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Aprendía a leer antes de los 5 años, mis abuelos eran maestros rurales y tenían una pequeña biblioteca en su casa. Yo miraba los libros embelesada y me aprendía las formas de las líneas que adornaban sus lomos y pastas, la mayoría de ellas fabricada por mi abuelo. Cuando me metieron de oyente a la escuela primaria al ver que reconocía todas las letras y empezaba a leer de forma autodidacta, a los dos meses me aceptaron como alumna formal cuando leí de corrido los libros de texto.

 

Mi abuelo Gregorio, un maestro rural oaxaqueño que había recorrido todas las regiones del estado, siempre contaba cómo su papá, un zapatero de origen muy humilde y analfabeta, rescataba las sábanas del papel periódico reciclado que sus clientes usaban para envolver los zapatos y por las noches las extendía con mucha delicadeza para después salir a observarlas bajo la luz del farol. Quería aprender a leer y lo logró.

 

A partir de los 6 años, empecé a leer y a comprender según mi edad me lo permitía. Leía los libros de la biblioteca de mis abuelos, los libros de texto, las historietas de Editorial VID, entre estas el famoso Memín Pinguín, los periódicos Noticias y El Imparcial de Oaxaca, el Excelsior, que llegaba los domingos, la Revista Selecciones, los libros que encontraba en cualquier parte, los volantes publicitarios, las envolturas de las golosinas y, mi preferido, un Larousse Ilustrado, de pasta roja que mi papá me compró en cómodas mensualidades.

 

Leí de manera obsesiva hasta que entré a la universidad y vi que había otro tipo de diversiones, además de que tuve que trabajar para poder costear parte de mi carrera, ya que mi mamá y mi papá no tenían los recursos para solventarla.

 

Leí lo suficiente para entender la forma en que funciona la sociedad y el mundo. Por supuesto que, además de leer, me encantaban la radio y la televisión, pero los diarios impresos me daban una idea de la realidad que en ningún otro espacio encontraba. Desde los 8 años me sabía los países y sus capitales, los estados de la República Mexicana y lo principal de su historia; entendía de sistemas económicos y de movimientos mundiales.

 

No me costaba para nada entender una noticia, ubicaba también perfectamente las regiones de mi estado y sus características culturales y socioeconómicas gracias a las pláticas de mis abuelos sobre su paso por la mayoría de ellas y, por supuesto, a los libros. Desde la adolescencia tuve una conciencia social que no tenían mis compañeras y compañeros de clase; sabía, por ejemplo, de etimologías grecolatinas, lo que me permitía entender muchas palabras y, por lo tanto, la gramática. En conclusión, tenía hambre de aprender, constante e inagotable.

 

Todo lo anterior no habría sido posible si mis abuelos paternos hubieran tenido otra profesión o si no la hubieran tenido. Es gracias a ellos que desde niña tengo un profundo e inalterable respeto hacia las maestras y los maestros de Oaxaca y de todo el país. Y no solamente ellos, he tenido la fortuna de que la mayoría de mis profesores y profesoras de cada nivel educativo que cursé me transmitieron ese interés por aprender de todo lo que me rodea.

 

Poco antes de egresar del colegio de bachilleres, le dije a mi abuelo que quería estudiar en la normal, pero en una escuela rural porque quería ser como él e irme a las comunidades más recónditas del estado a acabar con el analfabetismo; llevaría libros, lápices, cuadernos, material que conseguiría quién sabe cómo. No concebía que existieran personas que no podían escribir siquiera su nombre, no lo toleraba.

 

Mi abuelo me miró fijamente y me dijo: “No”. Me dio mil argumentos y pretextos, el principal de ellos que yo era mujer y que la vida magisterial es muy difícil, que me enviaría a lugares lejanos de la sierra oaxaqueña, que me podía pasar algo, que yo no tenía el carácter para soportar todo eso y que no, no y no. Obvio, la familia tampoco respaldó mi segunda opción de irme a estudiar Filosofía y Letras a la UNAM.

 

Este breviario de recuerdos lo reviví en cuestión de segundos hace algunos días, cuando la PGR transmitió en vivo la conferencia en la que daba a conocer que probablemente habían encontrado los restos de los 43 normalistas de Ayotzinapa víctimas de desaparición forzosa en septiembre pasado.

 

Horrorizada veía como con la frialdad de quien transmite un documental sobre la invención del tornillo, el titular de la PGR, Jesús Murillo Karam, mostraba a los periodistas presentes en la conferencia de prensa imágenes de los restos calcinados y vueltos polvo hallados en una fosa clandestina de Guerrero.

 

El funcionario federal explicaba cómo dos criminales habían confesado el asesinato de los 43 jóvenes normalistas secuestrados entre el 26 y el 27 de septiembre de este año. Dieron detalles de cómo acabaron con sus vidas y terminaron quemándolos cual desechos orgánicos, una práctica de exterminio propia del crimen organizado, odio vil, nazismo puro, un crimen de Estado ordenado por un alcalde guerrerense.

 

Coincido con muchas personas, desde especialistas, líderes de opinión y sociedad civil, que han expresado en los medios de comunicación y redes sociales su desconfianza hacia esta hipótesis presentada por la PGR debido a una serie de inconsistencia en los datos y hechos.

 

Respaldo también la postura de las madres y padres de familia que se negaron a aceptar los argumentos judiciales hasta no tener las pruebas de ADN que aseguren que esos restos son de sus hijos. Y, aunque no las comparto, entiendo las protestas violentas que han surgido en distintas partes del país a partir de la desaparición forzada de los 43 normalistas.

 

¿Hemos tocado fondo como país? Yo creo que desde el sexenio pasado; sin embargo, el desarrollo actual de las redes sociales y de otras tecnologías en materia de telecomunicaciones, así como el acceso a estas que ha ido en aumento, está permitiendo que cada vez más personas puedan encontrar puntos de coincidencia y organización para opinar y actuar al respecto.

 

No creo que el país esté preparado para una revuelta social, mucho menos para una revolución, y tampoco tengo esperanza de que a través de las redes sociales o protestas públicas este país cambie de rumbo o salga a flote, pero sí tengo la certeza de que la conciencia social irá en aumento gracias a ellas.

 

Estamos ante un panorama de mayor acceso a la información mundial, de una mejor conectividad con los líderes de opinión y de acción, que, si bien no incluye a todos, sí a los entes clave que ahora se están moviendo para llevar conocimiento y otras perspectivas a las zonas más enclavada de la geografía nacional.

 

Tenemos, todas y todos los mexicanos, el compromiso de despertar el espíritu de maestro y maestra rural que sembraron en nosotros los 43 normalistas secuestrados y violentados hace unas semanas por integrantes de una corporación policiaca y narcocriminales, bajo el dedo empoderado de un presidente municipal, sostenidos todos ellos por nuestros impuestos.

 

Tenemos el deber de buscarlos bajo cada piedra porque ellos estaban destinados a cumplir ese compromiso educativo que ya nadie asume, ni el Estado ni la sociedad civil. Pero, si no los estamos buscando, si es que podemos ir a dormir en paz y despertar con un sentimiento de esperanza, sin ese nudo en la garganta o la opresión en el pecho, si no estamos saliendo a gritar sus nombres, a exigir justicia o si no hemos paralizado este territorio de sangre, ¿qué estamos aguardando?

 

Incluso si es que aún caminan por las calles sin rabia, sin la sensación de que estamos en manos de un narco-Estado, a la deriva, al menos por solidaridad, por hacer honor a la memoria de cada desaparecido, por amor a la patria, por simple dignidad, de alguna manera, cumplan con esta función educativa hacia cada semejante que se topen en su camino. Inicien esta ruta de formadores que les fue cercenada de tajo y con odio a los 43 jóvenes mexicanos que comenzaban a delinear su hoja de vida en Ayotzinapa.

Asumamos el compromiso social que nos lega Ayotzinapa

Cinthya Lorena Vasconcelos Moctezuma

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