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Transcurrían los primeros días del mes de enero. Mi madre me pidió de favor que fuera a acompañar a mi abuelo porque los coyotes estaban haciendo de las suyas: mordisqueando las sandías, que ya estaban a punto de ser cortadas. Resultaban una gran pérdida los destrozos de los coyotes y  animales nocturnos que visitaban el sembrado de tan hermosa fruta. Eran de las sandías negras, como las conocimos. Habían muchas, por cierto, en un espacio no muy grande, como de 2 hectáreas más o menos.

 

Por encargo de mi madre, me apresuro a tomar la bolsa para llevarle al abuelo lo necesario para el sustento. El sembrado mencionado estaba ubicado cerca de la Reforma Agraria Integral. Siempre me gustaba ir a ese tipo de encargos. Recuerdo que mi valor consistía en un pequeño rifle que el viejo guardaba de hacía algún tiempo. Recuerdo que llegué al sembrado como a las 4:00 de la tarde. Lo encontré tejiendo una amahaca de palma, eso sí, casi nunca se quedaba sin café, siempre lo acompañaba una jarra con agua caliente.

 

- Cleme, ¿trajiste mi cigarro?, preguntó el abuelo como si fuera agua que le hiciera falta, por lo que me recalentó un poquito con unas pequeñas frases que ya me había dicho antes, de esas cuando uno está molesto.

 

- “No”, le contesté.

 

“De por gana viniste y no trajiste mi encargo”, me respondió. “Ahorita vengo. Voy a comprarlo a La Integral. Ahí te quedas cuidando para que se te quite y te hagas hombrecito”, me ordenó. Recuerdo que no tenía experiencia de quedarme solo en un lugar, mucho menos de noche, mucho  menos en un sitio apartado que no fuera mi casa.

 

Recuerdo que ya el Sol se iba ocultando. El vuelo de algunas garzas se hacían notar como buscando un lugar para pasar la noche. El canto de los grillos y el del pavu yeu ya se escuchaban. A lo lejos escucho el currucucú de alguna paloma azul, quizás buscando a su cría. Mientras, yo temblando de miedo por la oscuridad. De pronto, no muy lejos, escucho cómo una jauría de coyotes hacía acto de presencia con su onomatopeya muy definida. Tomo el viejo rifle y trato de sacar un disparo al aire. Pero nada. Desconocía el mecanismo de aquel arma. Estaba preocupado por el aullido de los coyotes, pues pareciera que estaban a unos metros. Entonces, tomo una decisión: me subo a la enramada buscando protección por si alguno de esos animales quisiera atacarme.

 

- “Donde estás, abuelitoooooooo”, gritaba a todo lo que daba mi pulmón. Pero era en vano, nada sucedía. “¿Dónde andará el viejo?, me preguntaba. De seguro se había quedado con alguna querida por ahí, si esa era su maña. Y así transcurrieron varias horas. El abuelo no regresaba, y los coyotes haciendo de las suyas. Como a eso de las 12 de la noche, veía cómo una lucecita roja muy tenue a lo lejos se tambaleaba. Me quedé pensando si era la tisigua que contaba mi madre, solo eso me faltaba. Pero no, mientras se acercaba a mí, fui reconociendo que era mi abuelo, que nunca se despegaba su cigarro del lado izquierdo de sus labios.

 

- “Pas me jay. Flamen loy”, gritó a lo lejos. Era él hablando un inglés que se practica no sé dónde. Por lo que veía, no solo había ido por cigarros, sino que ya se había aventado varias.

 

Para que no se diera cuenta de que estaba arriba de la enramada y no me regañara por ese acto heroico mío, me quedé callado. Así transcurrieron minutos hasta que lo escuché roncar y pude bajarme. Recuerdo que, a la mañana siguiente, me preguntó:

 

“¿Dónde le pegaste, Cleme? A ver, dime”.

 

- “Pegar qué, abuelo”, respondí.

 

- “Pues al coyote, cha”, insistió.

 

- “No vi nada, abuelo”, le contesté para evitar que me regañara.

 

- “Mmm, vamos a dar una vuelta para ver qué pasó”, dijo. Grande fue la sorpresa porque había varias sandías abiertas y jugueteadas. Podía sentir ese olor inconfundible. A una le vi cómo le escurría la sangre y el gran corazón que tenía, porque decía mi abuelo que las sandías tenían corazón. Para qué les cuento. No me la acabé.

 

- “Ahora, para que se te quite lo flojo, porque no hiciste nada anoche, te vas a poner a fumigar”, ordenó.

 

- “Bueno, papá vida”, le dije.

 

- “Prepara el líquido. Ahí está el pozo. Saca el agua y le pones una latita de folidol, una latita de manzate y un cuarto de Gro-Green”. Recuerdo perfectamente las medicinas que se preparaban en ese entonces.

 

En los tiempos actuales, cuesta ya mucho trabajo sacar buena cosecha, más aun con los productos químicos agresivos que se utilizan. Es descomunal la forma en que se envenena a la fruta y el suelo.

 

Propuesta: existe un método referente a la lombricultura. Sería bueno que vayamos incursionando en ese campo. Nuestros paisanos deben pensar y trabajar mucho para recuperar la fortaleza de nuestro campo, por lo que pensar en fertilizante orgánico es, sin lugar a dudas, un elemento importantísimo para ese propósito.

El día que fui a cuidar el sandial con el abuelo

Clemente Vargas Vásquez

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