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17/2/2016

 

Yo, al igual que muchos interesados en hallar el gentilicio más apropiado para nombrar a quienes habitan el altiplano que recientemente ha dejado de ser Distrito Federal, confieso que ninguno de los que se han mencionado me gusta, pero tampoco he podido dar con uno que me satisfaga, por más que el vocablo Anáhuac retumba en mi mente.

 

La Real Academia Española tiene rato de haber establecido el gentilicio para quienes viven en la Ciudad de México: mexiqueños. Vocablo que a muy pocos gusta y que, sin embargo, es el que procede. La inmensa mayoría de mexicanos llamamos chilangos a quienes viven en la Ciudad de México. Vocablo que, si bien es cierto en sus orígenes se le usó de manera peyorativa y más como un apodo, con el paso del tiempo adquirió legítima carta de ciudadanía, a tal grado que hoy es el candidato más fuerte para imponerse. Tiene a su favor su popularidad y plena aceptación por parte de quienes son los primeros interesados. En su contra podrá argüirse que contraviene las reglas de nuestro idioma. Peccata minuta. ¿No usamos tapatío/a para referirnos a los oriundos de la ciudad de Guadalajara? ¿Y quién a esta hora sabe con certeza de dónde derivó dicho gentilicio? Las costumbres también derivan en mandatos, si no es que en verdaderas leyes.

 

Juan Villoro, uno de los 28 notables elegido por el jefe de gobierno, Miguel Ángel Mancera, para que se ocupe de redactar el proyecto de Constitución de la entidad número 32 de la república mexicana, recientemente expresó que le gustaría que fuese chilango el gentilicio. Muchos estamos de acuerdo con él. Es muy probable que los notables –a varios de ellos considero que Mancera los escogió pensando en su futuro político más que en otra cosa– debatan privada y públicamente sobre el gentilicio más apropiado. Al final tendrán que inclinarse por uno que yo espero es el más popular: chilango/a.

 

Existen muchas versiones sobre la voz chilango/a, y ahora se tiene una magnífica oportunidad para dilucidar su origen y significado –si ello es posible, claro–. De todas, las que a mí más me gustan están relacionadas con vocablos de lenguas indígenas, principalmente náhuatl. Una de ellas, la cual no cito aquí porque no la hallé en los diccionarios que poseo, recuerdo que está relacionada con el color rojo o rojizo. En internet encontré que Gabriel Zaid cita, en un artículo sobre el tema, a César Corzo Espinoza, quien cree que chilango/a “significa ‘donde están los colorados’, por el color de piel de los habitantes de la Ciudad de México”.

 

Lo anterior me hace recordar que en los años 60, en Ixhuatán, se pensaba que cualquier persona que se trasladaba a la Ciudad de México, bien fuera por placer o por enfermedad y sin importar su color de piel, no solo regresaba hablando con el tono citadino, sino chapeado/a. Era, pues, objeto de admiración y de burla, ello producto de la envidia o resquemor, ya que en alguna medida el paisano era distinto a los demás, se desmarcaba. Algo así como: “Antes de que tú me discrimines lo haré yo”.

 

Una vez en la Ciudad de México experimenté lo que cualquier provinciano sufría en aquellos años 70: burla y discriminación por ser moreno y hablar un castellano defectuoso. Ello significaba que ser de la ciudad era de mayor categoría y estaba ligado a poseer un color más claro de piel, mejor dominio del idioma castellano y mayor viveza para hacer las cosas. Ser prieto, hablar mal castellano y vivir atolondrado era imperdonable a ojos de muchos citadinos. Así que la etiqueta de indio era inevitable, y con el tiempo esta derivaría en naco/a. A los oaxaqueños como yo nos llamaban “oaxacos”. “Chaparro, cabezón y panzón, de Oaxaca es el cabrón”, decían en sus burlas. Y muchas veces no había más que callarse.

 

Quizá, me atrevo a suponerlo, debido a la discriminación de los citadinos a todo provinciano llegado a la Ciudad de México, produjo en los fuereños no solo el natural malestar, sino que los obligó a defenderse de quienes se sentían superiores solo por estar en su casa. Recuerdo que de pronto en la escuela preparatoria comenzamos a hacer un censo y hallamos que la mayoría del grupo no era oriunda de la Ciudad de México, tenían su origen en la provincia, cierto que desde hacía dos o tres generaciones atrás. Y, ¡oh, sorpresa!, algunos de estos eran los más buleadores.

 

Fue por ese tiempo, año 73, en que me percaté de que el vocablo chilango, más que el de chilanga –que por cierto no recuerdo haberlo aplicado a ninguna compañera–, empezó a usarse para burlarnos de quienes presumían ser superiores, casi una familia de rancio abolengo. Habíamos descubierto que no eran más que mexicanos, tan inmigrantes como cualquiera. Para ese tiempo surgió, en los estados de la república, principalmente en los del norte, una peligrosa consigna –resabio, quizá, del resentimiento generado por la discriminación de los citadinos a esos otros mexicanos, que, dicho sea de paso, en ese tiempo también se sentían una casta divina en comparación con el sur–: “Haz patria: mata a un chilango”.

 

Fue en esos años 70 cuando escuché decir que chilango era un apodo despectivo impuesto no a todos los citadinos, sino solo a aquellos que se vanagloriaban, sin más –sin pensarlo, pues–, de su localía o localismo, con lo que quedaban en ridículo en cuanto se escarbaba tantito en sus orígenes, los cuales eran los mismos que cualquier otro mexicano. Insisto, solo era aplicable a los varones. 

 

En aquel tiempo supe que el vocablo chilango surgió por la corrupción de otro vocablo: huachinango. Sí, un pez fue escogido para escarmenar a los citadinos. No cualquier pez, sino uno rojizo que se pesca en el Golfo de Mexico y que además era feo, pero sobre todo –y como cualquiera de su especie– tenía boca grande, tal y como el resentimiento hacía mirar al defeño: hablador. Cansados de los entonces llamados capitalinos, los provincianos radicados en la Ciudad de México no tardaron en publicar la especie de que esos sujetos que creían vivir en otro país lo hacían a expensas de toda la república. Fue la respuesta a lo que ya ellos habían dicho: “De no ser por la capital, los de provincia ya se hubieran muerto de hambre”.

 

El hecho de que hoy día a nadie de la Ciudad de México le cause urticaria al ser llamado chilango nos habla de que al final se impuso la civilización y hubo consciencia de que vanagloriarse sin razón no es bueno. Pasó lo mismo que con otras etiquetas del pasado: pocho, pachuco y chicano. De ser despectivos y en apariencia vocablos sin sustento gramatical alguno al final llegaron a tenerlo, y la vergüenza y resentimientos se trocaron en orgullo.

 

Orgullo es precisamente lo que hoy siente la inmensa mayoría de los habitantes de la Ciudad de México, quienes, sin tener allí sus raíces más profundas, se saben dueños de la tierra que pisan y que gracias a su trabajo cotidiano han erigido no ya la gran México-Tenochtitlán –que esa ya fue–, sino la muy leal y muy noble Ciudad de México, en otro tiempo “La región más transparente del aire”, que dijera Alexander von Humboldt y que más tarde retomara Carlos Fuentes.

 

Ojalá, pues, sean llamados chilangos los habitantes de la Ciudad de México y que todo aquel que llegue a él –bien sea en viaje de placer, estudios, trabajo o para hallar remedios a males mayores que para eso “Chilangolandia” se pinta sola– disfrute y valore la ciudad más cosmopolita de todo México. ¡Abur!

Ciudad de México: chilango/a

Juan Henestroza Zárate

Tomada de www.periometro.com

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