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Esta historia tuvo su inicio en el salón de quinto grado. Nuestro maestro era Tomás Matus Pérez. A la hora del recreo, nos juntamos un grupo de amigos; estábamos entusiasmados por la clase de ciencias naturales, donde el profesor nos enseñaba sobre los ecosistemas. Una incesante y agobiante inquietud nos invadió cuando el amigo Óscar Fuentes García hizo mención sobre una laguna en la que abundaba un sinfín de tortugas a las que les decimos por estos lugares “casquitos”.

 

Omar Sánchez, Emilio Pineda, Herminio Salinas, Óscar Fuentes y Clemente Vargas recurrimos a elaborar una estrategia para ir en busca de esos indefensos animalitos y concluimos que nos veríamos más tarde en el naranjal, nuestro punto de reunión, para ir después a una laguna que se encontraba a unos 500 metros hacia el poniente.

 

“Clemente, ¿le pediste permiso a tu mamá para venir a tortuguear?”, me dijo tía Francisca (mamá de Óscar).

 

“No, tía, no le dije, pero, con que le invente que me quedé a ensayar un bailable, con eso le juego la cabeza”, se me ocurrió contestar en el momento en que tía Chica sostenía en su mano izquierda una maza de maíz en forma de tortilla, mientras que con la derecha hacía escurrir un poco de agua del traste a un costado de la boca del horno. Estaba echando las tortillas a esa hora –claro, era la hora de la comida-.

 

Al poco rato de esperar a los amigos, nos fuimos al mencionado lugar. Al llegar, contemplé aquellas hermosas hojas extendidas en el agua. Todo estaba adornado por una hermosa flor blanca, la flor de laguna. De pronto, grita Emilio Pineda: “¡Cleme, aquí te va uno cachala! ¡Métela al costal”.

 

Muy valiente, decidido y a la vez emocionado por aquella experiencia, fui introduciendo uno a uno aquellos casquitos y llené hasta las 5:00 de la tarde tres costales de estos. A lo lejos escuchaba el murmullo de los amigos, que se referían a lo sabroso que era comerse una tortuga horneada -les juro que se me retorcían las tripas porque no había comido hasta ese momento-. De pronto, todos se quedaron callados.

 

“Hey, Cleme, escucha vas a ver”, me dijo Emilio. Entonces oí la bocina de ta Lipe, que anunciaba: “Atención, amigos que a diario transitan a sus labores, la señora Juana Vásquez Ruiz pide la colaboración de amigos, vecinos para localizar a su hijo el niño Clemente Vargas Vásquez, que muy temprano salió de su casa a la escuela y no ha regresado. Viste pantalón de mezclilla azul y camisa blanca y lleva una mochila de pana color café”.

 

En ese momento, me corrió un sudor frío por todo el cuerpo, pues sabía que había cometido una falta. Estaba reflexionando cuando por fin me localizó mi prima Argelia Vásquez Álvarez y el amigo Daniel Cazorla, quienes, casi a la par, me gritaron: “¡Cleme, desde ‘quiora’ te andamos buscando! ¡Mira si te apuras! ¡Te va a dar la madre tu mamá!”. En eso, tomé mi mochila y hasta me olvidé de las tortugas que me iban a tocar en el reparto, solo llegó a mí aquella inocente recomendación que un día me había dicho mi abuela na Marcelina Ruiz Gómez: “Cleme, cuando sientas que te va a pegar tu mamá, úntate un poco de saliva en la oreja y vas a ver que no te hace nada”. Pues, por mucha saliva que me puse, no me escapé de llevarme unos cuantos tablazos en la espalda.

 

Al cursar el sexto grado, todos los compañeros se burlaron de mí cuando, en la clase de geografía, se mencionó una calle de una ciudad que llevaba el nombre de Niño Perdido.

 

Propuesta: ante el deterioro de los ecosistemas en nuestro municipio, invito a todos los amigos y paisanos dueños de terrenos en cuya área exista una laguna natural a que la respeten y protejan, ya que es parte del patrimonio de nuestro pueblo.

El día que nos fuimos

a tortuguear

Clemente Vargas Vásquez

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