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Así como sería erróneo atribuir solo a Benito Juárez el triunfo de La Reforma y de la República Restaurada, así también sería una equivocación responsabilizar a Porfirio Díaz de todo lo bueno y todo lo malo del Porfiriato. En tales procesos queda evidente que, si bien es cierto que los máximos líderes –Juárez y Díaz- jugaron papel importante, no hubieran conseguido nada sin sus colaboradores y la masa anónima llamada pueblo. No solo eso, sino que en esas historias también estuvieron presentes aquellos que protagonizaron una férrea oposición al triunfo de tales causas liberales –porque lo fueron, así el Porfiriato haya devenido en autoritarismo autocrático, por decir lo menos.

 

Así, pues, fue el pueblo mexicano de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX el verdadero protagonista de la historia que, más tarde, los historiadores y escritores han analizado desde distintas ópticas y que le han dado a cada uno el supuesto lugar que le corresponde “entre el movimiento destructor de la historia”, como dijera Albert Camus. Este, en 1957, al recibir el Premio Nobel de Literatura, dijo también que el escritor “por definición no puede ponerse al servicio de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la sufren. Si no lo hiciera, quedaría solo, privado hasta de su arte”. Puedo decir que, sin ese pueblo moldeado por los caudillos de la hora, nada hubiera sido posible, para bien o para mal del país.

 

Las voces que pregonan que en el Porfiriato se vivió una era de paz y progreso económico al tiempo que se pusieron los cimientos de la modernidad quizá se basan en las frías estadísticas macroeconómicas de la época. Aun así, no todas ellas son halagüeñas y, si se analizan con rigurosidad, no resiste la prueba de la contundencia, ello porque se olvida que en esos finales años del siglo XIX en todo el mundo se vivía un auge económico que algunos han llamado una segunda Revolución Industrial, ola en la que don Porfirio y su gabinete supieron subirse y convertir a México en gran proveedor de materias primas que los países más desarrollados necesitaban.

 

Ítem más: la economía liberal vigente a nivel mundial propició la entrada a México de capitales extranjeros sin ninguna restricción, con lo que les permitió no solo invertir en las ramas más lucrativas, sino que les otorgó la posesión del suelo y del subsuelo mexicanos. Los extranjeros fueron, junto con la oligarquía mexicana, codueños del territorio y la riqueza nacional e hicieron con los habitantes lo que más convino a sus intereses. ¡Hasta el trabajo infantil fue explotado como en ninguna otra época!

 

México fue uno muy distinto en el Porfiriato (1876-1911) si lo comparamos con los dos primeros tercios del siglo XIX. Díaz, nacido en 1830, supo en el colegio que el siglo desde su arranque en México se vio envuelto en permanentes convulsiones sociales: guerras civiles. México primero se enfrascó en guerra para obtener su Independencia y  deshacerse de las inercias del Virreinato, este, todo un estilo de vida que beneficiaba solo a una minoría. El triunfo, finalmente, fue de los criollos, con lo que pasaron a segundo plano los mestizos, mientras que los indígenas no solo quedaron relegados, sino rezagados y muy discriminados, al igual que las demás castas. El poder, pues, fue de los criollos y Díaz –aunque poseía sangre mixteca, actuó siempre como criollo.

 

Más tarde vino la lucha contra la invasión norteamericana en la cual Santa Anna –otro amante del poder absoluto, tanto que se hizo llamar Alteza Serenísima y fue 11 veces presidente- no solo fue un bufón de la política mexicana, sino un personaje trágico, ya que con él se perdió casi la mitad del territorio de México. Ni bien México había asimilado dicho trauma, los conservadores y la Iglesia católica buscaron tener mayor poder, lo que desembocó en la Guerra de Reforma (1859-1861), en la cual Díaz participó activa y muy decididamente. Ni se diga en la segunda intervención francesa, donde participó gloriosamente con Ignacio Zaragoza en la batalla del 5 de mayo de 1862 y comandó la toma de Puebla en 1867, con lo que le facilitó a Juárez su legítimo ascenso al poder. Juárez, al que Díaz siempre calificó de indio y con quien estaba destinado a confrontarse por el poder y porque ambos –esto lo digo yo– fueron oaxaqueños y se envidiaban y temían.

 

La sociedad mexicana, clasista desde tiempos inmemoriales, no dejó de serlo con el Porfiriato, por el contrario, volvió por sus fueros, solo que ahora ya no fueron los españoles los explotadores, sino los ricos mexicanos y otros extranjeros que, con sus inversiones, expoliaron la mano de obra mexicana no solo muy barata, sino miserable (desde 7 centavos a 2.50 pesos por jornal de 12 o 14 horas). La aristocrática sociedad porfirista –encabezada por Díaz y sus funcionarios– muy pronto se despegó y aisló del pueblo y se volvió insensible a sus necesidades. Fue esa aristocracia forjada en el Porfiriato precisamente la única que gozaba de los beneficios de la modernidad (agua entubada, luz, drenaje, seguridad, préstamos bancarios, teléfono), de la que tanto hoy se blasona.

 

Durante el Porfiriato la población pasó de 9 millones en 1876 a 15 millones en 1910, consecuencia no solo de la paz, sino del instinto reproductor que el ser humano echa a andar cuando las condiciones de vida son desastrosas. El abandono social de la clase mayoritaria se reflejó en las altas tasas de mortalidad infantil y en la mortalidad en general. Un dato: la esperanza de vida en 1900 era de 30.5 años, cuando en 1895 había sido de 31.

 

Más del 77 % de la población era rural, y de este total casi el  96 % estaba formado por familias sin tierras, mientras que el 1 % de las familias era propietaria del 85 % de las tierras de cultivo, gracias a las compañías deslindadoras formadas por Díaz. Esto hizo posible que comuneros y ejidatarios fueran despojados de ellas so pretexto de hacerlas productivas, lo que revirtió en las Leyes de Reforma que el  mismo Díaz había defendido con Juárez y los liberales. De ese modo, la desigualdad social se hizo pavorosa. Por ejemplo, ocho propietarios acaparaban 22 millones de hectáreas de terrenos, uno de ellos Luis Terrazas, quien era dueño de 2 millones. Cuenta la anécdota que, cuando alguien le preguntaba si era de Chihuahua, el latifundista, que llegó a ser gobernador de ese estado, respondía: “Chihuahua es mía” (Jesús Silva Herzog, Sr.).

 

Si bien es cierto durante el Porfiriato México creció a tasas promedio del 6 % anual –China lo ha hecho mucho más en los últimos años y está catalogada como la economía número uno aunque cursa con serios problemas de su desarrollo-, la distribución de la riqueza era infame. Eso mismo sucede hoy día, en que un millón de ricos posee –sería mejor decir ¿detenta?– el 43 % de la riqueza nacional, con lo que México pertenece, por este hecho, al 25 % de los países más desiguales del mundo, en donde, como muestra de ello, cuatro individuos ostentan el 9 % del PIB, según Oxfam México.

 

Gracias al flujo de capitales y a las oportunidades que ellas brindaron nació y se fortaleció la clase media, la cual comenzó a ilustrarse y fue la que protagonizó más tarde la oposición al gobierno de Díaz y quien lo llevó al derrumbe finalmente. La plebe, los jodidos, la prole, estuvieron siempre excluidos, fueron sirvientes de aquellos y quienes padecieron injusticias, discriminación, represiones, hambre y destierro (indios yaquis a Yucatán, por ejemplo). También fueron usados como carne de cañón para unos y otros combatientes. Capítulos estos del Porfiriato que por lo común se pasan por alto, a vuelapájaro, como si tanto sufrimiento humano no contara a la hora de hacer los balances que se pretende sean verídicos y justicieros.

 

Otros renglones muy cacareados del Porfiriato, además del económico, son la paz y el orden que se gozó durante este. En efecto, hubo paz forzada utilizando al ejército y a la policía rural –necesaria para lograr el desarrollo del país, como lo dijo Díaz–, que reprimió los alzamientos contra el gobierno y cuantas protestas hubo de los descontentos, así como de las gavillas de bandoleros, productos estos de muchos años de malvivir por las constantes guerras y a la poca generación de riqueza nacional, guerras que al finalizar dejaban a tropas licenciadas –con escasa o nula instrucción-–, que no sabían hacer otra cosa más que depredar. Aunque no existen estadísticas de cuántas muertes fueron las que se necesitaron para lograr la paz porfiriana, debieron ser muchas, tantas o más que las que ha dejado la guerra contra la delincuencia organizada que con todas las de la ley inició Felipe Calderón y que aún no acaba.

 

Contrario a lo logrado por los gobiernos de Calderón y el actual de Enrique Peña –que aún no logran erradicar la delincuencia organizada–, Díaz en pocos años –desde su segundo periodo– consiguió que el miedo a alzarse contra la ley impuesta por su gobierno cundiera en todo el país. La gente, horrorizada al ver tanta crueldad gubernamental, se abstuvo de participar en sediciones y motines –bien por estar ya acostumbrada a ello o porque le asistiera la razón- y fue usada en los trabajos para producir la riqueza nacional. Díaz, ante James Creelman, justificó tanta crueldad y dijo que la sangre derramada había sido mala sangre, que la salvada era sangre buena. Similar argumento usó Calderón para justificar las muertes de inocentes caídos en los fuegos cruzados, el llamado daño colateral de toda guerra, así los gobiernos nuestros no reconozcan que sea una guerra.

 

Aquí conviene recordar que Díaz –y muchos de sus colaboradores en sus dos primeras administraciones– era un militar nato, alguien con mentalidad, si no asesina, sí muy violenta. Forjado su carácter en decenas de batallas –en varias perdió y lo tomaron prisionero, así como se dice que en la de Icamole, Nuevo León, lloró ante la derrota, donde de milagro salvó la vida–, contemplaba de muy distinta manera la existencia humana, no obstante haber sido educado en la religión católica. Recio de carácter y muy disciplinado como el mejor de los militares del mundo (admiraba enormemente a Napoleón), una vez le tomó el pulso a la nación estuvo convencido –y así lo expresa en sus memorias– de que no había mejor camino que imponer orden con las armas; no obstante, tuvo fama de conciliador y buen negociador, por lo que se dice que la violencia era el último recurso que solía utilizar aunque algunas veces no se anduvo por las ramas.

 

Si bien es cierto que a Díaz se le atribuye toda la violencia y represión del Porfiriato, faltaríamos a la verdad si no dijéramos que la época fomentaba dicha violencia, por lo que no había región o estado del país donde no se ejerciera a discreción. Antes de Díaz y una vez con Díaz, los cacicazgos proliferaron en toda la geografía nacional. Muchos de estos caciques eran antiguos militares que tenían su zona de influencia –cual delincuencia organizada actual–, de los que Díaz supo sacar provecho para pacificar al país. Con ellos trataba y toleraba sus abusos siempre y cuando conviniera a sus planes. Y, cuando no fue así, administraba la represión, ya que nadie como Díaz para saber usar el poder del Estado. Es por eso que no toda la represión corrió a cargo de Díaz. Asimismo, podría decir que alguien tenía que hacer ese trabajo, y fue él el predestinado, bien o mal de su agrado. Como militar no creía en la democracia: estaba convencido de que esta solo era aplicable en pueblos muy civilizados, y México, ante sus ojos, aún estaba lejos de serlo. ¡Y vaya que tuvo razón!

 

Aunque los opositores de Díaz –y ahora incluso algunos historiadores– dijeron que en el país nada sucedía sin que este no lo supiera, lo cierto es que ello no fue durante todo su gobierno. Ello es entendible no solo porque el general envejeció y perdió interés y lucidez, sino porque llegó un momento en que se rodeó de afines y leales gobernadores, jefes políticos, alcaldes, etcétera, en quienes confió y delegó la tarea, y estos no siempre le informaron con veracidad.

 

Las lisonjas de toda esa gente lograron que Díaz se creyera un estadista que no tenía parangón en América Latina, y en verdad no lo tuvo. El culto a la personalidad lo manifestó –cual tlatoani– al instaurar tres antesalas para poder entrevistarse con él. En ello también participó en parte su segunda esposa, Carmen Romero Rubio, de rancio abolengo y quien lo cultivó en el roce social (le enseñó inglés y francés, que medio masticó Díaz, quien sabía latín). Se dice que de militar rudo y cerrero –a él se deben frases como: “La caballada está flaca”, referida a la poca calidad de políticos candidatos, que muchos años después usó el líder obrero Fidel Velásquez; “Ese quiere su maiz” (sic), cuando le informaban que algún intelectual estaba inconforme- se hizo fino, aristocrático y afrancesado, algunos hasta dijeron que cambió su color de piel a uno más claro. Sus bigotes exuberantes, así como su vestimenta de militar con todas sus condecoraciones en el pecho y espada en mano, eran moda de la época. Lo que nunca perdió fue su seriedad y adustez.

 

En el Porfiriato fueron cambiados los emblemas nacionales para dejar atrás el pasado. Asimismo, para demostrar el boato, a todas las instituciones generadas en ese periodo se les impuso el vocablo palacio. Así, Palacio Nacional, Palacio de gobierno, Palacio municipal, Palacio de comunicaciones, Palacio de correos, Palacio de Bellas Artes, etcétera. Hasta la cárcel de máxima seguridad de la época fue llamada Palacio de Lecumberri, la cual, con el tiempo, degeneró en Palacio Negro de Lecumberri.

 

Modificada la Constitución a la medida de sus ambiciones personales –Díaz logró que el Congreso introdujera en ella la reelección inmediata y de manera indefinida en 1888, después de que se levantó en armas contra Juárez y enarboló la bandera de la no reelección y contra Sebastián Lerdo de Tejada el sufragio efectivo y la no reelección, con lo que se anticipó a Madero–, don Porfirio gobernó como un autócrata. Ello fue posible no solo por su indomable carácter, sino principalmente porque sentía ser merecedor legítimo de dicho poder ilimitado, toda vez que desde su adolescencia había prestado sus servicios militares a la causa liberal, que entonces era una sola con la de la patria. Así fue hasta que Díaz decidió revertirlo todo y ejercer un gobierno conservador de las élites, quienes siempre suspirarán al invocar su nombre. Hasta a quienes no son élite seduce la figura de don Porfirio.

 

Otro renglón que se resalta en la figura de Díaz es su honradez probada durante toda su carrera militar. Aun así, pobre no fue, ya que tuvo acciones en la petrolera El Águila. También sus descendientes tuvieron negocios lucrativos, que de seguro en algo tuvo él que ver para que fuera así (tráfico de influencias). Y, por supuesto, su esposa Carmen era rica. Todo ello se deduce al ver que en Paris vivió con bastante holgura, aunque no en el lujo desmedido. Nada comparable, por supuesto, a la riqueza insultante de nuestros actuales funcionarios y legisladores corruptos.

 

Para finalizar debo decir que a Díaz la única pasión que se le conoció fue el ejercicio del poder. Tuvo pocas debilidades, el de las mujeres no fue una de ellas. La primera vez que se enamoró fue de su sobrina Delfina Ortega, hija de su hermana Manuela, con quien se casó y tuvo hijos, aunque su primer hijo fue Amada, fruto de su relación con Rafaela Quiñones, indígena guerrerense. Se dice que tuvo amantes, una de ellas la tehuana Juana Catalina Romero y otra más la juchiteca Petrona Esteva, Tona ta’ti’. Pero de ello hablaré la próxima semana.

 

Continuará...

El patriarca Don Porfirio (II)

Juan Henestroza Zárate

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