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No todo fue guerrear para don Porfirio Díaz, también tuvo tiempo para librar múltiples batallas en los campos floridos o minados del amor. Seguramente en él, sabiéndose en permanente peligro de perder la vida, los resortes de su instinto amoroso operaron de manera distinta a la común. Aunado a que el mancebo no era feo –todo el tiempo ejercitó su cuerpo de 1.80 metros de talla en ejercicios gimnásticos, por afición y por profesión–, le habrá resultado relativamente fácil relacionarse con el sexo opuesto. De allí la fama de mujeriego que se le endilgó.

 

Un religioso, el abate Charles E. Brasseur (1814-1874), francés, quedó  impresionado en cuanto conoció a Díaz, en junio de 1859 (en su tercer viaje de cuatro que realizó a América –tres de los cuales fueron a México, de los cuales el del Istmo fue el tercero y tuvo una duración de tres semanas: inició el 6 y concluyó el 30 de junio–).

 

En su diario, titulado “Viaje por el Istmo de Tehuantepec. 1859-1860”, publicado en 1861, el abate apuntó: “(…) su aspecto y su porte me impresionaron vivamente. Zapoteca puro, ofrecía el tipo indígena más hermoso que hasta ahora he visto en todos mis viajes: creí que era la aparición de Cosijopij, joven, o de Guatemozín, tal y como me lo había imaginado a menudo. Alto, bien hecho, de una notable distinción; su rostro de una gran nobleza, agradablemente bronceado, me parecía revelar los rasgos más perfectos de la antigua aristocracia mexicana. Porfirio Díaz, por lo demás era todavía muy joven […] Sin tocar para nada las ideas políticas, puedo decir que las cualidades que mostraba en la intimidad no hacían sino justificar la buena opinión  que tuve de él, a primera vista,  y que sería de desear que las provincias de México fueran administradas por hombres de su carácter. Porfirio Díaz es, sin dudarlo un momento, el hombre de Oaxaca”. Se equivoca al decir que es zapoteca, pero qué admirable acierto al vaticinar, cual oráculo, el futuro de Díaz.

 

Impuestos de su vida guerrera y mirándolo serio y adusto en las fotografías, tal y como corresponde a la imagen de un militar, resulta difícil imaginar a Díaz como un hombre amoroso y todo lo que ello implica. Pero lo fue, principalmente con quien al parecer fue el amor de su vida: su sobrina Delfina Ortega Díaz (1845-1880), quince años menor que él, de quien se enamoró cuando ella era una niña.

 

Con Delfina se casó Díaz por poderes el 15 de abril de 1867, se dice que por estar ocupado en asuntos militares (acababa de tomar Puebla el 2 de abril). Puede ser que ello no sea del todo verídico. Lo digo porque poco antes, el 7 de abril para ser exactos, le había nacido su hija Amada (en realidad llamada Deonicia Amancise de Jesús), fruto de su relación con la soldadera guerrerense Rafaela Quiñones, la cual bautizó justamente el 15 de ese mes, día de su matrimonio por lo civil (véase http://www.codigodiez.mx/personajes/quieneralamadredeamada.html). Mes de abril muy ligado a Díaz: el 2, cuando tomó Puebla, también un 2 de abril, pero de 1880, nació la última de sus hijas, Victoria Francisca (su primer nombre en memoria de su triunfo en Puebla en 1867), quien murió el 3, cinco días antes de hacerlo su madre, con quien Díaz se casó el 7.

 

La otra boda de Díaz con Delfina, la religiosa, vendría a efectuarse muchos años después, el 7 de abril de 1880, un día antes de que ella falleciera. Por ser consanguíneos hubo necesidad de conseguir la dispensa para ambos actos: primero para contraer nupcias por lo civil y, más tarde, para hacerlo por la religión católica. Juárez le procuró lo primero, y lo segundo, el arzobispo de México, Pelagio Antonio de Labastida, que casó a Díaz con Delfina, quien agonizaba.

 

En total fueron siete los hijos procreados con Delfina, aunque solo dos llegaron a ser adultos, que, sumados a su hija Amada, fueron tres los hijos de Díaz, ya que su segunda esposa fue infértil. En eso Díaz corrió con la misma suerte de Benito Juárez, a quien se le murieron 5 vástagos menores, de los 12 que procreó con Margarita Maza, también el amor de su vida.

 

Año y medio duró viudo Díaz. En segundas nupcias, en 1881 casó con Carmen Romero Rubio (1864-1944), 34 años menor que él e hija de un rico político conservador. Como ya lo expresé en texto anterior, a ella se atribuye el refinamiento social de Díaz. Ella no solo hizo eso, sino también aceptó convivir con los hijos de Díaz en Palacio Nacional. Fue llamada “La familia real”. A ella le tocó acompañarlo al destierro, enterrarlo en Paris y abandonarlo allá en 1931, año en que se regresó a la Ciudad de México, en donde vivió de sus rentas inmobiliarias hasta que murió.

 

Como buen militar mujeriego que fue, Díaz tuvo amores por toda la geografía nacional; no obstante, solo dos mujeres más se ligan a él. La más afamada, sin duda, Juana Catalina Romero (1837-1915), tehuana. Y la casi olvidada: Petrona Esteva, juchiteca, de quien solo se sabe murió muy anciana, quizá centenaria.

 

El ya citado abate, en su diario, describe a una mujer que, a decir de los historiadores, es  Juana Catalina. Otros dudan de que lo sea con el argumento de que no era tan bella ni casquivana como lo insinúa el francés de su personaje, quien la vio por primera vez en el billar de Juan Avendaño, en Tehuantepec. Dice Brasseur: “Aunque las mujeres en Tehuantepec, exceptuando sin embargo a las criollas, son las menos reservadas que haya visto en América, tienen no obstante la suficiente modestia todavía para no presentarse en lugares públicos como este (billar, recalco). Nunca vi más que a una que se mezclaba  con los hombres sin la menor turbación, desafiándolos audazmente al billar y jugando con una dureza y un tacto incomparables. Era una india zapoteca, con la piel bronceada, joven, esbelta, elegante y tan bella que encantaba los corazones de los blancos como en otro tiempo la amante de Cortés. No he encontrado su nombre en mis notas, ya sea que lo he olvidado, o que nunca lo haya oído; pero me acuerdo que algunos, por broma, delante de mí la llamaban la Didjazá, es decir, la zapoteca, en esta lengua; recuerdo también que la primera vez que  la vi quedé tan impresionado por su aire soberbio y orgulloso, por su riquísimo traje indígena, tan parecido a aquel con que los pintores representan a Isis, que creí ver a esta diosa egipcia  o a Cleopatra, en persona. Esa noche ella llevaba una falda de una tela a rayas, color verde agua, simplemente enrollada al cuerpo, envuelto entre sus pliegues desde la cadera hasta un poco más arriba del tobillo; un huipil de gasa de seda rojo encarnado, bordado de oro; una especie de camisola con mangas cortas caía desde la espalda velando su busto sobre el cual se extendía un gran collar formado con  monedas de oro, agujereadas en el borde y encadenadas unas a otras. Su cabello, separado en la frente y trenzado con largos listones azules, formaba dos espléndidas trenzas, que caían sobre su cuello, y otro huipil, de muselina blanca plisada, enmarcaba su cabeza, exactamente con los mismos pliegues y de la misma manera que la calántica egipcia. Lo repito, jamás he visto una imagen más impresionante de Isis o de Cleopatra”.

 

Dice más el abate: que mientras a unos seducía su presencia, a otros despertaba terror; los pobres la consideraban loca o bruja, por tener  conocimientos de medicina herbolaria, y estaban convencidos de que su destreza en el billar se debía a su don esotérico. El abate dice que nunca cruzó palabra con ella y que notó algo extraño en su mirada, la que a ratos quedaba fija y empañada como la de un muerto hasta que un relámpago la revivía y causaba escalofríos al que tenía enfrente. En fin, el abate la observó en sus ausencias y le escuchó hablar en un buen castellano y con una melodiosa voz cuando hablaba el zapoteco, al que apodó el italiano de América.

 

Adrede me he extendido en estos dos personajes interesantes, Díaz y la supuesta Juana Catalina. Digo supuesta porque aún no hay consenso unánime respecto de si esa mujer tan vivamente descrita por el abate sea Juana. Tampoco se asegura que ella y Díaz hayan sido amantes. Díaz no se ocupa gran cosa de ella en sus memorias ni ella dejó testimonio de su relación; a pesar de ello, casi se asegura que esta perduró hasta que él se fue al exilio. Otros afirman que Juana fue espía y proveedora de recursos económicos a Díaz, esto último dudoso porque en ese tiempo ella no era rica. Para muchos solo fueron amigos, aunque es difícil creer que a un tipo como Díaz se le haya escapado una hembra de tal envergadura que hasta a un abate maravilló.

Por su parte, la leyenda de sus amores, terca, ha llegado hasta nosotros. Esta hace decir que el tren transístmico fue desviado de su ruta original por Díaz para pasar en medio de la ciudad y en la orilla de la casa de Juana Catalina. Asimismo, se llegó a decir que Juana salvó a Díaz en Miahuatlán al ocultarlo en su enagua.

En torno a esa leyenda, Andrés Henestrosa, en “Divagario” del 31 de mayo de 1988, escribió: “Juana Catarina Romero –la Juana Cata, de la historia y la leyenda istmeñas– fue una de las dos amigas que tuvo Porfirio Díaz cuando operó en el Istmo de Tehuantepec a fines de los años sesenta (sic) del siglo pasado […] Juana, sabía leer y escribir, hablaba el español y supo aprovecharse de la amistad de Díaz: llegó a ser la mujer más rica de Tehuantepec; tuvo labores –huertas– y trapiches: fundó escuela de monjas, otorgó becas; en su honor pasa el ferrocarril en medio de la ciudad, frente a su casa, cuyo primer escalón coincide con el último del estribo del tren; viajó a Tierra Santa”. También se dice que vivió con ciertos lujos, que se afrancesó igual que Díaz y que impuso  moda en el Istmo al dejar de vestirse como zapoteca y hacerlo como una catrina. Ah, también murió en 1915, en octubre, mientras que Díaz lo hizo en julio.

 

Para mí, todo el embrollo se debe a que no se ha prestado la atención debida a dicho asunto, esto es, se ha preferido la leyenda a la verdad. Por ejemplo, la manera como dijo el abate llamaban a Juana, la zapoteca, es posible sea una falsedad, ya que diidxazá –actual ortografía del vocablo– se llama al idioma, no a una persona en particular. En ese caso sería binnizá, zapoteco/a. Quizá el francés interpretó mal lo que escuchó. Pudo ser también que lo que escuchó haya sido la frase castellana “La istmeña”, nombre de una tienda que tuvo Juana en el barrio de San Sebastián, según se dice. O bien pudo ser que la llamaban bidxaa, bruja, o riaadxa’, vocablo este que significa carecer, faltar a obligaciones, pero que quizá fuera usado como carente de juicio, loca, ello conteste con lo que el abate dijo sobre Juana (véase diccionarios de Velma Pickett et al y Eustaquio Jiménez G.). Asimismo, habría que averiguar la ruta del tren para confirmar que lo que se dice es verdad. Todo ello, por supuesto, bien vale la pena hacerlo.

 

Por otra parte, Petrona Esteva, Tona Taati, es la otra mujer con la que se relacionó Díaz cuando estuvo en Tehuantepec, la cual ha escapado a los historiadores, por lo que se halla prácticamente en el olvido. Andrés Henestrosa, quien dijo haberla conocido, en su texto citado apuntó: “Petrona Esteva, apodada Tona Ta’Ti’ Vitu Lima: Petrona Ta’Ti’, la del capullo de lima, por aludir al que usaba en su cabello y al color verde, distintivo del partido liberal tehuantepecano  […] no sabía leer ni escribir, no hablaba el español sino solo su vieja y dulce lengua natal, el zapoteco; vestía el traje indio más primitivo: huipil y enagua de enredo, andaba descalza, se tocaba con un huipilito de encaje blanco, apenas si llevaba alguna humilde joya. Amó y sirvió a Porfirio Díaz, al que decía Porfirio, en peligrosas operaciones militares llevándole y trayéndole noticias, alimento y elementos de guerra: una mera guerrillera, una mera primera soldadera.

 

“Caminaba cada uno medio camino para encontrarse, entre Juchitán y Tehuantepec.

 

“Pasaba todos los días, al volver del mercado, por el establecimiento en que yo trabajaba. Tenía de mi patrón –Juvencio Arenas–, orden de obsequiarle a Tona Ta’ti’ una copa de mezcal. La mujer, anciana de cerca de cien años –era el año 20–, mientras apuraba su copa, hacía a los parroquianos un pormenor de su vida y andanzas. Cuando no lo había, yo fui su público. De algunas cosas me he olvidado o las recuerdo a medias […] ¿Siguió Petrona Esteva a Díaz? Si me lo contó, lo tengo olvidado. Sí creo recordar que me hizo un relato de la batalla del 5 de mayo de 1862, en la que estuvo al lado de los dos batallones de juchitecos que allí pelearon”.

 

Por su parte, Elena Poniatowska, en “Luz y luna, las lunitas”, 2007, da esta misma versión –sin citar a Henestrosa– y supone que a la tienda de Arenas acudían a emborracharse soldados, y no, eran parroquianos en general.

 

A Petrona Esteva se le recuerda en el Istmo como una mujer valiente. Se dice que, cuando vio cundir el desaliento en los combatientes de la batalla del 5 de septiembre de 1866 contra los franceses en Juchitán, arengó a los hombres en lengua zapoteca. Les  dijo: "Qué dicen pues, ¿que no les ganaron en Puebla? Si tienen miedo préstenos las armas y pónganse nuestras enaguas para ver si los sacamos o no” (El Sur, 3 septiembre, 2012). Fue suficiente para que la tropa formada por varios pueblos istmeños reanudaran con ímpetus la batalla –algunos dicen que masacre– y la ganaran.

 

Otro personaje que llegó a ser presidente de México, el general Lázaro Cárdenas –casualmente tuvo estancia en el Istmo–, fue comandante de la región militar ubicada en Ciudad Ixtepec. Seguramente también tuvo una que otra istmeña en su haber amoroso. Pero esa historia corresponde a otro lugar y ocasión. A esta que estoy a punto de concluir solo le falta añadir los últimos acontecimientos del patriarca don Porfirio, lo que haré con gusto la próxima semana. Hasta entonces.

El patriarca Don Porfirio (III)

Juan Henestroza Zárate

Tomada de www.editorial.noticiasnet.mx

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