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Lo ocurrido en La Pimienta, una comunidad del municipio de Simojovel, Chiapas, el pasado 8 de mayo, donde fueron vacunados 52 menores con el resultado de 2 bebés muertos y 29 que requirieron ser hospitalizados, 2 de ellos en estado grave, me hizo recordar que siempre existe, ante la administración de un medicamento, el riesgo de anafilaxia, lo que, al parecer, fue lo que ocurrió con alguna de estas tres vacunas: antituberculosa (BCG), antirotavirus y antihepatitis B. No solo productos biológicos como las vacunas tienen dicho riesgo, sino cualquier producto químico o sintético, incluso alimentos o alérgenos del ambiente. Sin contar si ellos fueron mal elaboradas o no se siguió el protocolo establecido en su manejo, conservación y uso.

 

En México se inició el uso de vacunas desde el siglo XVIII, pero no fue sino en 1973 cuando el gobierno mexicano hizo obligatoria la vacunación a los menores. De entonces a la fecha existe un Programa Nacional de Inmunizaciones, que comenzó previniendo las siguientes enfermedades en los infantes: tuberculosis (BCG); difteria, tosferina, tétanos (DPT); antipoliomielítica (Sabin u OVP), y antisarampionosa.

 

Hoy pocos dudan de que las vacunas tengan enorme utilidad en la prevención de enfermedades que antiguamente diezmaban a poblaciones enteras. Quién no oyó hablar de las temidas epidemias de peste y viruela en Europa, que con la Conquista pasaron a América, con lo cual diezmaron drásticamente a la población indígena. Recientemente, en 1918, la influenza española mató a millones de personas. Enfermedades como el paludismo y tuberculosis –por citar solo dos- han matado a más gente que todas las guerras. Puesto en ese contexto, sin duda, vacunar a las poblaciones vulnerables trae más beneficios que perjuicios.

 

A pesar de la evidencia de la utilidad de las vacunas, hay quienes niegan dicho beneficio e incluso afirman que en infantes no solo son innecesarias, sino peligrosas, ya que son capaces de producir enfermedades peores que las que procuran prevenir. Invocan que esto se debe a que las criaturas no tienen desarrollado su sistema neurológico e inmune, por lo que las vacunas podrían interferir negativamente en ellos.

 

La anterior postura cada vez cuenta con más adeptos, un tanto similar a lo que ocurre con quienes niegan el cambio climático, la evolución según Darwin, la Gran Explosión (Big Bang) o el Holocausto en la Segunda Guerra Mundial. En los argumentos en contra de la vacunación en niños se esgrimen razones científicas, filosóficas, ambientalistas, políticas, religiosas, sociales, etcétera. No vale la pena prevenir lo que se ignora que alguna vez vaya a ocurrir, podría yo sintetizarlo.

 

Los partidarios de que las vacunas sean usadas indiscriminadamente se apoyan en que en el mundo ha desaparecido la viruela (así algunos países conserven el virus en sus laboratorios para una futura guerra bacteriológica), mientras que la rabia es ahora prevenible, cuando antes de Luis Pasteur era mortal. Asimismo, enfermedades como la poliomielitis, el sarampión, la tosferina, el tétanos y la tuberculosis han descendido drásticamente su prevalencia entre la población, lo que ha evitado incapacidades e incluso muertes prematuras.

 

Quienes postulan que las vacunas son innecesarias y hasta dañinas en los infantes afirman que causan daños graves, tales como el autismo con la vacuna contra el sarampión; la esterilidad con vacunas contra el virus del papiloma humano; enfermedades alérgicas respiratorias o de la piel; padecimientos neurológicos, y enfermedades autoinmunes y metabólicas con algunas otras. Alegan, además, que los gobiernos están coludidos con la industria farmacéutica y que esta, en su voracidad de enriquecimiento, logra que se implanten en los países políticas de vacunación obligatoria, tal y como la misma Organización Mundial de la Salud (OMS), en su Asamblea 2757 de mayo de 1974, aprobó, con los países miembros, el Programa Ampliado de Inmunizaciones. El mundo ya no puede parar una vez se ha enfrascado en una dinámica productiva y capitalista, digo.

 

En la actualidad, no hay un día en el que no se hable de los padecimientos nuevos y graves que afectan a la humanidad, así como de la necesidad de inventar una vacuna para cada mal. Sin duda es mucho, pero mucho, más barato prevenir que curar. Las instituciones de salud pública en todo el mundo invierten y gastan mucho dinero en tratar el cáncer de pulmón, por ejemplo, producto este del estilo de vida, de la herencia, del tabaquismo, del humo o de distintas sustancias que se inhalan en las grandes urbes. Lo mismo ocurre con el tratamiento del VIH/sida, la obesidad mórbida, diabetes mellitus y muchos otros padecimientos crónicos que acompañan cada vez más al ser humano, toda vez que este ha elevado su esperanza de vida, que en México ya rebasa los 75 años.

 

Estoy de acuerdo con que en la génesis de un padecimiento participan muchos elementos/factores. Bacterias, virus, parásitos y hongos siguen siendo los causantes de nuestros padecimientos más comunes. Y, aunque las ciencias han logrado avances enormes, tales agentes etiológicos –que forman parte de toda flora microscópica normal-, convertidos en patológicos en cuanto las circunstancias le son favorables, también han logrado mejorarse a través de mutaciones y resistencias a las terapéuticas más avanzadas para sobrevivir y seguir conviviendo con su hospedero, bien o mal del agrado de este.

 

En Ixhuatán, a principio de los años 60, me tocó ver que cada año llegaban al rancho donde vivíamos los fumigadores del insecticida DDT (Dicloro Difenil Tricloroetano). Rociaban la casa –la que no debíamos habitar por 24 horas-, apuntaban su visita en una tarjeta que dejaban pegada con tachuela detrás de la puerta y nos daban a tomar pastillas amargas de quinina a toda la familia. Algunas veces, ante la sospecha de paludismo (presentación de fiebre o antecedente de haberlo tenido), hacían un pinchazo en el lóbulo de la oreja del paciente y la sangre que de él manaba era extendida sobre una laminilla (frotis).

 

Era así, con DDT, como actuaba el gobierno contra la malaria (paludismo), la fiebre amarilla y la tifoidea: combatiendo a los vectores que la transmitían (mosquitos, entre ellos el famoso mosquito Anopheles). Marcaban la casa con un número que apuntaban después de una sigla de cuatro letras mayúsculas: CNEP (Campaña Nacional de Erradicación del Paludismo). Hasta no hace mucho, dicha numeración de la CNEP podían verse en las casas de Ixhuatán.

 

Lejos estábamos de saber que, gracias a haber descubierto su  uso como insecticida para combatir a los vectores de la malaria y otras enfermedades, le habían otorgado en 1948 el Premio Nobel de Medicina al químico suizo Paul Hermann Müller. A partir de entonces, el DDT –que mataba cuanta alimaña/sabandija/insecto encontraba a su paso- comenzó a utilizarse en todo el mundo. Mucho menos sabíamos que el DDT permanecía en el suelo por largos periodos –decenas de años- y lo contaminaba, al igual que a los cuerpos de agua y el aire, con lo que se convertía en un peligro para la salud de humanos, animales (las aves eran muy susceptibles), peces y plantas.

 

En los años 70, la fama del DDT en Ixhuatán no era mala, sino, todo lo contrario, muy buena. Gracias a él se habían combatido eficazmente niguas, chinches (las dos productoras de anemias), garrapatas, conchudas, pulgas, talajes, etcétera. Todo el mundo lo usaba a mano limpia para combatir plagas y matar insectos como hormigas y comején; lo mezclaban al maíz a la hora de sembrarlo –para evitar que fuera dañado por las plagas- e incluso algunos ingratos llegaron a rociarlo sobre las mazorcas para evitar el gorgojo/broca, lo que inevitablemente contaminaba el maíz desgranado a mano o a golpes de palos. Y, como vieron que nadie moría o le pasara algo malo, pues lo siguieron usando niños y adultos con sana alegría. No hubo casa que no fuera rociada con DDT su interior o su patio, en un tiempo en que muchos andaban descalzos y comían con las manos sucias.

 

En el pueblo rebautizaron el DDT como “polvo de hormiga”, y formó parte de nuestro botiquín donde ya estaba el sebo de res para las sobadas y curaciones de golpes o espinadas; el VapoRub para las almorranas (uso aberrante e inadecuado, ya que, aunque por ahí salen aires, no es sistema respiratorio); el Mejoral (aspirina) para el dolor de cabeza (migraña y jaqueca); la creolina para curar las heridas infectadas del ganado; el petróleo para asear pisos y así ahuyentar las moscas en el verano, dar uno que otro toque a las amígdalas inflamadas o una unción a las barrigas timpánicas; el aceite comestible para lubricar el ano y poder recibir más fácilmente lavativas y dejar a un lado el pudor recién nacido o avejentado, etcétera.

 

Llegó el día en el que unas aves que abundaba en nuestros campos y en el pueblo, los zanates, comenzaron a morir, lo que llamó la atención, ya que no era común verlas muertas, excepto cuando, tiernos, caían de sus nidos o los chamacos los mataban con sus resorteras. Era tan extraño el fenómeno como ver que un árbol de lambimbo –quien se aferra al suelo como pocos árboles lo hacen- se secara.

 

Los lugareños convinieron en reconocer que el causante de la muerte de zanates y otras aves lo era el DDT. Ante la escasez de zanates, los zanateros –quienes cuidaban los sembradíos, casi siempre niños o chamacos- fueron sustituidos por cintas de casetes atados en parales en todo el rastrojo. Por ese  mismo tiempo, a algunos pescadores de fisga del río Ostuta se les ocurrió mejorar su trabajo y llevaron a cabo explosiones en el agua para matar a los peces y no tener que capturarlos uno por uno. Esa fue, sin duda, una de las razones por las que el río se haya quedado sin peces, ya que la matanza fue indiscriminada. Otra razón más fue el DDT que la lluvia vertía en el río, mismo lugar donde más tarde hubo quienes lavaban sus tractores y vehículos contaminados con insecticidas organofosforados, lo que enfermó de la piel a la gente y la ahuyentó del río, con lo cual se volvió imposible beber el agua de este. Los peces también enfermaron o, de plano, murieron.

 

En la ciudad me enteraría de que el DDT afectaba todos los órganos humanos –principalmente el sistema neurológico- cuando se rebasaban ciertos límites; supe que se acumulaba en el tejido adiposo. Asimismo, me enteré de que no había lugar de la Tierra –incluidos los polos- en donde no se le encontrara. Confirmé que era cancerígeno –así otros dijesen que no- y que, por ello, a finales de los años 60 prohibieron su uso en los países desarrollados. Por eso, cuando, en Ixhuatán, años más tarde comenzaron a aparecer algunos cánceres y padecimientos de la sangre tales como leucemia y púrpuras, comprendí que nuestra ignorancia y consecuente descuido en algo habían obrado en ello. A menos que dichos males tuvieran una etiología hereditaria, medicamentosa o de otra índole.

 

En esos años 60, además de los fumigadores, pasaban por el rancho enfermeras vacunando. Mis padres no estaban del todo convencidos de los beneficios de la vacuna, por lo que uno podía escaparse al monte y regresar cuando ya la vacunadora no estaba sin que nuestros padres nos castigaran por la ausencia. Otra cosa distinta ocurría en el pueblo: allí sí no había escapatoria, quizá porque se estaba expuesto a la crítica de los vecinos. Lo que provoca la civilización.

 

Debo decir que en ese tiempo no acostumbraban dar a los infantes antiparasitarios como ahora en las escuelas, por lo que era común poseer una enorme barriga brillante, un color quebrado (popuso) y las señales inequívocas de estar alimentando a una galaxia de oxiuros, uncinarias, solitarias y áscaris, estas últimas, muchas veces, defecadas en su propia bolsa o en manojos. Llegó a ser algo tan visto este espectáculo que no causaba horror, sino hilaridad, burla entre chamacos. Solo cuando los gusanos asomaban por nariz o boca se sentía asco, miedo y llanto y se corría en busca de ayuda materna, hecho que se trataba de tener en el anonimato, aunque nunca faltó el hermano que lo balconeara.

 

Fueron aquellos los años de numerosos prolapsos rectales debido a los parásitos (chisparse la cagalera); de disenterías amebianas y anemias ferroprivas. También fue una época de ataques convulsivos por comer carne de puerco con cisticerco, ya que las solitarias –Taenia-  abundaban y los puercos se alimentaban de excremento humano en la ribera, pues andaban vagabundos por todo el pueblo. De hecho había caca en todas partes –de gente y animales como gatos, perros y ganado-  y la higiene dejaba mucho que desear. En pocas familias se consumía agua hervida, por lo que las enfermedades gastrointestinales eran número uno, solo a ratos -en el invierno- desplazados por las enfermedades respiratorias.

 

En 1971, ante un caso de tuberculosis en una rama familiar –con la que convivíamos muy esporádicamente-, fuimos presa del temor y vacunados con BCG todos en la casa. La rama materna de mi padre tenía fama de ser tísicos, y eso pesaba mucho. Ya no tenía la edad recomendada para vacunarme por eso, pero los médicos de Arriaga, Chiapas –adonde fuimos llevados todos los chamacos-, manejaban el criterio de la época. Para este tiempo, mis padres ya estaban convencidos de que las vacunas eran la panacea, lo moderno, además. Al mismo tiempo, mi madre ingresó al programa de planificación familiar en el hospital civil de Juchitán y dejó en ocho el número de hijos –cosa que yo agradecí- en una edad en la que bien pudo dar otros cinco o seis. Otras tantas mujeres hicieron lo mismo. Era la civilización que había tocado la puerta, por lo que era urgente estar actualizado, estar inn, pues.

 

En el pueblo, solo de una familia supe que prohibió que vacunaran en la escuela a sus hijos. Y, cuando ello vino a ocurrir, la madre –quien por sus estudios no creía que las vacunas fuera útiles- hizo reclamos airados a los profesores y personal de enfermería que desobedecieron la petición del menor.

 

Cuando en el Distrito Federal se presentó la pandemia de influenza A H1N1, en 2009-2010, las primeras noticias me alarmaron, ya que las medidas adoptadas entre la población fueron extremas, sancionadas por la OMS. Pero, en cuanto supe que el mal contaba con remedio efectivo, me tranquilicé, máxime cuando los decesos comenzaron a disminuir después de que en un principio fueron muchos. Con la estrategia implantada en el DF confirmé que cuando la población ve serio el peligro hace todo lo que se le indica. De entonces quedó el no besarse en la mejilla si se padece gripe, el uso del gel antibacterial y estornudar en el ángulo interno del codo. Actividades buenas para la prevención de enfermedades respiratorias, tal y como lo ha sido el lavado de manos antes de alimentarse y después de ir al escusado en las gastrointestinales.

 

Cada día se mejoran las vacunas gracias a la ingeniería genética y a la biotecnología. Por ello, cada vez las vacunas son más puras y, por lo mismo, potencialmente menos alérgicas y dañinas. Sin embargo, existe un margen de que se presenten casos de anafilaxia y muerte, máxime en comunidades donde no se cuenta con los recursos de urgencia para salvar la vida. Seguramente algo de todo eso pasó en Chiapas. Y, aunque se suspendió la vacunación momentáneamente, esta seguirá aplicándose en todo el país, a veces a una población que duda cada vez más de la utilidad de las vacunas o que no está pendiente de las de sus hijos, por lo que las enfermeras acuden a su barrio o casa para que ellos sean vacunados. En Ixhuatán aún oigo por los tocadiscos que llaman a las madres a que lleven a sus hijos a vacunar porque la enfermera los está esperando con las vacunas en equis lugar. Ignoro si en ello exista postura antivacuna o es desidia u olvido.

 

Después de tantos años de estarse vacunando la gente, el balance ha sido positivo. Sí es cierto que con las vacunas les hemos quitado a los menores la oportunidad de poner a prueba y desarrollar de manera natural su sistema inmunológico. Cuando ello fue así, no lo olvidemos, la gente moría a los 50 años o menos.

 

Nuestra sociedad es preventiva y pareciera ser que es temerosa de la presentación súbita de una pandemia que mate a la gente como moscas. Y, con más de 7000 millones de habitantes en el planeta, lo que se busca es calidad de vida y, por ende, más y mejores años vividos. Dicha longevidad por fuerza trae aparejada enfermedades cronicodegenerativas. Si estas son causadas por la vacunación a muy temprana edad o los mil y un medicamentos ingeridos a lo largo de la vida, aún se ignora. Sería, eso sí, interesante descartar que la vacunación pudiera generar autismo u otros padecimientos mentales en la edad adulta (THDA, depresión posparto, climaterio patológico, todos ellos males cada vez más frecuentes). Lo mismo habría que investigar el uso a largo plazo del arsenal de medicamentos que tenemos a nuestro alcance. Y, de los resultados que se obtengan, partir para una nueva era, aquella misma que ya experimentó el humano en su origen: volver a ser uno con la naturaleza, esta remasterizada, eso sí.

 

Yo pienso que todo es posible porque nunca el bien y el mal se presentan en estado puro y en abstracto.

Civilización cimarrona

Juan Henestroza Zárate

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