura tradicional en los pueblos por lo general estaba dirigida al trabajo honrado y responsable, así como el respeto entre familias, esto fue modificándose poco a poco al aumentar las necesidades de cada nueva generación. Así, en pocos años los pueblos pasaron a ser dependientes del exterior en muchas de sus necesidades, y la autosuficiencia, que hasta entonces los había caracterizado y mantenido en sus costumbres y tradiciones autóctonas, comenzó a ser solo historia contada por los más viejos.

 

Los pueblos, pues, de idílicos o casi mágicos, comenzaron a parecerse a cualquier barrio bravo de las ciudades perdidas de las grandes capitales. Pelear por sobrevivir se convirtió entonces en lo trascendental, sin importar atropellar al prójimo conocido o desconocido, a quien comenzó a vérsele como un competidor y no solo como pariente, amigo, vecino o paisano.

 

La ambición por poseer más cosas materiales se volvió moneda de uso corriente hasta en la más apartada aldea o pueblo del país. Y, si bien es cierto que la política gubernamental acrecentó el número de escuelas de casi todos los niveles en las pequeñas ciudades aledañas a ellos, ello no fue de la mano con los suficientes empleos que se requerían.

 

Este déficit por fuerza creó un desequilibrio social que trajo como consecuencia descomposición de los valores de convivencia. Así, la ayuda mutua sufrió menoscabo, si no es que franca eliminación, con lo que quedó a la deriva cada vez más gente que comenzó a albergar resentimientos, fermento este para las acciones violentas que casi por regla poseen los parias de las ciudades, en donde el grado de deshumanización lleva tiempo de estarse generando.

 

Los sucesivos gobiernos que hemos tenido y padecido en todos los niveles han puesto un precedente nefasto con su corrupción e impunidad. Nunca estuvieron atentos a la paulatina descomposición de la sociedad, e incluso se dice que políticos de toda laya participan en la delincuencia organizada o la protegen. La sociedad, asimismo, perdió la confianza en los cuerpos de seguridad policiacos. Inerme, vulnerable, la gente tiene que aguantar los embates no solo de las crisis inherentes a las políticas manipuladas por el FMI y el Banco Mundial –entre otros organismos internacionales manejados por los países ricos-, sino que busca estrategias para sobrevivir a las dos grandes calamidades del siglo XXI: violencia y crimen.

 

Ningún país en el mundo se libra hoy día de la violencia y el crimen, los cuales se han vuelto cotidianos en las sociedades a tal punto que hasta un menor de edad poco se asombra del horror que aquellos generan.

 

En algunos rincones del país donde se han rebasado los niveles de tolerancia la gente se ha visto impelida a defenderse con sus propios medios, aunque estos, por desgracia, no tardan en corromperse al ser infiltrados por la delincuencia organizada.

 

Por otra parte, todos los medios de comunicación a cada momento dan cuenta de tragedias, atentados y hechos delictuosos diversos acaecidos en muchos sitios. A través del tiempo se ha ido formando una subcultura de la violencia y el crimen que asoma su cara en espectáculos de todo tipo: teatro, cine, video, música, etcétera, la que la gente consume a pasto. Los narcocorridos, por ejemplo, tienen muchos adeptos.

 

Las redes sociales, además, mantienen informada a la gente en tiempo real. Hoy día hasta el estreno de una película es utilizado para perpetrar un atentado con saldo de víctimas. Al parecer se han perdido los linderos que separaban a los buenos de los malos, estereotipos introducidos por el cine gringo.

 

En países europeos tratan a los delincuentes, autores de horrendos crímenes, como enfermos que requieren tratamiento y no cárcel convencional. Entre árabes son tratados como héroes los terroristas. Solo así se explica que jóvenes europeos de ambos sexos se integren a grupos extremistas como el Estado Islámico. En fin, vivimos un momento de violencia que tiene mucho de las hordas mongólicas o púnicas.

 

Una pregunta clave sería ¿qué hemos hecho para evitar moldear nuestro cerebro –y con él nuestra manera de pensar– y acostumbrarlo al horror como si cualquier cosa? ¿Somos, cuales espectadores romanos, aficionados a la barbarie ya no de un circo romano tradicional, sino de uno de dimensiones globales? ¿Hasta cuándo vamos a parar de alimentar a nuestros niños y jóvenes con tantos juegos violentos o espectáculos que tienen como propósito enardecer/excitar lo peor de los seres humanos? Preguntas para las que, confieso, solo tengo esta respuesta tonta: hasta que la sociedad evolucione y se autolimite o autodestruya por sí misma.

 

Nadie, por bien intencionado que sea, podrá resolver solo el estado de cosas que impera en cualquier parte del mundo, desde la aldea hasta la gran metrópoli. Los superhéroes no existen más que en las caricaturas, y quienes han intentado serlo en el pasado –Cristo, por ejemplo– han terminado sacrificados. La barbarie no entiende de razones civilizadas, su lenguaje es la violencia y el crimen. De allí que los intelectuales solo se concreten al estudio de la realidad y mostrarla, no más. La posmodernidad obliga a cambiar los enfoques modernos.

 

Dejárselo todo a Dios, a que Él arregle nuestras cosas, es un remedio que al parecer termina por adoptar la gente al sentir tanta impotencia. Pero no todos creemos que ello evite muchos males que a ojos del pensamiento vemos como evitables.

 

La humanidad parece estar empantanada sin saber qué hacer. La angustia y el estrés derivados de la terrible inseguridad no hacen feliz a media humanidad. El Homo sapiens parece ser que se ha quedado pensativo mirando al firmamento. Quizá a ratos piense en instalar un chip en cada humano para volverlos autómatas pacifistas y organizados para el bien común. O poner en marcha lo que Aldous Huxley (1894-1963) planteó en su libro “Un mundo feliz” al ver que el proyecto de “Gran hermano” de George Orwell (1903-1950), plasmado en su libro “1984” y que en alguna medida ya aplican los gobiernos supranacionales, no está funcionando.

 

Puede ser que el Homo sapiens piense que la solución del problema humano se obtenga de tajo en el momento en que un meteoro impacte con la Tierra. A veces parece que es más fácil que ocurra esa hecatombe/cataclismo que termine con nuestra actual era geológica –la Cenozoica o el Quinto Sol, como lo llamaron los nahuas– para que la humanidad reinicie la vida de cero. A menos que tengamos la suerte de los grandes saurios. O, finalmente, que se presente la Tercera Guerra Mundial que nos devuelva a la edad de piedra.

 

Quienes confiamos en la civilización y en el potencial incalculable de la mente humana creemos que la cultura por la vida es el camino. Así, el día que todos y cada uno de los ciudadanos del mundo nos asumamos como semejantes que merecemos respetarnos, ese día empezaremos a vivir una nueva era. Sí, apelo exactamente a lo que todas las religiones proponen: respeto absoluto a la vida humana. Es cierto que llegar a entender eso nos llevará quizá millones de años. No importa. Si la humanidad quiere seguir en este planeta, tarde o temprano tiene que entenderlo y hacerlo valer, ¿no cree?

Calamidades cotidianas

Juan Henestroza Zárate

Tomada de www.es.slideshare.net

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