Hace algunos años, el país pasaba para la mayoría de lo que se dijera en los noticieros de Televisa, la naciente TV Azteca o su antecesora Imevisión, las radios alineadas y los diarios apegados al scrip de lo que Gobernación o la Presidencia dijeran. Recuerdo porque es mi primer recuerdo de algo importante en la caja chica o idiota, es la parafernalia de un López Portillo bajo una lluvia de papeles, Cadillac descapotable negro, caballos del Heroico Colegio Militar, cadetes incluidos y la verborrea de los locutores del estadista que iba a bordo, sus logros por la administración pública y todas las virtudes habidas y por haber en el mundo laico.
Nada, nada entorpecía aquella escena. Los viejos veían a esa clase monacal que eran el presidente, su familia y los secretarios de Estado. Dice el dicho: “Qué bonito era lo bonito, cuando la patria tenía rumbo y eran dueños del timón, pero no de las tormentas”. Claro que para tener esa certidumbre sobre el estado que guardaba la nación se tenía plegados a sus designios, políticos, empresarios y todo aquel que presumiera ser alguien en México. Las cosas buenas pasaban en Ciudad de México; hasta para ser diputado local se requería de la auscultación del licenciado. Todo era candor y alegría.
Pero aquellos tiempos ya fueron. No vuelven. Espero. Por qué traigo a cuento esta añoranza de aquello que algún día fue y no será, pues que los humanos somos seres condicionados, nos creemos con las libertades para pensar lo que según nosotros es nuestro libre albedrío. Pues que no, que lo que en realidad somos es producir el condicionamiento. Somos seres influenciables, pues. Que repetimos ideas que no son nuestras y que de alguna manera somos una especie que como el resto del reino animal nos condicionan muchas cosas. Le cuento.
En 1951, el reconocido psicólogo estadounidense Solomon Asch fue a un instituto para realizar una prueba de visión. Al menos eso es lo que les dijo a los 123 jóvenes voluntarios que participaron –sin saberlo– en un experimento sobre la conducta humana en un entorno social. El experimento era muy simple: en una clase de un colegio se juntó a un grupo de siete alumnos, los cuales estaban en camaradería con Asch. Mientras, un octavo estudiante entraba en la sala creyendo que el resto de los jóvenes participaba en la misma prueba de visión que él.
Haciéndose pasar por oculista, Asch les mostraba tres líneas verticales de diferentes longitudes dibujadas junto a una cuarta línea. De izquierda a derecha, la primera y la cuarta medían exactamente lo mismo. Entonces Asch les pedía que dijesen en voz alta cuál de entre las tres líneas verticales era igual a la otra dibujada justo al lado. Y lo organizaba de tal manera que el alumno que hacía de testigo del experimento siempre respondiera en último lugar, habiendo escuchado la opinión del resto de compañeros.
La respuesta era tan obvia y sencilla que apenas había lugar para el error. Sin embargo, los siete estudiantes del ejercicio con Asch daban uno a uno la misma respuesta incorrecta. Para disimular un poco, se ponían de acuerdo para que uno o dos dieran otra contestación, también errónea. Este ejercicio se repitió 18 veces por cada uno de los 123 voluntarios que participaron en el experimento. A todos ellos se les hizo comparar las mismas cuatro líneas verticales puestas en distinto órdenes.
Cabe señalar que solo un 25 % de los participantes mantuvieron su criterio todas las veces que les preguntaron; el resto se dejó influir y arrastrar al menos en una ocasión por la visión de los demás. Tanto es así que los alumnos respondieron incorrectamente más de un tercio de las veces para no ir en contra de la mayoría. Una vez finalizado el experimento, los 123 alumnos voluntarios reconocieron que “distinguían perfectamente qué línea era la correcta, pero que no lo habían dicho en voz alta por miedo a equivocarse, al ridículo o a ser el elemento discordante del grupo”.
A día de hoy, este estudio sigue fascinando a las nuevas generaciones de investigadores de la conducta humana. La conclusión es unánime: estamos mucho más condicionados de lo que creemos. Para muchos, la presión de la sociedad sigue siendo un obstáculo insalvable. El propio Asch se sorprendió al ver lo mucho que se equivocaba al afirmar que los seres humanos somos libres para decidir nuestro propio camino en la vida.
Más allá de este famoso experimento, en la jerga del desarrollo personal se dice que padecemos el síndrome de Solomon cuando tomamos decisiones o adoptamos comportamientos para evitar sobresalir, destacar o brillar en un grupo social determinado. Y también cuando nos boicoteamos para no salir del camino trillado por el que transita la mayoría. De forma inconsciente, muchos tememos llamar la atención en exceso –e incluso triunfar– por miedo a que nuestras virtudes y nuestros logros ofendan a los demás. Esta es la razón por la que en general sentimos un pánico atroz a hablar en público. No en vano por unos instantes nos convertimos en el centro de atención. Y al exponernos abiertamente quedamos a merced de lo que la gente pueda pensar de nosotros, dejándonos en una posición de vulnerabilidad.
Luego entonces, a pesar de que algunos saben que lo que corre en las redes sociales luego es basura o mentira supina, se suman al linchamiento mediático desde un tuitazo o una publicación en sus muros de Facebook. Terrible, pero las redes sociales, como bien dice Umberto Eco, le da voz a cualquiera y a muchos bandidos con suelas. O sea, critican de la idiotez que propala Televisa, pero hacen exactamente lo mismo, asumiendo que somos imbéciles y que no podemos más allá del frutsi y la torta. Luego entonces, nos seguimos aprovechando, o parafraseando a Sor Juana Inés de la Cruz: somos la ocasión de lo mismo que acusáis. Humanos necios, chingau.
Tomada de www.auladefilosofia.net