Dejamos de reír para someternos a ese mundo cruel de la formalidad, ese mundo que nos dio una misión, ese mundo que nos impuso un trabajo que nunca construimos y que, por lo tanto, no fue nuestro. Un mundo conquistado por el “amor” en cuyo nombre hemos vivido los peores momentos de nuestras vidas. Y vio Dios que era bueno y anocheció y amaneció, era el noveno día. El octavo solo fue el día de revisar lo que se hizo el día anterior y pasar la cruda por la gran fiesta del séptimo día. Así fue que los días siguientes se volvieron monótonos, repetitivos, cansados y agobiantes.
Fue cuando dicen que sucedió lo que estaba inesperado, aquello que solo a los guidxas se les ocurre. Empezar a hacer las cosas por pura iniciativa, recomponer los caminos descompuestos. Empezar a revisar a detalle los caminos andados y encontrar en ellos los dolores personales y colectivos. Por eso, desde ese día, cuando algo no está bien, de pronto se siente un cosquilleo en el corazón y nos empieza a doler el dolor ajeno, nos duele el hambre, las balas lanzadas contra el enemigo que terminan dándoles a los niños que juegan a sobrevivir en la batalla.
Los más viejos y las más viejas, los que tomaron el servicio de ser memoria histórica de los pueblos, los que fueron abuelos de nuestros abuelos, los más antiguos, contaron que, cuando los corazones egoístas buscan agrandarse, se hace la guerra, que sea, empiezan a matar selectivamente a las gentes. Una vez que logran que el otro sea vencido, se reparten el territorio y se hace el negocio de la reconstrucción, dicen los más viejos, que ya tienen experiencia, que no mero es una reconstrucción pa’ dejar las cosas como estaban, sino que hacen sobre ese territorio sus propias empresas a modo.
Así contaban que hubo una guerra estúpida que encabezó un tal Calderas, que dio por resultado, según informes oficiales, 150 mil muertos. Después de esa guerra, el territorio quedó nuevamente repartido entre Los Zetas, La Familia y otros de menor nombre.
Contaron los de la memoria histórica, que sea, los más viejos, que en las guerras hay en servicio de cocina rápida y también a la carta.
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Hay unas guerras, dicen los abuelos de nuestros abuelos, que se hacen con balas y cuerpo a cuerpo, así como las policías comunitarias que están fortaleciéndose en muchos pueblos originarios
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Las hay guerras que se hacen con misiles, que sea, se lanzan con tecnología inteligente por gente estúpida y estos terminan confundiendo la cara de quien buscan y hace destrozos en comunidades enteras. Hoy podemos ver la Franja de Gaza que recibe a diario misiles estadounidenses pero con marca Israel.
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Cuentan que hubo guerras donde se lanzan bombas, que sea, bombas que hacen tanto mal, que, años después de haber estallado, siguen contaminando para matar lo que vive, esas guerras parece que no se han repetido porque es la forma más estúpida de mostrar poder. Estados Unidos tuvo tanto poder que no pudo volver a usar el territorio vencido.
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Hay otras guerras que no necesitan personificarse, que se llaman guerras biológicas. De estas dicen que no se han dado, pero pudiera ser que sí. Contaban los más viejos y viejas que, cuando los meteoritos caen o pasa, estos traen o anuncian enfermedades. Así lo cuentan porque fue cuando un meteorito pasó por estos rumbos cuando empezó a escucharse las más diversas enfermedades que nunca se habían escuchado, como el sida, el ébola, la A H1N1 -que antes llamaron gripe porcina y que empezó en Oaxaca con una mujer que no tenía cerdos y nunca salió de viaje (era trabajadora del SAT) y que se hizo una pandemia-.
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Hay otra que parece no guerra, es la guerra de baja intensidad. Esta guerra no se ve, parece pleito de vecinos. Parece una discusión simple, parece que dos grupos se pelean por la arena del río, como en Acteal, o por un terrenito y entonces se hace el pleito grande y resulta que los unos matan a los otros y parece pleito interno y resulta que el que mató mató para rentar o vender sus tierras a una empresa transnacional.
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En esta guerra de baja intensidad, dicen los abuelos, resulta que un agente municipal llama a asamblea y dice al pueblo:
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Vamo poner un poco de más orden entre nosotros porque muy atrasado andamo. Nadie nos hace caso y estamos como un pueblo marginado, entonces vamo hacer un votación para ayudar a este señor y a esta señora que van ser diputados y que nos van a ayudar pa’ no estar en el atraso.
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Nooo, no es bueno hacer eso, paisanos. Vamo dejar que cada uno elige su preferencia.
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El que no hace su votación para ayudar el pueblo es traidor al pueblo.
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Y así le van quitando uno a uno sus derechos hasta que son expulsados del pueblo.
Cuentan que esta guerra de baja intensidad también se disfraza de beneficencia. Por 100 años, como el macondo del realismo mágico, los huracanes y robos han estado presentes en la pequeña isla, pero fue hasta la actualidad cuando con helicópteros y cámaras de televisión llegaron a rescatar a los pobladores. Pero no mero llegaron antes, no, llegaron después del huracán, que sea, los gobiernos y los que quieren serlo tienen estas informaciones antes que sucedan; sin embargo, en este caso, llegaron hasta después de haber pasado el “Bárbara” y les prometieron reubicarlos para resguardar su vidas.
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Dicen los que saben que esto también es parte de la guerra de baja intensidad, que sea, se llama desplazamiento forzado.
Sucedió que los abuelos de nuestros abuelos, los más ancianos con conocimiento de la realidad y de la historia, hicieron una su asamblea para tomar acuerdo sobre qué hacer en caso de que una guerra de cualquier tipo se presentara en la comunidad.
Días y días tardaron platicando, parece que no mero tenían trabajo o que la mescaleadera estaba buena porque ahí andaban de asamblea a diario, sin acuerdo terminaba el día y la noche. Cuando ya se terminó por fin la asamblea, lo llamaron al resto del pueblo y lo dijeron:
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Habitantes y habitantas de la tierra. Nos juntamos pa’ tomar consejo en caso de una su guerra y nos dimos por enterados que la guerra ya está sobre nosotros y nos dimos cuenta de que:
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Resulta que este país tiene un gobierno sometido a los intereses de unos amigos o amigotes que se hicieron en las escueleadas, de esos que son muy cuates y que terminan pasándote la cuenta del bar, pues bueno, lo mismo pasó al gobierno actual.
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Estos amigotes que fueron los que pagaron las campañas de los diputados terminaron sometiendo el congreso. Por eso ya regresaron la constitución a tiempos de la colonia, a los tiempos del general Porfirio Díaz. Todos los beneficios son para los extranjeros.
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Que sea, dijo otro de los ancianos, los habitantes y habitantas hemos sido sometidos a la esclavitud, a la barbarie del invasor y, en nombre del desarrollo y el progreso, están destruyendo el país.
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Esto no es cuento, lo que los decimo es lo que vimos. De Cachimbo a San Francisco se van a instalar molinos de viento que van a matar la comida de nosotros. En Tapana y Zanatepec quieren poner una mina, de Aguachil a Conchalito quieren poner salineras. Y a nosotros nos invitan a reubicarnos.
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Hemos llegado al límite de ser buenos. Este es el límite de la estupidez. La guerra que estamos viviendo es un guerra de despojo, una guerra de empobrecimiento forzado, una guerra donde se nos prohíbe el uso del a razón y los sentimientos. Una guerra donde reunirse y hablar de esto que ahora les decimos es ilegal.
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Esta es la guerra más inútil, imbécil y estúpida que podamos haber tenido. ¿Qué comerán los hijos de sus hijos cuando hayamos explotado la naturaleza? ¿De qué vivirá la especie humana cuando no haya que comer? ¿Con qué derecho destruimos el único planeta que tenemos para vivir? Este es una guerra donde todos estamos incluidos, un guerra contra la vida. Los unos que son asesinos de por sí matan la tierra con sus proyectos de saqueo, los otros, que somos nosotros, la matamos con nuestra indiferencia y consumismo. Es guerra de autodestrucción.
Hubo silencio. Hubo el más largo sollozo que la historia jamás ha escuchado. Nin siquiera el más enamorado ha sollozado tanto al ver perdido el amor.
De allá a lo lejos, entre sollozo y sollozo, surgió una jovencita que, enjugándose las lágrimas, sentenció, con la enseñanza de los más viejos, que son memoria histórica:
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Dejamos de reír para someternos a ese mundo cruel de la formalidad, ese mundo que nos dio una misión, ese mundo que nos impuso un trabajo que nunca construimos y que, por lo tanto, no fue nuestro. ¿Para qué seguir siendo formales ante tanta informalidad que nos invade? Hagamos fiesta y luchemos con ella.
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Este es un mundo conquistado por el “amor”, en cuyo nombre hemos vivido los peores momentos de nuestras vidas. ¿Para qué preocuparnos tanto por el qué viene? Vamos a amarnos nosotros y nosotras. Así que hay que fortalecer nuestros lazos vecinales. Vamos a hacer obras por nuestra comunidad, vamos a repensar la comunalidad.
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Esta es la hora, compañeros y compañeras, de hacer las cosas por pura iniciativa, recomponer los caminos descompuestos. Empezar a revisar a detalle los caminos andados y encontrar en ellos los dolores personales y colectivos.
Cuentan que las armas de esta guerra desatada no son bombas ni son balas ni tampoco se necesitan misiles ni baja intensidad, se necesita toda la intensidad de nuestras vidas, se necesita vivir la tierra y el territorio, identificarnos como parte de él y no como recurso o mercancía que nos pertenece.
Cuentan los más viejos y viejas, los que guardan la memoria histórica, que se hizo una gran cadena humana. Se bailó abundante, se compartió lo cotidiano, se dijo no a la hora de decir no. Y resurgió la organización comunal. Y fue que en aquel pueblo olvidado se recuperó el sentido de su lucha, la misión de ser el pueblo que trae alegría a los otros pueblos.