El pasado 2 de julio se cumplieron 100 años de la muerte de uno de los tres oaxaqueños más famosos que hemos tenido –los otros dos son Benito Juárez y José Vasconcelos-: el general Porfirio Díaz Mori (1830-1915), sin duda, también, uno de los más polémicos personajes –si no es que el máximo- de nuestra historia patria.
Como consecuencia de la efeméride antes citada, en las últimas semanas en la prensa y la televisión se publicaron noticias en torno al héroe de la batalla del 2 de abril de 1867 y autor del Plan de Tuxtepec. Historiadores e investigadores expresaron sus opiniones en torno a la figura e importancia de Díaz, así como trascendió que uno de sus biógrafos, Carlos Tello Díaz, próximamente publicará un segundo libro sobre la vida y obra de su pariente.
Todo lo anterior indica que se busca reivindicar al dueño de la Hacienda de La Noria –obtenida esta como premio al triunfo de la segunda Independencia-, nacido en la ciudad de Oaxaca; no obstante, los investigares de la UNAM y otras academias permanecieron prácticamente callados, no así familiares y simpatizantes que en una página de Facebook con más de 7 mil seguidores pugnan en que los restos del caudillo sean repatriados ¡ya!
También se supo que el gobierno de Oaxaca solicitó formalmente sean repatriados al estado los restos de Díaz que se hallan en un modesto mausoleo del cementerio de Montparnasse, París, en donde, se dice, siempre tiene flores frescas y mensajes de admiración; no obstante, el 2 no hubo allí ningún acto privado o público para recordar la fecha. Petición que desde 1951 la ha venido haciendo la familia de Díaz con estas condiciones: “Los restos solo volverán cuando el gobierno y el pueblo así lo deseen, con honores militares, tal y como fue despedido en Francia”. Por eso no aceptaron hacerlo de manera privada cuando uno de los gobiernos de la Revolución se los autorizó, dicen.
A pesar de haber transcurrido tanto tiempo, ni el gobierno ni el pueblo de México se han puesto de acuerdo para que don Porfirio regrese a su estado natal, que es lo que, afirman, pedía él en su agonía (Martín Luis Guzmán: “Muertes históricas”. Al parecer, los gobiernos instaurados durante y después de la Revolución se han olvidado del hombre que dijo no comprender por qué una mitad de los mexicanos se alzó contra él mientras la otra mitad permanecía cruzada de brazos cuando unos y otros le debían grandes favores.
En nuestra historia nacional contamos con héroes y villanos. A vuelapluma puedo recordar a algunos de estos últimos: Moctezuma Xocoyotzin –a quien se le acusa de entregarse a Hernán Cortés sin oponerle resistencia y tener una muerte oprobiosa a su jerarquía-; los tlaxcaltecas por aliarse al mismo Cortés; Agustín de Iturbide, el primer emperador de México; general Antonio López de Santa Anna, a quien se le acusa de traidor a la patria y culpable de perder México casi la mitad de su territorio; general Victoriano Huerta, el usurpador; el general Plutarco Elías Calles, el llamado Jefe Máximo; Gustavo Díaz Ordaz, etcétera. Sartén aparte se cuecen Hernán Cortés, La Malinche, los conservadores y Maximiliano de Habsburgo; este, el segundo emperador de México. A todos ellos, a unos más y a otros menos, sus contemporáneos en su momento y la historia más tarde los han juzgado, de lo cual ha resultado desprecio y odio a sus figuras.
Ahora bien, todo el rechazo y resentimientos que dichos personajes han despertado han sido, sin objeción, por su actuación en la vida pública de México y cómo esta terminó por afectar la vida de la gente. Y don Porfirio no solo aplicó mano dura durante toda su carrera militar y su gobierno, sino que a él culpan del estallido de la guerra civil llamada Revolución de 1910. El error de Díaz, de existir, a decir de Francisco Bulnes, escritor porfirista citado por Jean Meyer, fue que su última reelección, en 1910, sobró. De haber entregado el poder, conjetura Meyer, Díaz sería recordado de otra manera, y tiene razón. Hubiera tenido la suerte, me atrevo a decirlo, de Fidel Castro, que entregó el poder antes, así haya sido a su hermano Raúl. Díaz no pudo hacerlo a pesar de anunciarlo en la famosa entrevista que le hizo James Creelman y que tanta euforia y esperanza despertó en todo el país.
A muy pocos importa la vida privada de los gobernantes, a menos que esta afecte al erario y, en consecuencia, la calidad de vida de los gobernados. Asimismo, los actos de corrupción escandalosos que han protagonizado sujetos como José López Portillo, Luis Echeverría Álvarez, Carlos Salinas, por citar solo tres ejemplos recientes, al parecer pronto se olvidan y, si se les recuerda, no concita emociones tan negativas ni duraderas en la gente. Ello quizá porque la corrupción en México, como lo definió Enrique Peña Nieto el año pasado, “es un asunto de orden cultural”, esto es, se halla en el ADN del mexicano, comenzando con los gobernantes, donde al parecer el gen es dominante y quizá mutante.
Afirman los estudiosos que para juzgar a Díaz se requiere hacer un juicio justo, realista, apegado a la verdad y a su contexto histórico. Estoy completamente de acuerdo. Pero todos sabemos que ello es, si no imposible, sí muy complicado. Ello porque los testimonios históricos que se conservan no son todos de fiar, por lo que hay que espulgar en ellos lo verídico de lo falso.
Asimismo, algunos historiadores no solo espulgan, sino expurgan o añaden –dependiendo de las filias o fobias que les despierte el personaje en estudio– lo que ellos elucubran y suponen sucedió. Por lo que toca a la figura de don Porfirio, a muchos seduce, ya que, conforme se distancia el personaje en el tiempo, parece ser que existe más comprensión de él.
Por otra parte, Jean Meyer afirma que, entre más se desprestigia la Revolución, cobran mayor relevancia el gobierno y la figura de Díaz. Por eso quizá muchos afirmen ahora que don Porfirio fue “un hombre de su tiempo” o “un simple ser humano tentado por el poder”. Otros, por su parte, dicen que fue un excelente político y administrador –virtud heredada de su madre–, así como un patriota a carta cabal y un honrado hombre de Estado, afrancesado, eso sí, con ser él criollo por línea paterna y mixteco por línea materna.
Ahora que la inseguridad en México se ha incrementado grandemente, muchos suspiran por que existiera un émulo del militar oaxaqueño para emitir una orden como la que envió al gobernador de Veracruz, Luis Mier y Terán, en 1879: “Mátalos en caliente, después averiguas”. Solo así se explica que a Felipe Calderón y a Peña Nieto no se les juzgue tan severamente a pesar de las decenas de miles de muertos –y quién sabe si no más de las que hubo en 35 años de gobierno de don Porfirio– ocurridas en poco menos de 9 años de gobiernos. Ello quizá ocurra porque el país que hoy tenemos posee más escolaridad: solo alrededor del 6.8 % (5.4 millones) es analfabeta, mientras que en los tiempos de don Porfirio era del 80 % o más. O porque vivimos en un régimen democrático con libertades que en tiempos de don Porfirio ni soñarlo.
Los gobiernos emanados de la Revolución crearon la leyenda negra de don Porfirio, así como el mito y leyenda de don Benito Juárez. Lo hicieron porque así convenía a sus intereses. Así ocurre en todas partes, además. La escuela sirvió para tales fines. Así, desde muy temprana edad se siembra en los escolares la idea de que el uno fue un tirano y dictador, mientras que el otro fue un patriota honrado a más no poder, así ambos hayan sido masones liberales e incluso Juárez le deba a Díaz mucho, pero mucho más de lo que él pudo reconocer.
El problema no es de la escuela (aunque hay quienes afirman que es la manera como el régimen manipula), sino de quienes se contentan con quedarse con esa escueta información y aceptan la manipulación ideológica e histórica. Tan ello es verdad que las nuevas generaciones muy poco saben de don Porfirio o del Porfiriato. Los jóvenes de ideología de derecha creen que en aquel gobierno hubo muchos avances económicos.
En 1992, cuando se intentó introducir en los libros de texto gratuitos una más certera información sobre el Porfiriato, de inmediato se opusieron los intelectuales de izquierda y los textos fueron retirados. Ello también se debió a que en la SEP quisieron aprovechar el viaje para ensalzar al presidente Salinas, quien estaba en plena euforia neoliberal desmantelando empresas paraestatales, “modernizando al país igual que en su momento lo hizo don Porfirio con los ferrocarriles, minería, industria, electrificación, comunicaciones, comercio e inversión extranjera, entre otros rubros”, se dijo.
Si los mismos historiadores no se ponen de acuerdo en definir al régimen de don Porfirio como una tiranía o una dictadura, mucho menos lo hará la gente común. Muchos, eso sí, al conjuro de la palabra Porfiriato vienen a su mente despojo de tierras a los campesinos e indígenas para crear grandes latifundios en manos de hacendados ricos y prepotentes que encasillaban a sus jornaleros y peones, explotándolos con sus tiendas de rayas. Algunos van un poco más allá: represiones en las fábricas de textiles de Río Blanco y la minera de cobre de Cananea, así como a indios yaquis y mayas, estos en la oprobiosa Guerra de Castas; entrega de los bienes nacionales al extranjero; servidumbre ciega al patrón, al rico, al poderoso; respeto absoluto a la propiedad de quienes poseían bienes.
Así más o menos podría la gente promedio resumir el Porfiriato. Pero evidentemente no es todo. El régimen de don Porfirio hizo muchísimas cosas más porque duró más de tres décadas y no un sexenio. Para bien y para mal.
Quienes afirman que el país alcanzó en el Porfiriato una prosperidad nunca antes vista, al mismo tiempo que se modernizaba, dicen una media verdad. Lo que ocurrió fue que los extranjeros y la oligarquía nativa explotaron los recursos naturales del país, muchas veces sin pagar compensaciones, despojando a los más pobres de sus tierras y recursos y explotándolos laboralmente. Hubo, pues, facilidades para hacer negocios, igual que ocurre ahora con las llamadas reformas estructurales. No en balde la política económica en acción en aquel tiempo era el liberalismo económico, el cual, modificado con el tiempo, desembocaría en la neoliberal de hoy día.
Cuando, en 1908, ocurrió una recesión mundial y la plata que México exportaba como ninguna otra nación dejó de tener mercado, el país comenzó a resquebrajarse y la moneda a depreciarse. Aunado a la enorme desigualdad social creada por esos mismos inversores y a factores naturales como la sequía que impactó en la producción de alimentos, vino a alterar la tan afamada pax social porfiriana, la misma que estaba basada en el positivismo que preconizaba paz, orden y progreso y que el gobierno de Díaz tradujo en “Mucha administración y poca política”.
La modernidad de Díaz y de México tocaría fondo cuando, desde las entrañas de la nación, las voces, por decenas de años apagadas, no solo comenzaron a surgir, sino que lo hicieron de manera violenta. Insurrección que encontró no solo avejentado al patriarca, sino desprevenido, quien pasaba su vida entre Palacio Nacional, el Castillo de Chapultepec y en los eventos sociales. Don Porfirio para esos momentos vivía en la fantasía que sus queridos hijos –los mexicanos- eran, si no prósperos, al menos sí felices. Creía que no tenían motivos de rebelarse porque, hasta donde él se hallaba, las noticias recibidas habían sido siempre buenas.
Continuará...
El patriarca Don Porfirio (I)
Juan Henestroza Zárate
Tomada de www.plumaslibres.com.mx