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Transcurría uno de tantos meses, de esos que la vida muy especialmente me ha regalado. Recuerdo como si fuera hoy el día que mi madre especialmente me pidió fuera en ayuda de mi tía Carlota. Esta vivía a unos cuantos metros de la casa en la Cuarta Sección. Recuerdo que mi fiel amigo en eso entonces (como hasta ahora) era mi perro, al cual le había puesto el nombre de Bobby, un perrito de los que casi siempre son ignorados en la alta clase -como a nosotros, los pobres-. Él siempre me acompañaba a los mandados, al igual de un instrumento que me había obsequiado mi tío Florentino Vásquez (que, les juro, cuando me lo regaló, no le encontraba ningún sentido hasta que lo rodé por primera vez. Sentí una emoción muy especial -me refiero al cincho-).

 

Recuerdo muy claramente que la tía Lota me mando comprar un cucharón de mantequilla. En ese entonces, estaba reconocida la tienda de don Rufino Matus, a un costado de la ahora terminal de autobuses. Muy contento me gustaba ir hasta el lugar, que me quedaba muy lejos, con el pretexto que fuera. Lo que más me emocionaba era correr mi cincho, y el responsable de hacerlo era un tramo de fierro que tenía ensartado en la cacha un olote de color rojizo que había encontrado en la troja de mi tío Tino.

 

Era un momento muy especial el correr el cincho. Veía cómo mis demás primos y amigos del barrio disfrutaban esos momentos (mismos que, al estar leyendo estas líneas, se transportaran en el tiempo y revivirán esos recuerdos. Estoy seguro). Unos corrían desnudos, otros con el entusiasmo sin camisa; pero de lo que sí estoy seguro era de que nos peleábamos por ir a los mandados, y todo por culpa de ese maravilloso instrumento de juego que era el cincho, desprendido de un aro de metal que los tíos tiraban cuando cambiaban la llanta de su carreta; además, va acompañando al tambor por los dos lados, para ser más preciso.

 

El cincho fue, sin lugar a dudas, el juego del siglo para los niños Ixhuatecos. Nos gustaba rodarlo por las banquetas, nos gustaba muy especialmente el sonido que se desprendía de la fricción de los dos metales, más aun el sonido que resaltaba en las banquetas de cemento (¡híjole!, recuerdo muy especialmente que las señoras grandes me reventaban el 10 de mayo a cada rato porque precisamente a la hora de su siesta se nos ocurría correr por esas banquetas y hacer un estruendoso ruido, como cuando, por las madrugadas, lo hacía el ferrocarril que pasaba en Reforma.

 

Esa tarde, cansado de estar afectándoles en sus siestas, una señora -de la cual me reservo el nombre- me puso una trampa: se trataba de un tramo de cable previamente colocado y que, al pasar corriendo con mi cincho en su banqueta, lo elevó y, pues, me tropecé y me caí, y el panzazo fue tal que solté la bolsita de mantequilla que había ido a comprar y tiré todo su contenido.

 

Qué momentos tan hermosos me tocó vivir. El juego del cincho maravilló a muchos en Ixhuatán. Creo que ha sido el único pueblo donde se jugó. Un auténtico juego, con una magia muy especial que solo los que lo jugamos podremos entender.

 

Propuesta: ante el claro desarrollo de nuestro municipio, que en un momento no muy lejano se convertirá en una ciudad, sería de suma importancia que los gobiernos municipales pongan mucha atención en las banquetas (y recalco que son parte de la vía pública), donde las personas podamos caminar. Creo que estamos a tiempo de corregir un mal hábito que se está familiarizando en nuestra comunidad Ixhuateca.

 

Las banquetas no son de nadie en particular, son del pueblo, son vía pública.

El día que me mandaron a comprar mantequilla

Clemente Vargas Vásquez

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