1/9/2016
Déjame un solo instante
dejar de ser grito y color.
Déjame un solo instante
cambiar de clima el corazón,
beber la penumbra de una cosa desierta,
inclinarme en silencio sobre un remoto balcón.
Deseos (1924), Carlos Pellicer
Dije en otro tiempo y lugar que salí de Ixhuatán cargando un equipaje lleno de consejos familiares. Me olvidé de algo más, si no comparable con aquellos, sí también importante, ya que formaba parte de mi universo: canciones populares. Sí, llevé dispositivos de almacenamiento emocional –como muy bien las definió alguien en TW–; no solo las canciones escuchadas en casa, sino también las que todos los días esparcían sobre el pueblo los dos altavoces que entonces rivalizaban: el de don Vidal Ruiz López y el de Alfredo López Toledo, a los que se unía en menor medida el del cine Lux, de don Alfredo López Lena. Sin contar, claro, las melodías de la radio, principalmente de la estación XEKZ, nacida en junio de 1959. Ah, también las que nos proveían las películas y muchos de los vecinos que solían cantar a voz en cuello.
Agustín Lara y José Alfredo Jiménez fueron los compositores que de inmediato despertaron mi admiración. Pedro Infante y Javier Solís, por su parte, cautivaron mi gusto con sus interpretaciones. Si digo que “Ella”, del primero, y “Esta tristeza mía”, del segundo, estremecían mi alma hasta sus cimientos, habré dado un norte de por qué montes intrincados deambulaba mi alma adolescente.
Ávido por instruirme, muy pronto en la Ciudad de México comencé a dudar y a avergonzarme de mis gustos pueblerinos al compararlos con los de los capitalinos. En la televisión, en el viejo Canal 4, el finado Jorge Saldaña hacía trizas con José Alfredo al analizar las letras de sus canciones y concluir –con sus panelistas– que eran dañinas a la sociedad por fomentar el alcoholismo, el machismo, la violencia y una actitud nada moderna ante la vida. Por el mismo tiempo Carlos Monsiváis en Siempre! hacía lo propio –muy a su estilo irónico y socarrón– con Agustín Lara. Lo mismo que harían con Chespirito en cuanto este apareció. El punto nodal era: ¿los mexicanos somos así como nos pintaban en las canciones Lara y Jiménez? Alambicado, empalagoso y cursi el uno; bronco, ignorante, cruel y vengativo, el otro.
A ratos parecía convencerme de sus posturas, no en balde Saldaña, Monsiváis y muchos otros a los que leía en los diarios eran referentes culturales. Fue cuando conocí lo que ahora llaman placer culposo al escuchar a mis admirados compositores casi de manera furtiva. ¡Háganme el favor, Chihuahua! Ello me sirvió para explorar otros ámbitos, aquellos mismos que esos autores recomendaban y otros más que descubrí en la radio, incluidas Radio Universidad y la ya extinta XELA. Pero no, ni el jazz, bossa-nova, rock, clásica u otros géneros llegué a sentir propios, así los hube escuchado por años. Ahora entiendo que a la música, como a cualquier arte, le favorece que el degustador se ponga en contacto con ella lo más temprano posible para disfrutarla. Lo mismo que ocurre en el deporte y en el hábito de la lectura, por ejemplo.
Antes de que apareciera en escena nuestro “Divo de Juárez”, Juan Gabriel, nos había comenzado a visitar Raphael en los años 60, “El Divo de Linares”. Impresionante intérprete que dejó en mí más de una emoción perenne, en Juchitán, a la par que Armando Manzanero, por cierto. Los mexicanos, homófobos, nos volcamos de inmediato en la burla a sus ademanes y poses y dejamos de lado el arte que el español desarrollaba. Y cuando entró en nuestra vida Juan Gabriel lo agarramos de nuestro puerquito, ya que se le tuvo a mano todo el tiempo. Él, por salud mental, ni nos tomó en cuenta, y su frase “Lo que se ve no se pregunta” no solo tapó bocas, sino que lo mostró de cuerpo entero y muy inteligente. Tan lo fue que al final todos lo respetamos porque lo respetamos. ¡Faltaba más!
Con Juan Gabriel de nueva cuenta se desató la controversia de si el artista nos representaba y que si era de gente culta ser admirador suyo. No solo eso, sino que, incluso, si seguirlo no delataba a un homosexual de armario. En fin, la controversia duró años, y el artista nunca cejó en su empeño de hacer lo que sabía hacer y para lo que venía destinado. Y cuando nos dimos cuenta ya no había mexicano que no bailara y cantara sus canciones, sobrios o ebrios, tristes o alegres. Juan Gabriel tiene más de una canción para cada ocasión. Y, al igual que con Jiménez –aunque ya no tanto con Lara–, conmueve a todos los púbicos sin excepción. Es el único que puede compararse legítimamente con Jiménez, y en una de esas ganarle. Cada quien, claro, ha sido genio en el tiempo que le tocó vivir. Y, al igual que a Lara, la gente irá a despedirlo en el Palacio de las Bellas Artes.
“En gustos se rompen géneros”, dice el lugar común, y es verdad. Por lo que a mí respecta, puedo decir que Juan Gabriel me ganó con el paso de los años. Me resistí hasta donde pude, y finalmente caí rendido ante su arte popular. Un arte que por mucho tiempo creí propio de la gente con poca ilustración. A ese respecto, recuerdo que mi abuela Tina Amador me hizo pensar, el día que me contó, de la adoración que le tenía la partera Hilaria –su maestra en ese arte y ciencia– a Pedro Infante, a quien tenía en retrato en su altar y que el día que aquel se mató en Mérida lo lloró como si fuera su esposo. A partir de ese día y hasta que ella murió le puso flores todos los días. Un poco por su idolatría y otro poco porque Hilaria, a quien no reconoció como su hija quien la engendró, estaba sola en el mundo. Ah, también murió olvidada –en Juchitán– de la gente a la que tanto sirvió en Ixhuatán.
También me tocó en suerte conocer, en los años 90, a otra dama solitaria, a quien una tragedia, a golpes de machete, le arrebató al único y verídico amor tenido en su vida. Muerto el amado, se refugió en la música de Juan Gabriel para salvar su vida –y quizá su alma–, que se le había tornado dolorosa a la menor insinuación. En el tiempo que la conocí se emocionaba hasta el llanto con solo escuchar a su ídolo, lo que le aliviaba sobremanera de la carga de vivir sola –aunque acompañada–, que como bien se sabe es la soledad más lacerante. Para su fortuna su artista mostró ser especialista en soledades y en levantar el ánimo deprimido o solo triste. ¡Hasta cuando nos hace llorar Juan Gabriel uno se siente aliviado!
La sencillez de las letras de las canciones de Juan Gabriel es de llamar la atención. Y, cuando no, sus arreglos magníficos. “No me vuelvo a enamorar”, por ejemplo, no deja de gustarme por todo eso; me recuerda, además, mis primeros años de haber regresado a vivir en Ixhuatán, como el “Noa Noa”, mi servicio social en un pueblo de Yucatán y, “Si quieres”, las cenizas de una gran ilusión apagada. Supo, pues, no solo recoger el sentir del ser nacido en este país, sino principalmente expresarlo sin más afán que divertir y divertirse. Para mí, la música de Juan Gabriel me hace disfrutar –porque me lo hace consciente– el tránsito de lo efímero no obstante ser irremediable. Pega en la emoción al tiempo que remueve los pensamientos transformando el momento en uno especial dotado de significado. Ni hablar, el domingo 28 la muerte tuvo permiso, diría Edmundo Valadez; lástima que esta vez se haya llevado a un magnífico artista. Ni modo. “¿Por qué? No sé. Pero fue así. Así fue”. Vale.
El Divo de Juárez
Juan Henestroza Zárate
Tomada de www.newyorker.com