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Transcurría el año 81. La colonia Lázaro Cárdenas daba sus primeros brillos y trazos. Por los rumbos vivía mi tía Francisca, al igual que las familias del tío Aarón Pavian. Quedaba exacto el terreno para que doña Juana me enviara a vender artículos de su tiendita de abarrotes. Un canasto extendido era el principal encargo para terminar: jitomates, chiles, cebollas papas, etcétera. En un cubo estaba la crema acompañada de su cucharón grande.

 

-Tienen que terminar eso que les puse y, si vienen con cosas de regreso, les voy a poner una santa paliza- decía tía Juana.

 

Ahí íbamos con mi hermano menor, Saget.

 

Principalmente, las señoras nos compraban todo para sus comidas. El problema era cuando en una casa nos encontrábamos a compañeros de la escuela. Si supieran la burla que nos hacían. Nos decían de todo, por ejemplo: “Adiós, chulas”, “Mira qué grande cadera tienes”, “Fiu, fiu, par de hembras” y un montón de cosas.El que no aguantaba las burlas era Saget porque terminaba echándole pedradas a los chamacos, y no faltó gallo que se aventara un “ranquin en aquella tierra caliente”.

 

Recorríamos toda la colonia Lázaro Cárdenas. Mucha gente nos felicitaba porque veían lo que hacíamos como algo para tomar como ejemplo. Eso era el motivo por el cual, aunque a regañadientes, cumplíamos al pie de la letra la encomienda de tía Juanita.

 

Cierta ocasión, una de esas tardes que íbamos a vender, al pasar por la esquina del panteón, nos encontramos a unos jovencitos que estaban jugando a las canicas. Aquel juego estaba tan emocionante que nos metimos en su dinámica. Veíamos cómo unos chamacos estaban ganado con una facilidad de aquellas que nos dejaba el ojo cuadrado. Así transcurrieron las horas de aquella tarde hasta caer la noche: entonces, le digo a Saget:

 

-Hey, ya nos agarró la tarde y no hemos vendido nada. Y, ahora, ¿qué vamos a hacer?

 

En ese momento, lo único que nos quedaba era jugar una estrategia: fuimos en busca de mi tía Francisca y le pedimos que nos acompañara de regreso y que le dijera a mi madre que nos pasamos toda la tarde con ella porque tenía un problema con el afán de que doña Juana no nos pegara.

 

No funcionó la estrategia porque, después de que mi tía se regresó a su casa, doña Juana sacó un cinturón y nos dio una tremenda chicoteada.

 

Reflexión: cuántas historias no se han escrito en este bello Ixhuatán, historias que se desprenden de las personas que tocan la puerta de los hogares con la sana intención de vender algún producto ya sea del mar o de otra manufactura, historias que se escriben día con día.

 

Lla venta por cambaceo se ha practicado por muchos años, y no es vergüenza decirlo. De esa actividad muchos de lo que gozamos de una profesión hemos salido adelante. Ahora, con la reforma hacendaria, ojalá y no les toque a las personas que se dedican a eso como mera necesidad. Paisanos Ixhuatecos, no les cierren las puertas porque una historia de lucha y sufrimiento existe detrás de cada persona que toca diciendo: “¿Van a comprar camarón?”.

El día que fui a vender queso y mantequilla

Clemente Vargas Vásquez

Tomada del sitio www.artistasdelatierra.com

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