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A mitad de semana, el doctor Juan Henestroza hizo vibrar a más de uno con una excelsa narrativa sobre los festejos patrios en Ixhuatán. Sus aptitudes como historiador y literato hacen que acontecimientos del pasado sean trasladados al presente y, además, posean una actualidad tremenda para efectos culturales en nuestro pueblo y sus habitantes.

 

Aún sensibilizado por lo anterior, y tomando en cuenta la perspectiva de otro colega de este proyecto, Antonio Vásquez, sobre la relevancia de los testimonios orales, en esta ocasión trataré tres elementos simbólicos existentes en la escuela primaria Emilio Carranza hace un par de décadas.

 

A mediado de los 90, quienes estudiamos en dicha institución (y, seguramente, también los que lo hicieron en la Pablo L. Sidar, escuela que compartía instalaciones con la Emilio pero en el turno vespertino) fuimos testigos de una transición tecnológica que marcó el fin de una época y el inicio de otra: la evolución del timbre que indicaba el inicio de clases, el recreo y el término de las jornadas académicas.

 

Antes del año de 1998, la Emilio contaba con un artefacto muy peculiar para anunciar estos distintos momentos en la escuela: un trozo oxidado de un riel de ferrocarril. Este particular objeto estaba colgado de un árbol (el cual, dado que han pasado muchos años desde la última vez que estuve en ese lugar, ignoro si aún existe y cuya especie también desconozco, solo recuerdo que, en primavera, se llenaba de flores rosas hermosas que hacían una postal perfecta a un lado de la plaza cívica) atado por un alambre lo suficientemente resistente para evitar que se cayera.

 

Los dos momentos más esperados y que llenaban de emoción a los alumnos ocurrían cuando el conserje Juan Antonio Toledo accionaba este artilugio al golpear con otro fierro en repetidas ocasiones el pedazo de vía, lo cual era la señal de que el reloj marcaba las 10:00 horas y el recreo había llegado o, en su caso, daban las 12:00, 12:30 o 13:00 horas (según el grado es estudios) y había llegado el momento de partir a casa; el timbre de las 8:00 no era recibido con el mismo entusiasmo, pues indicaba que era hora de iniciar las clases.

 

Durante muchos años, este objeto formó parte del mobiliario de la Emilio, hasta que, dos años antes del fin del mundo, fue sustituido por un timbre más moderno, uno que funcionaba al presionar un conmutador y tenía mayores alcances que la alarma anterior. Hasta mis últimos recuerdos en dicha institución, este nuevo timbre permanecía (y sospecho que sigue ahí), del otro no volvimos a saber nunca.

 

Otro elemento simbólico, que, en este caso, se trataba de un lugar, se encontraba en la esquina inferior derecha (si nos situamos con dirección al norte) del campo de futbol de la escuela. Se trataba de un barranco cuya profundidad desconocíamos por tratarse de la casa del diablo. La “puerta” de este lugar era una enorme llanta, la cual, supongo que debido al paso del tiempo, las lluvias y la tierra, fue adhiriéndose cada vez más al suelo de manera que efectivamente parecía la entrada hacia un túnel (imagínense a Javier Aquino practicando futbol en un campo con una barranca dentro de este, algo ligeramente distinto a jugar en el Bernabéu o en el Camp Nou) y, según versiones de los niños, ahí habitaba este personaje. Acercarse a dicho lugar con poca presencia de personas o solo era impensable, peor aun si un silencio invadía la enorme cancha.

 

Sin embargo, el diablo no se encontraba únicamente en su casa, también se paseaba por la parcela de la Emilio, por lo cual, para quienes les correspondía hacer el aseo en determinado día de la semana, el momento de terminar era una auténtica odisea, pues había que llevar el canasto con la basura precisamente a la parcela, con el riesgo que representaba encontrarte a este personaje non grato entre los montones de desecho. La encomienda era realizada con una velocidad exorbitante que consistía en abrir la puerta de metal, entrar a la parcela, girar el canasto y regresar velozmente sin voltear a ver hacia cualquier otro lugar del basurero.

 

Con el paso del tiempo, tanto la casa del diablo como la parcela desaparecieron, de la llanta no supimos más y el basurero se convirtió en lo que hoy es el Cobao Plantel 23; Luzbel tuvo que buscar otros senderos.

 

El último y tercer elemento  no se trata de un objeto ni de un lugar, sino de una actitud de los niños. Durante las clases, en la Emilio siempre se escuchaban los gritos, regaños, instrucciones, participaciones y demás interacción en el aula; había algunos profesores más estrictos que otros, pero lo que muchos docentes no podían contener era la enjundia de sus alumnos al escuchar el sonido de un avión que volaba a una altura relativamente cercana a la escuela; en ese momento, los estudiantes interrumpían la actividad que estuvieran haciendo y corrían enérgicamente hacia el campo para ver la aeronave y decirle al piloto: “Adióoos, adióoos” hasta que esta se perdiera entre las nubes y el cielo azul.

 

Ignoro si dicha práctica permanece en la actualidad, pues es inevitable que los aviones sigan circulando por los cielos, pero las actitudes cambian, y las formas de sorprendernos, también.

Si estudiaste en la Emilio Carranza o en la Pablo L. Sidar durante los 90, seguramente tendrás en tu mente dichos recuerdos, momentos que nos hicieron reír, correr, asustarnos o gritar, pero que formaron parte de nuestra infancia y educación.

El viejo timbre, el diablo y los aviones en la Emilio Carranza

Michael Molina

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