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Fue en casa de mis padres donde conocí a un hombre entrado en años; bondadoso y generoso que hablaba, se vestía, caminaba y actuaba como sacerdote. Llamaba la atención en el pueblo por ser alto, blanco, ojo claro; muy afable y muy amable: un buen tipo, en suma, que me simpatizó de inmediato. “El curón”, lo llamaban por grandote, quizá sin él saberlo. José Luis Estrada, su verdadero nombre. Fue en aquel tiempo en que una frase llegó al pueblo a probar suerte: “Está cabrón, dijo el cura”. Yo había dejado el DF huérfano de mí, de donde me vine de pelada en ese año de 1980 porque vivir en la ciudad “Estaca Brown”.

 

El sacerdote y yo hablamos de todo, menos de Dios y religión católica. Lo mismo había ocurrido en mi familia durante toda la vida que entonces yo albergaba: 25 años. La religión -se me enseñó muy temprano- era asunto de mujeres y solo de vez en cuando de uno que otro varón.

 

Sospecho que Estrada visitaba la casa por ver si con la Palabra –que la imagino una especie de atarraya mágica- atrapaba a un alma atormentada para la causa de Dios, su causa. Nunca lo supe porque pronto se quitó del paisaje del pueblo. “Está en Los Ángeles, California, sirviendo a los migrantes”, me informaron una vez que pregunté por él, años después. Más tarde supe que había muerto.

 

Ido Estrada, entró al escenario de mi vida Roberto Oliveros Maqueo (1940), sacerdote jesuita (SJ). También lo conocí en casa de mis padres. Allí, una noche, platicamos largamente. Despotriqué contra las religiones dedicándole capítulo especial a la católica con su Santa Inquisición. Confundido y extraviado, culpé a las religiones, a sus fanáticos y a los abusos de estos de mi ateísmo. Blasfemé contra Dios porque, de haberlo hecho contra mí mismo, corría el riesgo del suicidio. Me escuchó atento, mirándome todo el tiempo a los ojos.

Una vez le tocó su turno, Oliveros habló con la sapiencia de un filósofo como él lo era. Me dijo, grosso modo, algo que nunca he olvidado: “Blaise Pascal por algún tiempo se negó a abrazar la misma creencia religiosa que sus vecinos, nada sabios como él que sí lo era. No creía posible que gente de aquella condición, sin interesarse gran cosa en el conocimiento de la vida y del mundo, fueran iguales a él y tuvieran los mismos derechos ante Dios. Finalmente tuvo que aceptar que, a diferencia de aquella gente que no necesitó salir del pueblo a buscar nada porque todo lo tenía allí, incluida la fe en la divinidad, a él le había sido necesario hacerlo para creer en el mismo Dios que sus vecinos creían sin tantas complicaciones”.

 

Oliveros me dedicó su tiempo y me regaló muchos cuestionamientos. Convertido él a la Teología de la Liberación, de quien se haría teórico y difusor dentro y fuera de México, en el pueblo fue calificado como comunista “robatierras”. Catequizó a gente de Cabestrada y la Colonia 20 de Noviembre, comunidades de Zanatepec, por donde dejó sembrado a Cristo Resucitado como santo patrón, según él mismo me dijo. El título de su autobiografía, “Un limitado testigo sembrador”, nos remite a su humildad, sin duda.

 

Yo ya conocía y trataba a las Hermanas de la Providencia -Verónica, Margarita, Josefina y Eva- porque vivían contiguos a mi casa. Fue allí, una noche muy temprano, donde Oliveros me presentó con Gabriel Gómez Padilla, SJ como él. “Él es el doctor Juan y no cree en Dios”, le dijo a Gabriel, quien se levantó de su asiento donde se encontraba escribiendo a máquina. “¡Otro pendejo más!”, dijo Gabriel sin pensarlo dos veces. Sorprendido e incómodo, no supe qué decir. Y, aunque Oliveros trató de suavizar la situación que se había hecho tensa, yo me dispuse a dialogar con quien de aquella manera me había agredido.

 

“Te dije lo que te dije para ver cómo reaccionabas”, me dijo Gabriel ya en la charla. Con el tiempo vendría a comprender que me sirvió de mucho aquella su “terapia” dirigida sin escrúpulos ni miramientos al ego. Y, al verlo beber cervezas y bailar en las fiestas como cualquier hijo de vecino, olvidé para siempre mi creencia de que todos los sacerdotes eran serios y solemnes. Cómo me gustó ver que los jesuitas no fueran como el común de los religiosos, que estuviesen abiertos a todos los temas sin excepción, haciendo honor a su fama histórica que arrostraban, aquella de haber sido rechazados –e incluso expulsados- de muchas partes del mundo.

 

Nunca me enteré si mis argumentos para explicar mi ateísmo convencieron o no a Roberto y a Gabriel. Tampoco me importó saberlo, me bastaba sentirme cómodo y tranquilo al conversar con ellos. Esta posibilidad de dialogar con personas inteligentes, cultas y comprensivas –ahora lo sé- me desestresaba sobremanera. Ambos se hicieron mis amigos y yo me hice amigo de ellos, tanto así que alguna vez me atreví a participar como el juez que llevó la causa de Cristo en una representación de Semana Santa en el templo de la Guadalupe en Reforma. Ellos, por su parte, me recomendaban pacientes a quienes les cobraba menos. En una ocasión me tocó improvisar un hospital, allá en la casa junto al campo de pelota Pirata, donde vivían, para trasfundir soluciones a varios sacerdotes deshidratados, atacados de diarrea por comer pastel de tres leches descompuesto. Quizá por eso y por otras acciones, Roberto un día me dijo: “Si todos fueran ateos como tú e hicieran el bien al prójimo como tú lo haces, ¡bienvenidos a la Iglesia los ateos!”.

 

Gabriel me presentó en 1984 a un médico de mi edad, Roberto G. López Camba, al parecer pariente suyo. Lo invitó al pueblo para que diera consultas gratuitas a la feligresía católica, a la Comunidad Eclesial de Base. Ello no fue posible por mucho tiempo porque fue llamado con urgencia de Guadalajara, Jalisco, de donde él era oriundo, igual que Gabriel. Antes de irse me fue a ver para saber si le entraba al quite con el trabajo en mi consultorio. Acepté hacerlo cobrando solo el cincuenta por ciento de mis honorarios, siempre y cuando me los enviara Gabriel.

 

Fui a la sacristía, donde Carlos tenía tres costales cebolleros con medicamentos, muestras médicas casi todos ellos. Me pidió que me los llevara. Me llevé uno con la promesa de volver por los otros dos otro día. Al preguntarle si regalaba los medicamentos a la gente, me dijo que  solo cobrara “una cuota de recuperación de diez pesos porque, si a la gente se le regala todo, no lo va a valorar”, me dijo. Nunca nadie acudió, desconozco por qué. El costal de medicamentos que me llevé lo tuve que tirar a la basura, caducados.

 

A Francisco Goitia Prieto (1934-2011), SJ también, lo traté menos. Buen tipo, serio la mayor parte del tiempo, a ratos sonriente, siempre cordial y respetuoso. Nació en España, pero creció en México, por lo que tuvo doble nacionalidad. Quizá por eso se llegó a decir que los jesuitas eran guerrilleros extranjeros. Lo decían también porque viajaban al extranjero por su trabajo. Fue él quien me prestó su equipo de proyección de diapositivas para dar una plática sobre sexualidad humana en la escuela secundaria, invitado por el maestro Octavio, de biología.

 

La confrontación entre los jesuitas y un sector priista de la población dio por resultado la expulsión de los primeros, acompañado de las Hermanas de la Providencia, acusados de subversivos y de dividir al pueblo al intervenir en política. Expulsión que ocurrió el 9 de noviembre de 1985. Un grupo hostil asaltó la iglesia y la sacristía, donde hallaron los costales de medicinas y, al parecer, el proyector y las diapositivas, los cuales sirvieron como “pruebas” para calumniar de promiscuos a los religiosos y religiosas. En efecto, en los costales había DIU, anticonceptivos orales e inyectables y material quirúrgico y de curación porque pertenecían al doctor Carlos, insisto.

 

Por ser mis amigos y deberles gratitud por la ayuda espiritual y psicológica recibida, me dolió y lamenté mucho lo ocurrido a los religiosos y religiosas. Estas llegaron a vernos a casa la misma tarde de la expulsión atemorizadas. Lo único que pude hacer –al no tener valor para enfrentar verbalmente a quienes los expulsaban, arma en mano- fue ser solidario con ellas. Pregunté por los sacerdotes y se me dijo que estaban bien, apoyados por una parte de la feligresía y gente de la ATEI. Feligresía que no se mantuvo fiel porque, poco tiempo después, vi emigrar a algunos a otras religiones, al parecer sin ningún pudor, vergüenza ni remordimiento porque se expresaban mal de los católicos.

 

Ya en el exilio todos ellos, me entrevisté en Coyoacán, DF, con el siempre franco y a veces malhablado Gabriel, a quien le regresé el “Diario de un mareño” y las numerosas copias de varios documentos del AGN sobre tierras e indios de la época colonial, los cuales me prestó y me fueron muy útiles para escribir mi primer libro. Me comentó que estaba metido de lleno en un proyecto que había sido su sueño, aquel de historiar la vida y obra del padre Eusebio Francisco Kino en Sonora, jesuita italiano del que se convertiría especialista. Gracias a él, en 1984 me pude entrevistar con su paisano y amigo el laureado poeta Felipe Garrido –a la sazón gerente de producción del FCE- para ver si podía dotar de un lote de libros a la biblioteca municipal Morelos. Ello no fue posible por ya no haber fondos disponibles. Pero Gabriel no me dejó con las manos vacías, me regaló 300 volúmenes de una biblioteca católica que fue daba de baja, los cuales entregué a la biblioteca. A los mareños les buscó amigos ricos que patrocinaron los murales del templo de San Francisco, eso fue lo que él me dijo.

 

De Francisco Goitia supe que vivía en la comunidad de Plátano y Cacao, del estado de Tabasco, donde fundó y dirigió por varios años el Comité de Derechos Humanos de Tabasco, A. C. Allí durante 15 años fue un verdadero revolucionario –cosa que en Ixhuatán, en los tres años que estuvo, no parecía ser- a grado tal que acaparó la atención nacional. Por eso llegó hasta él la periodista Cristina Pacheco –que escribía y escribe para La Jornada- a entrevistarlo en agosto de 1996. Nunca olvidó a Ixhuatán, por lo que, de entrada, compara la situación de su comunidad con la que encontró en nuestro pueblo. Le dice a Pacheco: “(…) donde hubo problemas semejantes a los que ahora encontramos: los caciques no ven con buenos ojos el que nosotros vayamos concientizando a la gente acerca de la necesidad de organizarse para reclamar sus derechos y tener mejores condiciones de vida''.

 

A la hermana Verónica, de muy grata recordación para mí y mi familia (me obsequió la “Biblia Latinoamericana”, la cual me encantó), la visité en Polanco, DF, donde vivía sirviendo en una casa de retiro. ¡Qué mujer más humanista, sencilla y amorosa! Años después, cuando pregunté por ella, se me dijo que había muerto, lo cual me entristeció tanto o más que si hubiera sido un familiar.

 

Por supuesto que conocí y traté a otros sacerdotes como Jorge Ávalos, Roberto Garza Evia, Romualdo Reynoso (a este en su segunda estancia, allá en Reforma, porque en su primera, la de 1977, cuando fue el primer párroco de la Candelaria, no lo vi) y Juan Ignacio Ortega. Con este último sí dialogué mucho y estuve al tanto de las negociaciones que llevó a cabo con los católicos inconformes –expulsados del templo- y las autoridades municipales para la reconciliación. Negociaciones que concluyeron felizmente en abril de 1997 luego de que la mayordomía de la Virgen de la Candelaria se dividió en dos, en 1986, lo que vino a resultar que, a partir del año siguiente, 1987, haya dos velas, aún llamadas de los ricos, una, y de los pobres, la otra. Esta, en el campo Pirata, frente al cual vivieron los jesuitas; aquella otra, en el centro, donde radica el poder priista y se encuentra la pista Candelaria.

 

Esta interesante historia la vi pasar –como todos mis contemporáneos- delante de mis ojos, consciente de su importancia. No podía ser menos tratándose de un pueblo como Ixhuatán y de personajes como los que aquí he rememorado. Para confirmar lo que digo, basta entrar a internet y buscarlos. Lo he dicho muchas veces, pero ahora lo vuelvo a repetir: ¿qué don tiene Ixhuatán que congrega a gente muy valiosa, talentosa: propia y forastera? Quizá los católicos digan que la Virgen de la Candelaria o Dios hacen ello posible. Otros dirán que es el azar –tan rico de casualidades hermosas y maravillosas- lo que lo propicia.

 

En todo ese lapso, 1980-1985, mi espíritu tuvo remansos de paz al contar con el bálsamo de personas tan lindas. Incluso hubo un tiempo que creí hablar a diario con Dios, reminiscencia de una fantasía infantil, aquella de soñar en ser santo. Pero la ciencia, otra exigente religión, me ganó siempre, por lo que sigo fiel a mi parecer que, si Dios existe, qué bueno, y si no, también qué bueno.  Yo, un tanto cartesiano, me digo: “Si vivo con amor haciendo el bien, qué más da lo uno o lo otro”.

 

El 1 de febrero del año 2009 llegó a mi casa la Hermana Margarita, aquella misma mujer que años atrás me había obsequiado la novela “Médico de cuerpos y almas”, de Taylor Caldwel, que narra la vida de San Lucas, mi santo, ya que nací el 18 de octubre. “Le va a gustar leerlo porque usted tiene mucho de San Lucas”, me dijo esa vez la religiosa y maestra. Me halagó mucho, claro. Cómo me gustó saber que la capilla de dicho santo dio albergue a los católicos expulsados, años antes de la reconciliación, la cual los congregó otra vez en el templo de la virgen, no así en las velas.

 

Pero esa vez, el aspirante a santo apenas y asomaba la cabeza en el infierno de un duelo causado por el desamor. Y me dio tanto gusto ver a Margarita que no pude contenerme y le conté de un sopetón y de manera honesta mi viacrucis. Ella no solo se solidarizó conmigo, sino que me dijo algo que quizá ya me habían dicho otras amistades, pero que dicho por ella cobró sentido: “Solo quien no vive no sufre penas”. Es  tan cierto ello como aquella otra verdad que asegura que de este mundo nadie sale vivo.

 

¡Alegres y pacíficas fiestas de la Candelaria a todos!

Curas

Juan Henestroza Zárate

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