No acostumbro planear mis viajes, pero el realizado en días pasados a la Ciudad de México fue la excepción. El 11 cumplía años mi hijo menor, y desde junio comencé a hacer planes para reunirme con él, su hermano y la madre de ambos.
Cuando joven me gustó viajar y lo hice a distintas ciudades y playas en concordancia con mis gustos y mi economía. Incluso llegué a traspasar la frontera norte del país.
De tres ciudades nuestras me enamoré: México, Guadalajara y Mérida. En México viví por casi nueve años; a Guadalajara he ido en tres ocasiones, y a Mérida, incontables veces durante mi estadía de un año en un pueblo cercano a ella. Y mi ciudad predilecta es… ¡México! Lo es porque ella tiene todo para todos los gustos y todas las edades y a todas horas. A ella le debo mucho de la poca cultura que poseo. Nunca me ha defraudado, y este viaje no podía ser la excepción. Así, por el mismo precio de la gratuidad me ofreció dos exposiciones: Miguel Ángel y Da Vinci, lo mismo que espectáculos callejeros que le son clásicos, y a mí, entrañables.
Conforme mi familia se convirtió en mi prioridad, el gusto por los viajes menguó en mí. Me pasó lo mismo que experimentaron mis padres respecto del cine del pueblo: llegó el día en que dejaron de llevarnos al montón de chamacos que fuimos. O lo ocurrido a mi padre el día en que le entregué el semanario Proceso por última vez. Lo tomó, vio la portada un segundo y luego me miró a los ojos y me lo devolvió, diciéndome: “No, Juan. Ya no voy a leer. Ya no me acompaña la vista”.
En efecto, mi padre estaba viejo –había rebasado con creces los 75 años–, pero su visión era buena. Sorprendido, no dije nada, lo dejé en paz en su hamaca. Ese recuerdo pertenece desde entonces a uno de los más tristes de mi vida al darme cuenta de que el hombre que me inspiró a leer –con solo ver que lo hacía– había perdido el gusto en hacerlo.
Así yo he visto morir mi afición a la fotografía –llegué a poseer una cámara Yashica–, he dejado en el recuerdo mi gusto por el cine de arte (fui cliente frecuente de la Cineteca Nacional en cuanto nació) y tengo en el abandono mi amor a la pesca y al excursionismo, este, practicado en mis años de catedrático de la preparatoria José Martí.
Por suerte aún conservo avidez por las lecturas, afecto a las exposiciones de arte, el gusto por la música de calidad, la visita a museos y a la librería Gandhi, mi deleite por los tacos de canasta y el placer en recorrer a pie las calles del centro de la Ciudad de México, siempre pródiga de sorpresas y de historias, de las que me sé algunas.
Con los años me he vuelto proclive a la contemplación y a un diálogo interior incesante en donde las fantasías viven en el ámbito de mi vocación literaria, mientras que mi accionar diario gira en torno a mi profesión médica. Sí, soy feliz y no siento rubor alguno en decirlo. Poco a poco y sin percatarme de ello, voy resolviendo la ecuación del vivir que sé tiene similitud a un juego de suma cero.
Por las 15 horas que el autobús invirtió en recorrer los 782 kilómetros que existen entre Ixhuatán y la Ciudad de México, recordé antiguos viajes que hice cuando estudiante. Por su parte, las tres cajas de cartón con comestibles que llevé me reavivaron dichos recuerdos. Lo que ahora cambió fue que ya no me importó que las cajas llegaran mojadas por el destilamiento del queso fresco y los mariscos congelados. Ni me pesó no haberlos cargados. Mi edad me aconsejó pagar a un joven maletero para evitar desmadrarme los brazos, estos, recién soltados por el chikunguña que no ha mucho los tuvo opresos.
En la ida vi cuantos paisajes pudieron aprehender mis ojos: cerros, árboles, hierbas, sembradíos, basura, nubes, lloviznas, relámpagos agrietando el vacío, pavimento con rayas y baches, el camino señalado con letreros, cruces y lápidas; ambulancias, patrullas, vehículos que corrían veloces llevando a pasajeros que como yo forman parte de alguna estadística.
El amanecer ocurrió en Puebla y me mostró una ciudad en constante renovación y crecimiento. Pero lo que llamó mi atención, una vez más, fue la belleza del Popocatépetl e Ixtaccíhuatl, que, al verlos, me hicieron recordar la leyenda que hay en torno a ellos. Y toda una miscelánea puesta a la vista: pinares por aquí y por allá con nubes blancas bajas bajo un cielo que pugnaba en ser azul; cerros partidos por en medio para conectar pueblos y ciudades; Río Frío –que de inmediato me remite a la novela de Manuel Payno– con sus restaurantes y las fumarolas de sus chimeneas. Estímulos suficientes para sentir el impulso cuasi moderno de tomar fotos para compartirlas en Facebook. La emoción rugiente y una piscacha de presunción me jalonaban del ego. No lo hice porque preferí, egoísta, bebérmelo todo entero, solo y a mi sabor.
Paisajes, rocas, espectros, removiéndome la duda de siempre: ¿ellos y yo somos reales? Para evadirme despresurizo mi oído medio causándome un malestar que me deja oír, nítido, el rugir del bus y de cuantos vehículos suben o bajan la cuesta. Mi corazón aún no se queja en esa altura que linda los 2000 metros. Va contento.
Cada vez que viajo me acompaña el silencio sepulcral de la persona que va a mi lado y que me da temor y rubor interrumpir. En este viaje por más de un cuarto de país fueron dos mujeres jóvenes quienes arrimaron sus vidas a mi destino. Ni una sola palabra nos dijimos, lo que me hizo pensar que los seres humanos somos temerosos, mal pensados y desconfiados del prójimo. En antiguos viajes mis acompañantes hablaban hasta de más y cuando se callaban echaban encima de mi cuerpo enclenque el suyo grueso o su rudo ronquido. No existían los brazos que hoy día individualizan los asientos.
En el camino también capturé la esperanza al ver a tanta gente pobre mal vestida, apostada a la vera en espera de vender sus cosas, gesticulando casi de idéntica manera, como si se hubieran puesto de acuerdo y ensayado. Donde vi dos seres había lugar para la risa, el toqueteo y las palabras broncas recién salidas del horno. Y donde uno, la mirada ávida puesta en la silueta que se desliza rauda, ajena a las necesidades apremiantes del vendedor/a.
Un joven que bajaba con rapidez y destreza unos peldaños de una ladera muy empinada en Puebla, atada a su cuello una bufanda a cuadros gris y blanca, fue la imagen perfecta del optimismo por vivir que más tarde, en la Avenida 20 de Noviembre de la Ciudad de México, contrasté con la de una mujer mayor de 60 años, cansada, enferma de reumas, a la que he visto parada en ese mismo lugar desde hace 30 años –si no es que más– vendiendo sus limas para uñas, ya no con la ilusión de antaño a un público que ya no es suyo, sino de la modernidad, pero sí consciente de que debe seguir trabajando. El espectáculo de la vida se escenifica en donde debe escenificarse: en un espacio y un tiempo siempre cambiante llenos de interrogantes y admiraciones. Hasta que llega el punto final.
Aunque esta vez no los busqué, me acordé de antiguos quereres: un conjunto musical de viejos invidentes que tocaban en la calle de Corregidora, frente a la Papelera Escolar, de donde fueron expulsados –no sé si por los administradores del negocio o por la falta de público–, ya que los volví a encontrar años más tarde en la calle de Motolinía y Tacuba, curiosamente en el lugar donde otro conjunto, solo que este juvenil, tocaba música de moda y era genial para interpretar a The Beatles. Cuatro viejos ciegos que estoy cierto han muerto, y cuatro jóvenes que ahora, si aún viven, tendrán mi edad. Cuatro, mi número favorito de los años 70. Todos ellos arrinconados a una pared mientras el torrente de gente, cual corriente turbulenta, hacían allí remanso para escucharlos y, a veces, depositar alguna moneda en el sombrero que yacía en el suelo. La voz de la mujer invidente construyó en mí su capilla hecha de cristales de tristezas con piso de espejos (https://www.youtube.com/watch?v=yzF2cuf3DOg).
Esta vez fue una niña de escasos 10 años en el Metro quien removió mi ternura con su tosca guitarra azul cielo, casi de su mismo tamaño. Se plantó en mitad del minúsculo foro, exhaló varias veces y, antes de rasgar el instrumento –que creí lo llevaba de puro adorno–, miró a uno y otro lado y se detuvo. Me apresuré a darle una moneda, no pagando deuda vieja alguna, sino contrayendo una nueva: aquella que se adquiere por ser un privilegiado de la vida.
Le miraba su vestimenta –que infructuosamente intentó ser de una niña vaquera– cuando me interrumpió el estrepitoso sonido de los altavoces de otro vagonero, adulto este, quien traía un CD con lo más conocido del repertorio musical de los años 70, que arrimó a mí trozos de nostalgias y me arrancó un suspiro. Un viejo sucio y maloliente se deslizó furtivo vendiendo chicles de a peso que compró una mujer vieja deshilachada sentada a un lado mío, la misma que miró con indiferencia a la niña. Esta, como si le avisaran que ya le tocaba su turno, comenzó a tocar la guitarra con la maestría que solo el hambre y la desesperación saben inspirar.
Al pasar junto a mí recibiendo las escasas monedas del público sumergido en sus redes sociales o preocupaciones, me di cuenta de que la niña no sonreía, que ella se movía como si fuera un espectro, y sentí frío en mi alma. No maldije al mundo, pero me dolió verlo de aquel modo. No fue por mucho tiempo porque en la siguiente parada unos jóvenes ávidos de transformar al mundo entraron con discursos políticos y ecologistas incendiarios –cual dragones– que solo a esa edad se tiene genuinos.
Otro mundo distinto encontré en los almacenes a donde mis hijos suelen comprar y que yo voy casi a rastras, atemorizado de todo lo que allí existe: mercancías por doquier, precios y calidad altos, glamour, olores permanentes, colorido apabullante, videos musicales en grandes pantallas y gente más o menos bonita. Todo ello a costa de la clientela que cree distinguirse solo por estar allí y portar una bolsa con el logo y nombre del almacén, así a la salida la alarma avergüence a más de uno.
En ese ámbito experimento, la angustia del estatus por sentirme pobre, marginado, impostor, zaherido, frustrado de ser lo que soy. Me siento incómodo, vigilado, discriminado, blanco de miradas y pensamientos maldicientes. Me azoro y frustro al ver primero la etiqueta de la mercancía antes que su calidad. Así me estoy hasta que los lujos me dejan de doler y mis miserias y complejos se aquietan. Caigo en la cuenta que esa otra parte de la existencia humana también existe y que es interesante atisbar para enriquecer el pensamiento y luchar contra la ambivalencia amor-odio. Y en el momento en que siento deseos de chiflar una tonadilla festiva como el movimiento archisabido de la Novena Sinfonía de Beethoven o, por contraste, la canción de José Alfredo Jiménez “Tú y las nubes”, respiro aliviado y cómodo. ¡Qué “Veni, vidi, vici” ni qué ocho cuartos! Vengo de un siglo donde se aprendió a vivir de otro modo.
El domingo –igual que los demás días– fue espléndido en todo: clima (mis ojos y garganta no sufrieron por el smog y no me sorprendió en la calle lluvia alguna), excelente seguridad, transporte rápido y la oportunidad servida en charola de plata para ver, en el Palacio de Bellas Artes, a Da Vinci y a Miguel Ángel, dos genios, sin duda.
Mucha gente: unos, deambulando con la familia con todo y perro; otros, presenciando, debajo de una carpa y frente a una pantalla gigante, el concierto del mediodía a cargo de la Sinfónica de Helsinki. Recordé a Diego Rivera con su mural “Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central” y a mí mismo recién llegado a la ciudad en 1970, atisbando las librerías de cristal allí instaladas.
Tomé dos fotos, una de la Avenida Juárez, exclusiva para peatones y ciclistas en domingo, y otra del Palacio de Bellas Artes, que se fraguó en tiempos de Porfirio Díaz pero se hizo más tarde. Recordé al presidente Madero justo allí en Avenida Juárez, en donde se subió en un balcón –teniendo al lado al siniestro Victoriano Huerta– en su camino a Palacio Nacional por la calle de Plateros, que más tarde se convertiría en calle Madero, acompañado de los cadetes del Colegio Militar: La marcha de la lealtad.
Vi el “David” de Miguel Ángel, pero me gustaron más su “Cristo” y “La Piedad”. Me volví a admirar de que de toscos trozos de mármol esculpiera obras tan perfectas. No me gustó cómo curaron la muestra, intercalando cuadros y esculturas –copias ellas– de la Academia de San Carlos, porque confunde a los espectadores.
Los bocetos de Da Vinci me hicieron olvidar –mientras los miraba– que fue un genio en muchos otros terrenos. “Fue el hombre que más ha empleado su capacidad intelectual: solo un 20 %”, escuché decir a un maestro en la preparatoria y lo traje a colación para mí. Dos mujeres que vieron la Capilla Sixtina me contaron que ella es una maravilla. A mí me hubiera encantado ver su dibujo “El hombre de Vitruvio”, caro a mis afectos. Sentí que me quedaron a deber ambas exposiciones. Ni modo.
Caminar las calles, ver rostros y más rostros –ninguno idéntico, a menos que viera gemelos monocigóticos, y no los vi– de gente de todos los estratos sociales, excepto la alta y muy alta, que no deambulan por donde yo lo hago.
Cierto, las miasmas salen al paso en cualquier esquina o mitad de calle, pero es menos dañino a que nos salga un delincuente que nos asalte. Me planté enfrente de mi preparatoria en el antiguo Colegio de San Ildefonso. Vi los edificios aledaños que en tiempos pasados fue el barrio universitario (con el cine Goya en Carmen y Justo Sierra, que dio origen, dicen unos, no todos, a la porra de la UNAM): la antigua Escuela de Jurisprudencia, la Hemeroteca que dejó de serlo, El Colegio Nacional, la hermosa Biblioteca Iberoamericana, la antigua Escuela de Medicina en la Plaza de Santo Domingo, etcétera.
Vi en el Zócalo que el gobierno capitalino regalaba cunas a padres y madres y ofrecía diversos servicios gratuitos a su clientela, preocupado, tal vez, por el avance de la oposición. Zócalo que han tenido ocupado para que no se instalen los maestros de la CNTE y cuantos quieran allí protestar. Ello me obligó a ir a tomar el Metro justo donde refiere la leyenda que los mexicas encontraron el lago, el nopal y el águila subida en él devorando una serpiente. ¡El corazón de la patria!, ¡sí, señor!
Al llegar a la estación Pino Suárez para transbordar –¡oh, sorpresa!–, un conjunto formado por músicos maduros comenzó a tocar esta tosca, vieja y popular tonada: https://www.youtube.com/watch?v=YGbkZ7nH73c, lo cual me emocionó sobremanera poniéndome a bailar solo, ¡yo que nunca bailo! Me detuve a escuchar y a ver el espectáculo junto a decenas de personas allí reunidas. Sitio este donde en los 70 hubo librerías y compré allí mi primer libro, “El mono desnudo”, de Desmond Morris. Recordé un poster de una joven y bella mujer afroamericana sorprendida por detrás por un perrito que pugnaba en quitarle con su hocico su bikini. Fue el tiempo del auge de las estampas de “Amor es…”, Peace and Love, Charly Brown y Snoopy. Fue el tiempo de mi juventud deseosa de aprender.
Mi regreso a Ixhuatán tuvo algo del viaje que realizó Odiseo de regreso a Ítaca y que nos dejó en poema Homero. Con el deseo de llegar más rápido compré boleto de las 7:00 de la noche a Juchitán. Tardé 28 horas en llegar al pueblo debido a que en el kilómetro 193 de la carretera Transístmica se desgajó la mitad del camino. Fueron 12 horas las que estuve varado sin agua ni comida, tiempo que aproveché no solo para pensar en la famosa inmortalidad del cangrejo del que muchos hablan, sino en escuchar y urdir historias con mis compañeros de infortunios que, de silenciosos que venían, pasaron a ser lenguaraces debido a la desesperación. Yo, tranquilo, una vez me dijo el conductor que el bus tenía energía eléctrica y mecánica suficiente para estar encendido por 18 horas. “Donde yo voy va mi mundo”, les había dicho, sonriente, a unas jóvenes que les carcomía la prisa.
Un varón de Juchitán de más o menos 40 años disertó con tres personas sobre las muchas mentiras que él afirmaba escribió Andrés Henestrosa, solo que lo hizo mintiendo, ¡bonita cosa! A punto estuve de enmendarle la plana, pero me contuve al recordar que la cultura es de quien la cultiva.
Llegó el momento en que los lugareños que habitan en los 8 kilómetros que nos separaba del derrumbe acudieron a socorrer a los varados con sus vendimias. Para mí fue suficiente consumir un vaso de un supuesto arroz con leche, bien caliente, y unos churros también recién hechos que me supieron a gloria. Y una vez dejamos atrás el infortunio me puse a pensar que la vida es muy rica, tanta, que ofrece a cada instante oportunidades para crecer como persona.
Tomada de www.m-x.com.mx