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El próximo sábado 26 se cumplirá un año de los acontecimientos ocurridos a los estudiantes de la Normal de Ayotzinapa, en Iguala, Guerrero. En todo ese tiempo, en vez de que se aclare el asunto, este se ha enturbiado más, tanto que al día de hoy a ciencia cierta ya no se sabe lo que vaya a pasar con él. La única certeza es que ahora existen dos posturas no solo opuestas, sino irreconciliables: la del gobierno y la que ofrecen sus opositores. Y yo no miro que esto vaya a cambiar pronto.

 

Aunque no se debe ni se puede comparar lo ocurrido en Iguala con lo que sucedió en Tlatelolco en octubre de 1968, ambos acontecimientos poseen cierta similitud como para poder extraer de ellos algunas lecturas.

 

La primera lectura, sin duda, es que ambos son actos abominables e inadmisibles en una democracia. La salvaguarda de los ciudadanos la debe garantizar el gobierno. Por desgracia, en México no ocurre así. Aquí de manera cíclica y hasta sistemática se viene dando ese tipo de acciones deleznables; masacres que horrorizan a todo el mundo por unos días –como la de migrantes en San Fernando, Tamaulipas– pero que luego, cuando se presenta el siguiente hecho horroroso, pasa a segundo plano.

 

Al parecer no solo no aprendemos del pasado, sino que parece que tomáramos a este como modelo de nuestro proceso social. ¿Por qué? Quizá porque en él hay una constante que hemos mantenido invariable entre nosotros: la impunidad.

 

La otra lectura que encuentro en ambos eventos desgraciados es la participación del Estado mexicano en ellos, aunque ciertamente con matices que hay que saber diferenciar. Así, en el 68 no hubo duda –así lo reconoció el entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz– de que fue el gobierno el orquestador de la represión a los estudiantes, así se argumentara lo que se llegó a argumentar: una amenaza real del comunismo (se vivía en plena Guerra Fría). Vistos a la distancia ese y otros argumentos invocados, como el de la disolución social, no deja de sorprender el grado de autoritarismo en que se vivía entonces.

 

Si bien es cierto que con los años se puso al descubierto que el entonces secretario de Gobernación Luis Echeverría fue el orquestador de la acción punitiva y por ende cómplice, nadie duda de que él solo obedeciera órdenes de su jefe el presidente. Duda que muchos sintiéramos despejada cuando, el 10 de junio de 1971, convertido ya en presidente, Echeverría llevó a cabo otra represión estudiantil, solo que esta vez, contrario a la bonhomía que tuvo Díaz Ordaz para con él, cobardemente le echó la culpa al entonces Jefe del Departamento del Distrito Federal, subordinado y cómplice suyo. Por supuesto que nadie le creyó.

 

En Ayotzinapa, en cambio, sí participó el Estado mexicano, solo que de manera distinta al 68. Ello se deduce en el comportamiento de las policías y del Ejército, que, en vez de proteger a quienes eran atacados, se mantuvo a la expectativa –según se dice– mientras policías de por lo menos dos niveles perpetraban el ataque conjuntamente con los delincuentes, con quienes, sin duda, estaban coludidos. Una delincuencia organizada que, por el hecho de rebasar al gobierno, hace responsable a este.

 

La responsabilidad del Estado radica al no proveer a la población de cuerpos de seguridad confiables y eficaces, no obstante haberse invertido muchos recursos en ello y haberse asegurado que se han estado depurando las policías rumbo a un mando único. Y este mando, le guste o no al gobierno y a sus simpatizantes, constitucionalmente recae en el Estado, en ninguna otra autoridad intermedia.

 

Por otra parte, en el 68 –igual que ocurrió con los sismos de septiembre de 1985– nadie supo la cifra exacta de muertos y desaparecidos, no en vano fue llamada “Guerra sucia”, mampara que empleó el Estado para combatir a su sabor a quienes se le oponían con las armas en las guerrillas, o a los sindicalistas, en las calles, entre otros grupos.

 

La opacidad y carencia de rendición de cuentas eran unas de las características de aquellos gobiernos autoritarios, conducta a la que al parecer el actual gobierno intenta recurrir para paliar una crisis que, si bien es cierto inició en un estado gobernado por políticos delincuentes perredistas –desde la presidencia municipal hasta el gobernador–, no queda claro por qué se empecinan en mantener dicha opacidad. Muchos apuestan a que es torpeza de los funcionarios, incluido el presidente de la república, quien no solo reaccionó tardísimo al evento –contrastando, por ejemplo, con lo ocurrido no hace mucho a los turistas mexicanos en Egipto–, sino que se mostró indiferente y en noviembre, en plena tensión social por lo ocurrido, viajó a China, conducta que mereció críticas dentro y fuera de México. Candil de Egipto y oscuridad de México, acaban de etiquetarlo en estos días por eso mismo.

 

¿Cómo es posible que quien debiera estar enterado de los sucesos más importantes y graves de la nación que gobierna no lo estuviera? es lo que cualquiera que tiene dos dedos de frente piensa. ¿Es que nadie le informó que la desaparición forzada de los estudiantes estaba ligada a la delincuencia organizada? ¿No avizoró el presidente –ni sus asesores– la gravedad y desmesura del acto criminal? ¿Por qué la tardanza de la PGR en atraer el caso y consecuentemente ejercer la acción de la autoridad?

 

Se le mire por donde se le mire, dichas autoridades no podrán nunca quitarse la omisión –por decir lo menos– en su responsabilidad, así como tampoco evitarán la condena unánime de la historia, tal y como hasta hoy cubre a aquellas otras autoridades que casualmente también pertenecían al PRI.

 

Particularmente pienso que, acostumbrados a gobernar de espaldas a la gente, nadie en el gobierno pensó que un asunto que parecía local llegara a tener tantas repercusiones dentro y fuera de México. Los 12 años que no estuvieron en el poder los priistas al parecer no les sirvieron de nada porque regresaron con la misma manera autoritaria de siempre. No cabe duda de que los priistas han llegado tarde a la cita con la modernidad.

 

Por desgracia, no solo el PRI no se ha modernizado, sino que tampoco lo han hecho los otros partidos, que bien vistos son burdas copias de aquel. He ahí al PRD, que, en su afán de no perderse, buscará en 2016 una vez más alianzas con el PAN, que tanto costo político le acarreó en el pasado. Paradójicamente se autollaman izquierda moderna.

 

La inmensa mayoría de políticos creen que hacer política es hacer lo que vemos que hacen: promocionar su persona y sus exiguos éxitos –pagados por todos– y culpar, cuando las cosas no salen bien, al que está debajo del escalafón. Por eso vimos que no pisó la cárcel –ni la pisará– el señor M. Alejandro Rubido García, excomisionado nacional de Seguridad y responsable de la fuga de El Chapo, sino el exdirector del penal del Altiplano y otros más a los que con sobrada razón la sociedad calificó como chivos expiatorios. Qué digo cárcel, el señor ni siquiera tuvo la dignidad de presentar su renuncia, como ocurre en las verdaderas democracias. Tampoco se la exigió el presidente, sino que este lo relevó del cargo una vez vio que los ánimos caldeados ya no lo estaban tanto. Le dio tiempo para que el viejo e ineficiente servidor público la hiciera de guía de turistas de cuantos comunicadores televisivos quisieron mostrar la cárcel a todo el país, que se supone ¡es de máxima seguridad!

 

Lo que sobrevino en el caso Ayotzinapa han sido acciones por parte del gobierno, que, en su pretensión de satisfacer a la sociedad choqueada, la ha confundido aún más. Primeramente se intentó hacer lo que es ya una costumbre en México: dar una versión rápida de los hechos más o menos creíble, a la que esta vez se etiquetó como “verdad histórica”.

 

A mí me dio la impresión de que las autoridades, en su afán de acallar los reclamos de quienes no sabían nada de sus hijos –acompañados por una sociedad que linda ya en el hartazgo–, creyeron conveniente decir lo que dijeron mientras se les ocurría cosa mejor. A sus dichos los acompañaron de un número importante de aprehensiones, como si desde siempre supieran en dónde localizar a los delincuentes del grupo criminal Guerreros Unidos o de Los Rojos, rivales de los primeros, con quienes –se dice ahora– fueron confundidos los estudiantes. Esta acción judicial hasta cierto punto expedita, si se le compara con otros casos, no asombró por eficaz, sino porque fueron contados quienes la creyeron, máxime que ahora se dice que muchas de esas personas calificadas como sicarios son albañiles o gente a la que torturaron para que confesaran un crimen que no cometieron (La Jornada).

 

Así, pues, la sociedad, escéptica como nunca antes lo había sido, poco ha creído lo que se le ha informado. La crisis de credibilidad que enfrenta el actual gobierno es grave, y al parecer aún no se ha dado cuenta. Ello ha hecho posible que hasta lo que debiera ser una prueba irrefutable –el estudio del ADN mitocondrial por parte de científicos de Innsbruck, Austria, que condujeron a reconocer que pertenecían a dos estudiantes supuestamente incinerados en el basurero de Cocula– en cualquier democracia en México no lo sea y merezca toda la desconfianza, máxime si tal información se presenta en plenos festejos patrios y tiene el añadido, al día siguiente, de la aprehensión de quien ordenó secuestrar, ejecutar e incinerar a los normalistas, Gildardo López Astudillo, “El Cabo Gil”.

 

¿Por qué existe tanta desconfianza nacional? Sencillamente por el grado de polarización social que se vive y porque en el pasado –otra vez el pasado– el gobierno en México ha demostrado hasta el cansancio que no acostumbra jugar limpio, como si el poder significara secrecía y fuera un ente siniestro. Por muchos años hemos tenido que soportar a funcionarios y políticos ineptos que cuando hacen mal las cosas nunca renuncian, solo son objeto de enroques y acomodos en puestos menores, sí, pero sin más consecuencias. Esa manera de gobernar es la que está hartando a la gente, que, además de ser robada, es engañada como si fuera menor de edad.

 

En efecto, desde siempre el gobierno mexicano apuesta a que los asuntos graves no sean atendidos de manera urgente, oportuna y correcta, sino que los deja a que se pudran, que opere en ellos el viento del olvido, los erosione y disperse en la historia, como si cualquier cosa. Ello no pudo ser con lo del 68, lo que marcó un parteaguas social que generó algunos de  los cambios democráticos que ahora se viven y que los partidos políticos al parecer pretenden borrar. Mucho menos lo será ahora en 2015, lo cual significa que, no obstante que el gobierno tiene aciertos como el control de daños derivados de la volatilidad financiera –donde mucho de ello se le debe a Agustín Cartens, quien por fortuna fue nombrado para otro periodo– y una tasa anual de inflación de 2.87, la más baja desde 1969, la corrupción e impunidad que ha mostrado le caracteriza borra todo entusiasmo de la gente en general, no digamos de los padres que quedaron sin sus hijos y de quienes son opositores al sistema.

 

Ante lo ocurrido en Ayotzinapa hay quienes claman que la tragedia se debe superar (Peña Nieto, Eraclio Zepeda al recibir la Medalla Belisario Domínguez, etcétera); otros, por el contrario, pugnan por que no se olvide. Hay también quienes se burlan (Luis González de Alba, en Nexos) de los padres huérfanos de sus hijos, acusándolos de que lucran con su propia desgracia viajando por todo el país y por el mundo.

 

Ayer nomás una dudosa defensora de los derechos humanos (consúltese en internet su verdadera historia), la señora Isabel Miranda, ha pedido que por conflicto de interés –que puso de moda este gobierno– sean separados del caso Ayotzinapa los expertos de la CIDH. En mucho de lo que dijeron Miranda y quien le acompañó –el consejero de su organización “Alto al secuestro”–  les asiste la razón, excepto en que piden evitar que el caso sea politizado, lo que a estas alturas es imposible. Tengo la impresión de que la intervención de Miranda en estos momentos más obedece a un papel que no le es ajeno: servir al gobierno. Más lo pienso porque, al tiempo que pedía lo anterior, ella dio cifras halagüeñas sobre el secuestro: dijo que entre julio y agosto descendió 21.5 %.

 

La tragedia de los normalistas de Ayotzinapa dará mucho de qué hablar. Mi opinión es que el gobierno, al no dimensionar de manera correcta el hecho, no cumplió con atingencia el debido proceso que el caso requería. Cuando intentó hacerlo, la opinión pública ya tenía sus propias sospechas, y contra esta se halla estancada la autoridad.

Por otra parte, los padres de los normalistas desaparecidos y quienes los acompañan difícilmente aceptarán que sus hijos están muertos. Muchos de ellos creen que siguen vivos, que están en poder del Ejército porque existen datos en el expediente del caso que así lo hacen sospechar. Nadie que no esté en su lugar los podrá entender. Tampoco se requiere ser paranoico para pensar que el poder es capaz de cualquier cosa, hasta de la más inimaginable.

 

Mientras los protagonistas viven en permanente tensión porque la verdad de lo ocurrido la noche del 26 de septiembre de 2014 salga a la luz, la sociedad ha estado muy atenta, cosa que no ocurrió en el 68 por el control de los medios. Por eso no creo que ahora nos conformemos con cualquier explicación. La desconfianza parece ha tomado el camino del no retorno. Así que estaremos condenados a vivir con puras conjeturas y tomar partido por uno u otro bando.

 

Asimismo, no dudo de que de todo esto surjan cambios sociales que podrán constatarse años después. No sería, además, la primera vez que un hecho de sangre cambie a un país. Tampoco que un hecho judicial se convierta en una bandera política. Aquí encuentro otra lectura que empariento con lo ocurrido en el 68. Mientras esta represión transitó de la tragedia a ser catalizador de cambios que requería la sociedad, Ayotzinapa también puede tomar ese derrotero. Tampoco tengo la menor duda de que ambos hechos pertenecen ya a los anales de nuestra historia patria.

Enredo a la mexicana

Juan Henestroza Zárate

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