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Después de que en Guatemala desaforaran a su presidente, en México, en las redes sociales, se oyeron voces exigiendo llevar a cabo la misma acción con el nuestro. Entonces se trenzaron en dimes y diretes, por enésima vez, los chairos y los peñabots con saldo de miles de tuits y uno que otro trending topic.

 

Casualmente, ese 2 de septiembre, en el momento en que Enrique Peña Nieto realizaba Periscope para mostrar su emoción de vestir la banda presidencial, esta se le resbaló y casi se le cayó al suelo, lo cual aprovecharon sus malquerientes para burlarse y atacarlo de torpe e inútil en las redes sociales. Hubo quien creyó ver en ello el presagio de su inminente caída, la cual promueven desde lo ocurrido en Iguala con los estudiantes de Ayotzinapa –atizado por actos de corrupción de él, su esposa y su secretario de Hacienda– y que recientemente el Congreso Nacional Ciudadano, de Monterrey, Nuevo León, promueve la recolección de firmas para demandarlo por enriquecimiento ilícito y tráfico de influencias. Hasta con el orden de los colores de su banda presidencial se metieron: rojo, blanco y verde de arriba abajo, y no como los demás presidentes que le antecedieron la portaron: verde, blanco y rojo. Más de uno recordó la caída del pastel en el día de su cumpleaños.

 

En nuestro país las cosas no están como muchos deseáramos que estuvieran, es cierto, pero aun así no estamos todo lo mal que muchos creen ni todo lo bueno que otros aseguran estamos. Muchos dan gracias a Dios por no vivir una guerra civil como la que se vive en Siria –lo que ha obligado a la crisis migratoria de la que todo el mundo habló la semana pasada al ver la imagen conmovedora del cadáver del niño Aylan arrojado a la costa de Turquía– y así darnos cuenta de que nuestros males no son graves a pesar de todo. En efecto, aún no lo son, tienen remedio, y por ello un sector de la sociedad –quizá no la más afectada, sino la clase media, la ilustrada– pugna por que las cosas en el gobierno de México se hagan de manera correcta, esto es, en estricta democracia y de modo honesto y eficiente.

 

Con lo ocurrido en Guatemala, en México se recordó un dicho que empleamos como si cualquier cosa, sin percatarnos de que es discriminatorio contra nuestros vecinos chapines: “Salir de Guatemala y entrar a Guatepeor”. Este último suceso en el país centroamericano no solo sorprendió, sino que muchos sintieron que nos había dado una lección contundente de democracia. De inmediato elogiaron y resaltaron la independencia del poder judicial en aquel país, lo mismo que la solidez de las instituciones que hicieron posible para que su presidente pisara la cárcel acusado de corrupción y asociación delictuosa.

 

Sarcástico, López Obrador dijo que, si se comparara la corrupción del ahora expresidente guatemalteco Otto Pérez Molina con la de Peña Nieto, aquel era un aprendiz de carterista. “¡Pruebas, pruebas!”, bien podrían gritar los defensores de Peña Nieto. A ellos muy bien AMLO pudiera responderles del mismo modo que el diputado Luis Cabrera respondió al diputado que se las pidió cuando él lo acusó de ladrón en la Cámara: “Lo acuso a usted de ladrón, no de pendejo”, le dijo.

 

En realidad, lo que ocurre en Guatemala es la culminación de todo un largo proceso histórico que ese país ha tenido que transitar. Catalogada en otro tiempo de manera despectiva como una república bananera, Guatemala ha sufrido constantes atentados a sus libertades civiles. La guerra civil los ha acompañado por decenas de años, lo que, amén de muchas muertes, les reportó una Premio Nobel de la Paz, Rigoberta Menchú, que antes de las elecciones de junio en México fue criticada de mercenaria por cobrarle al INE 10,000 dólares –eso se dijo– por promocionar el voto y la democracia.

 

Golpes de estado han sido frecuentes en el vecino país, que, aunado a la pobreza endémica, lo han subsumido en permanentes convulsiones sociales. Tiene, como México, importante población indígena que ha sido la que peor la ha librado. Asimismo, han estado al mando de sus gobiernos verdaderos genocidas catalogados como gorilas –con perdón de los primates–, lo que ha obligado a los guatemaltecos a salir de su patria. Guatemala, pues, ha sentido la mano dura de sus gobernantes, casi siempre su élite militar, apoyada esta por el imperio norteamericano. Hasta el mismo coronel Jacobo Árbens, comunista, participó con otros militares en el golpe de Estado de 1944 y, una vez elegido presidente en 1950 en comicios democráticos, los EE.UU lo obligaron a abandonarlo por medio de un golpe de Estado en 1954, en plena cacería de brujas del macartismo. Imperio que tampoco esta vez es ajeno a la crisis que viven nuestros vecinos del sur.

 

Ese 2 de septiembre –“Día del presidente”, como ha sido bautizado–, en el acto protocolario llevado a cabo en Palacio Nacional con motivo de su tercer informe –que por cierto actualizaron muy tarde en Twitter, lo que sirvió para que se dijera que fue así porque no había nada nuevo qué informar–, Peña Nieto –ante un auditorio a modo donde el presidente de Grupo Higa estaba en primera fila y la flamante diputada priista y comediante Carmen Salinas en otro lugar, ya con la fama de haberse dormido en el primer día de sesiones en la Cámara–, dio un discurso político que por momentos le aplaudieron a rabiar como en los mejores años de los gobiernos priistas. Aplausos que fueron contabilizados en número y  duración –igual que en el pasado– por los medios adeptos al gobierno: Televisa, Excélsior, Milenio, etcétera. El famoso “aplausómetro” conque creen medir no solo la contundencia del discurso, sino la aprobación del discursante.

 

Más que dar cuenta del estado que guarda la administración pública federal, el presidente se dedicó a defender y a justificar su gobierno, cosa común en todas partes del mundo. Una vez más el triunfalismo fue la tónica empleada por él y, aunque de entrada su mea culpa por los actos de corrupción suyos, de su familia y subordinados buscó mostrarlo como autocrítico, lo cierto fue que no reconoció errores suyos ni se comprometió a enmendar la actuación delictuosa de los involucrados. Mucho menos pidió perdón a los mexicanos agraviados. Escudado en los resultados de las supuestas investigaciones que llevó a cabo su subordinado Virgilio Andrade en la SFP (en donde el gobierno se investiga a sí mismo), responsabilizó a este, en todo caso, de su exoneración.

 

A la hora de enumerar su decálogo el presidente, las críticas en Twitter por gente conocedora y neófita de los temas planteados no se hicieron esperar, con lo que quedó de manifiesto el encono que se le tiene. Por suerte el gobierno también cuenta con muchos adeptos en las redes y en los medios tradicionales, los cuales de inmediato salieron a defenderlo. Como quien dice, un mano a mano entre chairos y peñabots, los estereotipos con que se clasifican hoy día a los simpatizantes de la izquierda –¿de toda?– y a los defensores del gobierno, respectivamente. Ambos, eso sí, a ultranza, sin medias tintas. Blanco o negro, en donde está prohibido mostrar el mínimo de simpatía por el otro. Postura maniquea, pues.

 

Al final del discurso del presidente quedó la sensación de que su gobierno está a la espera de que cuajen sus reformas estructurales para así tener el crecimiento económico prometido que, se dijo, a pesar de todo, ha sido mayor que los obtenidos por Fox y Calderón en sus primeros tres años (El Financiero). Aunque no lo dijo Peña Nieto, muchos  creemos que en los próximos tres años de este gobierno el panorama no pinta muy bien, no obstante que el presidente prometió seguir trabajando “con muchas ganas y más fuerzas”. Para bien de todos, ojalá que no sea un mero eslogan.

 

Hubo un momento en su discurso en el que Peña Nieto le dedicó palabras al populismo, lo que de inmediato hizo pensar a muchos que tenía dedicatoria para AMLO. Y, aunque el presidente diría al otro día que no era así, el estruendoso aplauso en el recinto hizo dudar de su desmentido. La élite allí reunida era totalmente neoliberal, aunque, eso sí, siempre dispuesta a cambiar de orientación si así conviene a sus intereses.

 

Mandar a un opositor el mensaje de que su manera de hacer política no tiene cabida en un país como México –lo que desde luego es discutible– es entendible, pero no del todo justificable, máxime si quien lo hace olvida que los programas asistenciales de su gobierno, dirigidos a los pobres, tienen mucho de populismo. Lo que sucede es que Peña Nieto y quienes lo secundan quieren hacer creer que el gobierno no tiene en los pobres una clientela –son neoliberales, pues–, lo que es falso de toda falsedad. Tanto el gobierno como AMLO saben que los pobres de este país han llevado a la presidencia a todos los presidentes, así que es lógico que ambos se peleen esa mina de la manera que creen puede ser efectiva. Allí es donde entran –dicen los chairos– los frutsis y las tortas. O el discurso de odio, reviran los peñabots. ¡Ternuritas!, dirían ambos.

 

En México es costumbre que ese tipo de discursos las diga el presidente de la república y no solo los líderes partidistas o del CEN de su partido, tal y como debiera ser. La sana distancia entre presidente y partido de la que habló Ernesto Zedillo en su momento nunca ha existido en México. Qué lástima porque ello empaña las competencias electorales volviéndolas no solo injustas e inequitativas, sino que aporta cuotas de encono y polarización que podrían desembocar en violencia.

 

Con esta, es la segunda ocasión que el presidente se dirige al tabasqueño de manera casi directa. ¿Tendrá miedo a que aquel llegue al poder y le quite privilegios o, peor aún, lo encarcele como todo el mundo piensa que haría AMLO no solo con él, sino con otros expresidentes? Fox y Calderón le temieron –y si no fue temor entonces no sé qué haya sido– e hicieron todo lo posible para sacarlo de en medio. Los tres lo derrotaron (Fox apoyando a Calderón, mal de su agrado, sí, pero por su conveniencia).

 

Vemos ahora que Peña Nieto ya comienza a padecer el síndrome llamado “un peligro para México”. No creo que ignore que mucho de lo mal que les pudiera ir a él, a su partido y a sus correligionarios –y por consecuencia al país- dependerá de la eficacia del gobierno que él encabeza. Así que, si hace bien las cosas, como Dios manda, dice la gente, lo único que pudiera pasar es una alternancia más que ya vivimos con el PAN, y el país por cierto no colapsó. Aunque muchos apuestan a que AMLO está loco o que es un fanático resentido (extremista/talibán/yijadista, etcétera), la realidad es distinta. El país también es otro, igual que las instituciones. Ni se diga del tiempo.

 

El temor a AMLO, pienso, se ha creado por la propaganda negativa de sus adversarios y enemigos poderosos de los últimos años, lo que lo ha obligado a ser quien es. También es justo decir que ha sembrado desconfianza en algunos sectores sociales por algunas estupideces de su autoría que no hay por qué justificar. Guste o no, en el panorama político nacional él y sus seguidores representan la única –no sé si verdadera del todo– oposición, una vez cayeron en desgracia PAN y PRD. Oposición que es necesaria e imprescindible en todo sistema democrático, por cierto.

 

Pero de allí a pensar que el Ejército o la oligarquía permitirían que AMLO hiciera lo que le dicta  su gana es no conocer la historia ni la realidad nacional. El tiempo de los caudillos ya pasó, nuestra escolaridad no lo permitiría de ninguna manera. Y no es pecar de ingenuo. AMLO, además, tiene un equipo con muchos hombres y mujeres talentosos que no creo busquen destruir lo que por años han defendido. Y, de ser en verdad una amenaza, allí a la vuelta está EE.UU por si se llegara a requerir enderezar el entuerto. Porque no me dirán que la globalización no permite la intromisión del imperio en donde cree que sus intereses están en riesgo. ¡Y vaya que en México ellos los tienen! Y si llegara Donald Trump a la presidencia de esa nación y lograra llevar a la práctica lo que allá nadie ha llamado “un peligro para USA” no obstante vérsele desde aquí como un yijadista, abonaría a nuestro país el catalizador que requerimos para dar el estirón como nación democrática. Las crisis para eso sirven, nos lo demostró Guatemala el 2 y 3 pasados.

 

Peña Nieto debe ocuparse de gobernar bien el país, recuperar la confianza de la gente resentida en los siguientes tres años de la mejor manera: siendo honesto en el manejo del erario. Asimismo, debe olvidarse de proteger a la clase política, que fue la petición de analistas internacionales y nacionales, quienes se hicieron la pregunta: "¿Por qué en México no pasa algo similar a lo ocurrido en Guatemala?", y se respondieron: “Por existir aquí un pacto de impunidad entre políticos”.

 

Peña Nieto no debe pensar en el 2018, él no estará en la boleta electoral; AMLO –si no muere antes por su enfermedad cardiaca o causas extrañas que ni el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes de la CIDH pudiera comprobar–, sí. Él debe concentrarse en la función para la que fue elegido y se le paga muy bien: gobernar de manera prudente y sabia. La política debe dejarlo en sus operadores, a su partido, en donde, por cierto, Manlio F. Beltrones quiso contrarrestar el efecto negativo del discurso de su jefe y mandó poner en la puerta de su oficina un letrero donde avisaba que el PRI no se ocupa del 2018, sino de las elecciones del 2016. De no hacer bien su oficio este gobierno, México estaría en riesgo de ser calificado como Guatepeor. Y nadie, ni chairos ni peñabots, queremos que ello ocurra.

Chairos vs. peñabots

Juan Henestroza Zárate

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