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9/12/2015

 

Los únicos aguinaldos que he recibido en mi vida fueron unos de poca monta que mis parientes y vecinos me dieron cada vez que les llevé dulces enviados por mi madre. Siempre fue así, excepto una vez, justamente la única en que mis expectativas fueron más grandes –qué digo grandes, gigantes– en cuanto al monto por recibir. Me sucedió lo mismo que plantea la fábula “La lechera y el cántaro”, de Félix María de Samaniego. Como quien dice, viví en carne propia el refrán: “Del plato a la boca se cae la sopa”. O casi.

 

Yo –y como ocurre con muchos en Ixhuatán– tuve una tía rica que no dejaba ninguna duda al respecto, ya que, antes a su nombre, se le anteponía el trato de doña. Doña Julia siempre la llamaron, hasta en casa, con ser hermana de mi padre. Pues con ella nos envió mi madre una pascua. Digo nos envió porque de último momento se me pegaron como lapa dos de mis hermanos, lo cual no solo me enojó sobremanera, sino que también me llenó de presentimientos funestos. Pero, como bien dice el refrán: “Donde manda capitán no gobierna marinero”, no me quedó más remedio que obedecer a mi madre.

 

Cuando se pertenece a una familia numerosa como es la mía es habitual que los niños se peleen constantemente por los motivos más baladíes, no se diga si en la disputa existe dinero de por medio –sin importar que este personifique a uno de esos pájaros contenidos en la segunda parte del refrán que reza: “Más vale pájaro en mano que ciento volando”.

 

Eso fue lo que ocurrió entre mis hermanos y yo: nos enfrascamos en un conflicto por el dinero imaginario, que para nosotros era solo una insinuación, una promesa, una quimera o una ilusión que, como fantasmas que son –cosa que ahora ya lo sé–, pueden no materializarse nunca por muchos que sean nuestros deseos o quizá por eso mismo.

 

Imbuidos de una mística o ambición que no solo les rebasó el tamaño de su físico, sino que también su mentalidad infantil, a mis dos hermanos no les importó que yo fuera el mayor de todos; simplemente se brincaron las trancas de mi autoridad por más que me afané en imponerla con voz firme que intentó ser autoritaria pero que fracasó desde su primer intento. Mi progenitura, pues, esa vez valió…

 

Ese día me di cuenta –porque lo viví– de que en la calle hay más libertad que en casa porque los dizque subalternos se rebelaron allí, confiados de que en ese ámbito rigen diferentes reglas si no es que se impone la ley de la selva, misma que yo practicaba con singular alegría en el núcleo familiar. Porque, si en casa no se les había ocurrido unirse contra mi autoridad, en la calle –quizá “porque les pegó el aire”, como solían decir cada vez que alguien era presa de audacia– lo primero que hicieron mis hermanos fue cohesionarse. A ellos no les importó que fueran “carne de mi carne” ni “sangre de mi sangre”, máxime que esa tarde también estaban movidos por la misma ambición que yo. Años después vine a descubrir que yo había ejercido en ellos un gobierno despótico, por lo que en cierta medida estaban molestos contra mí y deseosos de tomar venganza.

 

Yo frisaba los 12 años, mientras que mis hermanos andaban en 10 y 8, respectivamente, y se hacía real con nuestra estatura el dicho aquel que una mujer en una fiesta de los años 60, al ver a una madre entrar a la enramada seguida de la retahíla de sus chamacos, espetó: “¡Mira esa mujer, tiene hijos como marimbita!”, con lo que superó –o quizá sería mejor decir, enriqueció– lo que ya se decía en el pueblo ante tales prodigios de fertilidad, a saber: “Tener hijos en escalera”.

 

La explicación gráfica de ver a la progenitora como a una mamá pata seguida de sus patitos no recuerdo que se empleara por ese tiempo en Ixhuatán, porque de ser así hubiera quedado registrado en los anales del pueblo. Tampoco el vocablo pante se empleaba para tal menester. Mucho menos chusma, que popularizaría Doña Florinda y su hijo, Quico, como muchos bien lo saben. Plebe era el término ad hoc para calificar a tantos hijos. Manada y montón ya existían desde antes que yo naciera, no así el vocablo chamaquitero, que surgió en mis tiempos. Años aquellos en que todavía no hacía crisis el aumento de la población, por lo que había alimentos suficientes en río, mar y campo. Fue a  mi generación de mediados del siglo XX, precisamente, a la que le tocó ser protagonista de esa crisis poblacional.

 

En la calle, bajo el sol de las 3:00 de la tarde, mis dos hermanos y yo escenificamos una típica rebatiña –rebatinga se dice usual y generalmente en México– por llevar el gran plato de cerámica rebosante de dulces. Los tres queríamos entregarlo a mi tía Julia, cosa en verdad difícil, ya que pondríamos en riesgo la integridad de la entrega. Aquí debo decir que para ese momento ya me había olvidado de la orden expresa de mi madre, pero puedo asegurar que fue a mí –por ser el mayor, y en ese tiempo vaya que serlo era ventajoso para asuntos como ese, aunque para otros no lo fuera tanto, y hasta os puedo asegurar que era una desgracia, si no es que una maldición– a quien encargó entregarlo en manos de mi tía. Y, aunque me costó mucho trabajo conseguir que dicha orden se cumplimentara en mis dos hermanos –que poco antes de llegar a la casa de mi tía y plantarnos en la puerta de barandales más parecían policías y yo su preso–, finalmente fui yo quien hizo la entrega después de que los tres, al unísono, lanzamos un rotundo y esperanzador: “¡Buenas tardes!”, que retumbó en el pasillo de la que para mí era entonces la casa más hermosa del pueblo.

 

Esa tarde en ningún momento se nos ocurrió pensar a mis hermanos y a mí en la fama de mi tía –tenida en casa y en el pueblo–, que era la de ser una mujer un tanto o un mucho tacaña. Mucho menos pensamos que por no haber tenido hijos quizá los niños le fueran si no desagradables o indiferentes, al menos entes no muy apreciados por ella o de otra galaxia. Ella estaba más acostumbrada a lidiar con animales cimarrones de su rancho “La granada”, de la Isla de León,  y con personas adultas que con “chamacos lombricientos”, como muchos adultos llamaban a los niños en ese tiempo. Mi tía había bautizado, eso sí, a muchos niños y niñas ajenos, es decir, ninguno de mi casa. A nuestro saludo siempre contestaba de manera mecánica y correcta, sin mirarnos, mucho menos acariciarnos la cabeza, como solían hacerlo algunos de nuestros parientes, quienes tampoco eran amorosos así como digamos ¡qué bruto!, ¡qué bárbaro!, ya que entonces era costumbre que los hombres y mujeres de edad avanzada no demostraran afecto, ello como consecuencia de haberse criado en el catolicismo, más rancio y educado con las enseñanzas autoritarias de sus padres y abuelos herederos del Porfiriato. Gente que sus mayores la enviaba a los mandados al lanzar un escupitajo al suelo al tiempo que blandían esta amenaza: “Pobre de ti si cuando regreses ya se haya secado la saliva”.

 

Mientras mi tía venía a nuestro encuentro caminando por el largo pasillo de su casa, mis hermanos y yo tuvimos tiempo de hacer y deshacer varias sonrisas, cosa rara en nosotros, ya que solo sonreíamos en casa, donde nadie nos viera y se burlara con un clásico: “Ah, pobre, ¡guidxa vaya!”. Aquí es pertinente decir que el bullying fue muy frecuente en ese tiempo y su cura era también muy práctica: pescozones al buleador, bien fuera por cortesía del buleado, envalentonado por estar harto, o por interpósita persona –después de haber rajado con él–, este casi siempre un hermano o un pariente mayor y más cabrón, eso sí.

 

En cuanto mi tía Julia abrió su puerta, mis hermanos y yo volvimos a saludar y dimos un paso adentro. Mi tía no se habrá dado cuenta de por qué nos apretujábamos, así que tomó el plato que orondo le entregué –lo que obligó a mis hermanos a estirar sus manos fingiendo hacer lo mismo– y se dirigió muy tranquila a su cocina al final del pasillo. En el rato que estuvimos solos les volví a decir a mis hermanos que el dinero que nos diera la tía sería para quien lo recibiera. Lo dije así porque estaba muy seguro de que yo sería el elegido. Mis hermanos mantuvieron su postura del principio: repartirlo equitativamente entre los tres.

 

La vuelta de mi tía Julia interrumpió nuestro pleito casado y de inmediato entramos a un momento tenso. Ajena a él mi tía me entregó el plato limpio, recién lavado. Mi corazón palpitaba deprisa, y supongo que lo mismo le sucedía al de mis hermanos. Taquicardias que, de haber sido registradas por un monitor cardiaco, hubiesen mostrado un brusco cambio a la hora en que los tres hijos de mis padres escuchamos decir a mi tía Julia, una vez me hizo entrega del plato y nada más que el plato: “Dile a tu mamá que muchas gracias, hijo”.

 

Los tres, como si fuéramos resortes, reculamos no solo los tres pasos que habíamos avanzado por el pasillo, sino que dimos muchos más para apartarnos de la vista de mi tía Julia, quien se nos había convertido casi en el mismo diablo. Íbamos muy corridos, y hasta puedo decir que sentimentales y con deseos de llorar de rabia y de tristeza. Pero nadie se atrevió a mostrarle al otro la magnitud de su decepción, así esta se manifestara en nuestros ojos, en nuestros pasos y en nuestra postura derrotista. Fue hasta la mitad del camino de regreso a casa cuando uno de mis hermanos, el segundo, comenzó a reírse –primero tímidamente, aunque no tardó en que lo hizo ruidosamente– de los otros dos, sin percatarse de que también se burlaba de sí mismo. Fue hasta entonces que lo imitamos y nos echamos a correr para contarle a nuestra madre la versión que más nos favoreciera, quienquita llegara a tener difusión allende nuestra casa. En la versión de mis hermanos –y también en la de la realidad– obviamente era yo el más burlado y a quien adjudicaban todo el peso del fracaso de esa tarde aciaga.

 

Han pasado casi 50 años desde que ocurrió aquel desaguisado, que de inmediato se convirtió en anécdota en mi familia. Nunca más mi madre nos envió con mi tía Julia a dejarle dulces, solo le hicimos mandados. Mi ambición desmedida quedó mocha ese día en que me hizo albergar que mi tía Julia, por ser rica, me daría de aguinaldo ¡un peso!, desvarío que fue abonado porque  mi padrino Héctor siempre me daba un tostón en cada fiesta de la Candelaria, mientras que cualquier otro pariente me regalaba 10 o 20 centavos en las pascuas a cambio de los dulces. Ni modo, ¡eché pachuca!

 

Al recordar esta vivencia no me olvido de que la realidad es edulcorada solo en la niñez y que conforme uno crece y madura se manifiesta con toda su esplendente belleza o su monstruosidad terrible que desestabiliza hasta al más pintado, de tal suerte que hay días en que no da lugar para el optimismo. Sin embargo, estoy consciente de que podríamos estar peor y no lo estamos gracias a la sabiduría de la gente que siempre logra transformar lo malo en cosa buena, si no es que sabe darle la vuelta. Ahora ya sé que los remedios llegan tarde o temprano –igual que los aguinaldos para quienes trabajan– y que los más eficaces son aquellos proporcionados por toda la comunidad unida por una misma causa. De no ser así, todos los esfuerzos serán vanos y estarán siempre condenados al fracaso.

 

Así, pues, la vida acá y en todas partes se desarrolla del único modo que le es dable: con actos nimios, humildes, honestos, responsables y, llegado el momento, en cuanto el vivir se torna insoportable y canalla, con hazañas ciudadanas heroicas. Porque como bien se sabe el ser humano es capaz de actos sublimes y deleznables.

El aguinaldo

Juan Henestroza Zárate

Tomada de www.losimpuestos.com.mx

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