top of page

31/10/2015

 

Tigrear en Ixhuatán en la época preinternet era todo un arte: había que ideárselas para acercarse a una cuera sin que sus papás se enteraran, buscar a una buena intermediaria –siempre fue alternativa viable una amiga cercana a la conquista– que fungiera como mensajera y a la vez colaborara en la jugada de cabeza, esperarla a la hora de la salida de la escuela para abordarla con un: “¿Te acompaño?”; si se tenía un sí como respuesta, a mostrar las mejores habilidades; si contestaba un no, a aguantar a todos aquellos que fueron testigos del rechazo.

 

Sin WhatsApp ni Facebook como herramientas, era preciso sacar los dotes de bohemio y plasmar en cartas lo que se quería decir a la susodicha. La amiga pasaba a convertirse en cartera en las dos direcciones, siempre al tanto de lo que en la correspondencia estaba escrito. Con esto me introduzco a una breve historia de desamor que vivió un joven en el Ixhuatán de ayer.

 

Para fines didácticos, llamémosle al enamorado Pedrito y a la conquista Rosita. Pedrito estudiaba en la primaria Emilio Carranza, en el turno matutino. Una tarde de otoño de principios de siglo, el chico, de 11 años, caminaba sobre la Avenida Reforma con el equipo que le tocó para hacer tarea de español cuando, de repente, apareció frente a él el ser más hermoso que había visto. El impacto debió ser tal que se quedó boquiabierto ante lo que para él era una auténtica musa. Nunca la había visto, pero, por el uniforme color verde militar, de inmediato supo que estudiaba en la Pablo L. Sidar, en el turno vespertino.

 

Tras fuertes indagaciones supo que aquella niña se llamaba Rosita y que cursaba el mismo grado escolar que él, quinto. No tardó en contactar a la mejor amiga de la joven para emprender una intensa campaña de enamoramiento. Y las misivas comenzaron su labor.

 

Emocionado, redactaba sus cartas de amor en el patio de su casa, siempre a la expectativa de no ser descubierto por sus padres. El formato de la carta estaba bien establecido: lugar y fecha, saludo, declaraciones de amor, firma, unos corazones atravesados por una flecha y un pequeño verso que, a la letra, decía:

 

“En la punta de aquel cerro

hay un pañuelo de mil colores

y en cada color se lee:

‘Rosita de mis amores’”.

 

Cabe señalar que el formato del poema era copiado por los amigos del Romeo para los amoríos de estos. Lo único que variaba era el nombre de la destinataria: “Julieta, Magnolia, Patricia de mis amores”.

 

Pese a todo su empeño, Pedrito no veía claro, pues nunca recibía una sola respuesta a sus letras. Desconfiado y con la seguridad de que podía con la encomienda, optó por cambiar de mensajero por un chico del mismo salón que Rosita. La campaña se intensificó, y en la punta de aquel cerro seguía estando el contundente mensaje.

 

Una tarde, Pedrito llegó a su casa luego de reunirse con su equipo de la Emilio. El ambiente enrarecido le indicaba que algo no andaba bien.

 

“¡Pedrito, hijo de la chingada! ¡A ti mero te estoy esperando!”, lanzó la madre del poeta. A Pedrito, asustado, solo le quedó bajar la cabeza y soportar el vendaval.

 

–¡Me mandaron traer de la Pablo porque le has estado mandando cartas a una chamaca! ¡Y es sobrina del director!

 

–No es cierto. Yo no escribí nada. Esa ni es mi letra.

 

–¡A ver, tráeme tu cuaderno!

 

No se necesitaba ser grafólogo para saber que aquel derroche de literatura era obra pura y dura del talento de Pedrito, quien no tuvo más que aceptar el hecho.

 

–Lo que me sorprende es todo lo que escribes. ¿Quién te dictó todo eso? ¿De dónde sacaste eso de: “(…) Si lo nuestro no es posible, bríndame tu amistad”? –cuestionaba la madre.

 

Un “no volverá a pasar” y mil disculpas fueron lo que pudo ofrecer aquel soldado herido de muerte.

 

Tras varios días, Pedrito se encontró con el cartero:

 

–Se pasó de lanza Rosita, hermano. Le dijo a su tío, y me pegaron una buena puteada. Me suspendieron dos días por andar llevando las cartas.

 

Como si un tornado hubiera pasado, aquel amor que con tanto celo guardaba Pedrito se hizo añicos y en su lugar quedó un vacío traicionero. Había caído el Neruda de Ixhuatán.

 

Meses después, miró con más atención a quien había sido la mensajera inicial de la historia. Como si le hubieran quitado una venda de los ojos, cayó en cuenta de que la emoción le había impedido ver que no era Rosita su gran amor, sino aquella que, silenciosa, había tenido que mantener en secreto su simpatía por el muchacho.

 

De esa manera, renació el poeta, y en la punta de aquel cerro se leía en los colores del pañuelo un nuevo nombre de doncella.

En la punta de aquel cerro

Michael Molina

Tomada de www.culturacolectiva.com

bottom of page