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Hay en puerta elecciones a las que están invitados, teóricamente, 83 millones de ciudadanos mexicanos con derecho a votar. Elegiremos a 500 diputados federales y 1496 cargos públicos, entre ellos 9 gobernadores en igual número de estados.

 

Ya están desatadas las campañas electorales en radio, televisión e internet, y con ellas millones de spots serán transmitidos mañana, tarde y noche buscando llevar a las urnas al electorado indeciso, que hoy por hoy es el grueso de los votantes.

 

En elecciones intermedias, como las que habrán de realizarse el 7 de junio próximo, la abstención es altísima: ronda el 60 por ciento o más. Ello no obstante el problema grave de Ayotzinapa, las casas HIGA de Enrique Peña Nieto, de su esposa, Angélica –compradora compulsiva, además-, y su secretario de Hacienda, Luis Videgaray; los relojes caros del líder del PRI, César Camacho Quiroz, y un sinnúmero de desvíos y fugas de recursos por los políticos en todos los partidos. El electorado indeciso –aquel que interesa a los partidos y a sus políticos porque en ellos está el gane, no en el voto duro, que a este lo tienen cautivo, enamorado y hasta fanatizado- decidirá su voto a falta de tres o cuatro días antes de la elección, si no es que el mismo día de esta.

 

En México, muchos aún piensan que, por el simple hecho de realizarse elecciones, existe aquí democracia. Se equivocan quienes así piensan porque la democracia no es sinónimo de elecciones. Ello lo comprobamos en las dictaduras donde existen también elecciones, estas casi siempre para reelegir al gobernante en el poder. Tal fue el caso del tirano Porfirio Díaz Mori (1830-1915), quien por sí solo retrasó la democracia por más de 30 años. Y, aunque Francisco I. Madero instauró de nueva cuenta la mejor democracia de la que se tenga memoria, esta no duró gran cosa -por eso fue buena, dirán-. Lo que vino después ya se sabe: una lucha enconada y encarnizada por el poder, después del cuartelazo del espurio y usurpador Victoriano Huerta, lucha que duró años y la cual vino a terminar –con asesinatos de por medio, tal cual debe ser- en Plutarco Elías Calles, el llamado Jefe Máximo, creador del Partido Nacional Revolucionario, antecesor del PRI.

 

Hemos perdido muchas oportunidades para convertirnos en un país democrático. Ello ha sido por las ambiciones personales de caudillos, seudoestadistas mesiánicos y un electorado apático que deja todo en manos de quienes manejan el poder. No hemos tenido continuidad en sanear nuestra vida institucional por la escasa organización y poca participación popular. Ello ha desembocado en que no nos sentimos representados en el Congreso, menos en el Ejecutivo.

 

Los mexicanos hemos empujado hacia distintas direcciones dejándonos llevar muchas veces por falsos líderes o profetas que a poco de lograr lo que buscaban abandonan en el desierto a sus huestes. A veces me da la impresión de que en el mexicano, por conocer primero el sistema de gobierno de tlatoanis o reyes, persiste en la obediencia al mandamás. También pienso que, por su devoción a la Virgen de Guadalupe o al santo de su devoción, cree que las cosas las hará el Altísimo o que se darán de un día a otro, por puro milagro, tal como ocurrió –ironizo- con la llegada de Vicente Fox a la presidencia. Lástima que este hombre, en quien se depositó el voto útil de la izquierda –no mía- y las carretadas de esperanzas de un pueblo ávido de cambios, se conformó con la devoción de quienes votaron por él. La realidad mostró que no pudo ni supo hacer más.

 

En fin, ideas mías que seguramente nada tienen que ver con la realidad, ya que nadie –ni Samuel Ramos ni Octavio Paz- sabrá nunca definir qué diablos somos los mexicanos; los de aquí y ahora, quiero decir.

 

Desde 1973 -año en que comencé a votar-, he transitado en lo que bien podría llamar mi viacrucis ciudadano. Aún no olvido la primera vez que estuve delante de una urna electoral. Al depositar mi voto allá en el DF, donde vivía, temblé por mis emociones enturbiadas. Por un lado, me entusiasmaba pensar que ya tenía poder para decidir por quien me representara en el Congreso. Pero, por otro lado, el desánimo y el malestar pugnaban por quitarme dicho entusiasmo. Ambivalencia llaman a eso. Ello era así porque sabía que el PRI era hegemónico e invencible, por la buena o por la mala. Tampoco ignoraba que la oposición verdadera no solo no estaba organizada, sino ni siquiera unida en un solo frente, amén de que estaba proscrita; tal es el caso del PCM, con el que yo simpatizaba. Así que deposité un voto y marqué dicha sigla encima de los otros logos; voto inútil, pues.

 

En la elección de 1976, el PCM, aún clandestino, lanzó a Valentín Campa como su candidato. A sabiendas de que los votos serían anulados, voté por él y más tarde me enteré de que se acercó al millón de votos, también inútiles, por supuesto. Por todo ello, la rabia que albergué contra el sistema me duró años. Primero me enojé con el PRI y después con la gente que se dejaba manipular por él. Al final comprendería lo que bien dice la gente mayor: “Por algo suceden las cosas de ese modo”. El asesinato de Colosio y la entronización de Zedillo me lo confirmaron.

 

La reforma política de 1977, de la que tanto se habló en su momento, fue realizada por Jesús Reyes Heroles, entonces secretario de Gobernación, a orden expresa de su jefe, José López Portillo, a la sazón presidente de la república. Se dice que ello fue,  a resultas de que en 1976 el candidato presidencial del PRI no tuvo candidato opositor –bien fuese uno panista o uno decorativo o palero, como venía ocurriendo- que se le enfrentara. Ello, afirman, preocupó al poder, que entonces hacía honor a lo que, años después, Mario Vargas Llosa denominaría la dictadura perfecta. Fue cuando decidieron que debían dar algunas cucharadas de democracia representativa a los mexicanos. Treta o indulgencia de los políticos mexicanos, que cuando ven caer la casa sacrifican a uno que otro funcionario para seguir con el gatopardismo. En esos años también implementaron la guerra sucia y continuaron con la persecución política, por si las moscas.

 

Lo cierto era que los cambios los venía haciendo la gente desde tiempo inmemorial, desde el primer presidente que tuvimos, en 1824, por lo menos. En ese contexto, bien vale la pena decir que quien cometió el primer fraude por la presidencia de la república fue Vicente Guerrero, el mismo que indican que dijo –ironía bárbara, digo- la frase “La patria es primero”, la cual está inscrita en letras de oro en ambas cámaras del Congreso de la Unión. Cambios que se catalizaron con la represión de Gustavo Díaz Ordaz el 2 de octubre de 1968, lo cual evidenció el autoritarismo presidencialista. Luego, con la llamada Docena Trágica –sexenios del populista Luis Echeverría y del megalomaniaco José López Portillo, que acabaron de una vez por todas con los restos del famoso Milagro Mexicano de décadas pasadas-, obligó al PRI-Gobierno a realizar una maniobrara que calmara los ánimos sociales, caldeados por el mal manejo de la economía nacional y una corrupción espantosa, solo equiparable a la que el gobierno actual aplica desde sus inicios.

 

La reforma política de 1977 se puso en marcha en 1979, donde el PCM participó y obtuvo los votos suficientes para tener 18 diputados de representación proporcional, mejor conocidos como diputados plurinominales, los cuales, por cierto, pugnan que sean erradicados por costosos y que yo pienso deben seguir, por ahora. Eran 100 diputaciones las que se repartían proporcionalmente y 400 diputados de mayoría los que se disputaban, habiendo sido antes de ese año 186. El PCM, por quien voté, fue la tercera fuerza política, debajo del PAN y del PRI.

 

La inmensa mayoría de los políticos de aquellos años, aunque deshonestos muchos de ellos, contaban con estudios, eran casi siempre licenciados en algo, de verdad o de mentira, como entre  políticos suele verse. A ellos les tocó manejar un país menos poblado al actual y con menos problemas de los que hoy día se tienen. La economía mexicana era cerrada, y, cuando ella se adhirió, en 1986, primero al GATT–que terminaría transformándose en OMC en 1995- y después al TLC, en 1994, y con ello a una economía globalizaba, los cambios se aceleraron. Mismo fenómeno ocurrió en todo el mundo. El neoliberalismo tocó la puerta.

 

A partir de entonces, la población mexicana tuvo más accesos a bienes y servicios, así como a más y mejor educación. Asimismo, se crearon nuevas necesidades y con ello asuntos nuevos que resolver. Sin embargo, en el agro mexicano los cambios fueron menores, prueba de ello es que los estados con masa campesina importante siguen siendo los más pobres de México, así tengan más riqueza natural que ningún otro. Los campesinos son, sin duda, los marginados de los marginados. Y no es casual que sea en dichos estados donde el descontento popular es cada vez mayor y la manipulación política verdaderamente grosera y, por ello, ofensiva. El voto verde lo llaman. Allí se pelean los  votos con despensas, bultos de cemento, láminas de zinc o  petrolizadas, una cachucha, una bolsa de mandado, una playera, un dinero, etcétera. Todo junto o por separado. Ello es posible porque los pobres tienen palabra, y, cuando la empeñan, así sea a un vivales, saben honrarla. De eso se valen quienes medran del erario.

 

De 1994 a la fecha, México ha visto no solo crecer su población a más de 120 millones de habitantes, sino también mejorar sus niveles de bienestar. A pesar de ello, existen muchos pobres en el país, muchos que no tienen lo elemental. Hoy, México es tomado en cuenta en cuantos foros internacionales convocan las potencias mundiales. Su economía está entre las más aceptables del mundo. Tenemos, pues, logros macroeconómicos de qué enorgullecernos (donde 12 años de gobiernos panistas contaron, y contaron bien), aunque en la microeconomía sintamos vergüenza por la miseria que obligó a crear la Cruzada contra el Hambre, ad hoc para satisfacer el hambre de votos, curiosamente a cargo de una experredista, quien emigró cuando la nave de dicho partido hacía agua.

 

A los mexicanos solo nos hace falta dar el estirón, aquel paso que muchos otros países que considerábamos menos capaces que nosotros han dado: tener una  verdadera democracia que nos haga una sociedad respetable y respetuosa. Chile es un ejemplo de lo que digo; Brasil lo fue con Lula y ya no lo es más con Dilma. Cuba, ahora que vive una luna de miel con EEUU, posiblemente lo logre pronto. Conseguir la nuestra es tarea de todos, sin duda. Solo entonces tendremos políticos honestos y confiables a los que verdaderamente valga la pena apoyar y por quienes habrá que dar más que un voto cada vez que se convoca a votar. De lo contrario, seguiremos como hasta ahora: ¡ni a quién irle, carajo! Por unos muchos pagan unos pocos. Eso opino. Aun así, volveré a las urnas este 7 de junio próximo, si vivo, a depositar mi voto secreto por quien considere que vale la pena o, de lo contrario, lo anularé. Solo en tres ocasiones no he votado: cuando estuve muy enojado con los políticos de izquierda, lado del corazón en donde mejor me hallo.

 

¿Qué podemos esperar de los partidos políticos, del INE y de los actores que vamos a participar en las próximas elecciones? Lo de siempre: coacción del voto, uso de los pobres para llevar ventaja electoral, atole con el dedo, esto es, promesas que de antemano se sabe jamás van a cumplir quienes las hacen. Ahí tiene México su talón de Aquiles. La población tiene escolaridad promedio de 8.6 grados, ni siquiera rebasa la secundaria. Quiero decir que difícilmente esa gente está enterada de cuáles son sus derechos y obligaciones ciudadanas y de ellas las electorales. Por eso muchos, a la hora de votar, hacen más caso a su estómago, a su corazón o a cualquier otra víscera, menos a su cerebro.

 

A menor información, menos capacidad de elegir adecuadamente. Si a ello le agregamos la tremenda crisis de credibilidad que se tiene en el gobierno y en los políticos de toda laya, pues, difícilmente la gente acudirá a votar este 7 de junio. Unos por resentidos y otros por apatía. Sin contar que habrá quienes se abstendrán bien por voluntad propia o porque se los pidan. Quienes piden no votar son gente que tiene mayor preparación que la promedio pero que cree que dar el espectáculo de la abstención es despertarles la vergüenza a los políticos al tiempo que se exhibe nuestra triste realidad. No digo que estén del todo equivocados, pero la abstención sería un éxito en una población más educada, con leyes que lo tome en cuenta y con un gobierno sensible, no el actual, que tiene como política dejar que los problemas se pudran y se olviden. Este gobierno solo vive ensimismado en las reformas estructurales, en la riqueza compartida con los empresarios, sin darse cuenta de que el mundo está cambiando y hay más y mejores ofertas en otras naciones y hacia allá irán los capitales. Mientras ellos sueñan, la catástrofe que causarán los bajos precios del petróleo está a un tris de que nos alcance.

 

Los que queremos tener un mejor país sabemos que el abstencionismo no repercute en este afán nuestro. También comprendemos cabalmente que los políticos aquí y en todas partes buscarán siempre la manera de ganar, sea del modo que sea, “haiga sido como haiga sido”, dijo Felipe Calderón. Lo ideal fuera que quien votara no lo hiciera porque su pariente, amigo o vecino se lo pide de favor o porque le promete o le da una compensación por hacerlo. Se anhela un voto razonado, aquel que tome en cuenta la biografía y calidad del sujeto que contiende por un cargo público. Solo así se evitaría ver el espectáculo de los llamados “chapulines”, personas ambiciosas de los cargos públicos que solo buscan beneficios propios o de grupo. Chapulines a los que, cuando aseguran una plurinominal, el ciudadano no tiene modo de fumigarlos, esto es, mandarlos a su casa.

 

Es una lástima que hayamos perdido tantos años en triquiñuelas e incluso delitos electorales, que, al no ser castigados, se perpetúan. Ello ha repercutido negativamente en la nación y ha convertido a los electores en cómplices. Por eso, cuando la realidad no es la que se les prometió en cada campaña electoral, no hacen más que gritar sus malestares, quejarse sin responsabilizarse que son ellos quienes hicieron posible que personajes grises, oscuros y pillos tengan el poder que luego usan contra la gente.

 

El olmo no da peras, lo sé, pero nunca he perdido la esperanza de que México sea una verdadera democracia. Ojalá viva para contarla.

Democracia dosificada

Juan Henestroza Zárate

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