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Gusto deambular por las redes sociales del mismo modo que si lo hiciera por un paseo empedrado y franqueado de frondosos árboles. Allá me encanta hacer pausas, leer de principio a fin una noticia, un post o enlace que, a ojos vistas, me parece interesante, igual que si me sentara a pensar en una de esas bancas con que suelen embellecer los buenos paseos.

 

Me fascina la diversidad de noticias al alcance de la mano, digo, de un clic, un toque. En internet nunca nada es igual, lo mismo ocurre con los instantes de la vida; igual con todos y cada uno de los guijarros que guarnecen un camino. Y sin proponérmelo, manes de la memoria, recuerdo un paseo que en muchas ocasiones recorrí, solo por puro gusto: la Avenida Miguel Ángel de Quevedo, desde División del Norte hasta el tramo de la Avenida Insurgentes, en el inolvidable DF, un espacio del que mi memoria se apropió desde los tiempos de estudiante universitario, en los que solía frecuentar la librería Gandhi, ubicada por allí.

 

En la Gandhi encontraba los estímulos necesarios –como hoy los hallo en internet- para echar al vuelo la imaginación. Los títulos de los libros me eran más que suficientes. Los hermosos títulos, los más poéticos o literarios quiero decir, me hacían guiños, me llamaban en susurros, me sonreían, me incitaban y excitaban a tomar el libro, abrirlo, olerlo, ponerle los ojos en el primer renglón, que es por donde los libros enamoran, igual que una mujer lo hace con un imperceptible movimiento de ojos, labios, cabeza o cadera. Esa primera frase no es una contraseña de Hotmail, sino un ¡ven a mis brazos, cariño!

 

Los mejores escribidores –como se llamó Vargas Llosa a sí mismo en su novela que algunos recuerdan- siempre subyugan, enamoran y apasionan al lector, novato o con experiencia en lecturas, hasta convertirlo en un fiel seguidor suyo. Qué importa que el autor no sea un dechado de virtudes y su vida sea más desgraciada que la del peor desgraciado de la Tierra. Son sus letras, las que ellas dicen, bien sea de manera educada, insolente, violenta, angustiante, escatológica o terrorífica, las que interesan a quien las lee. Es el tema planteado lo que asombra, por la manera como lo desarrolla. Son los secretos que va uno desvelando los que gustan. Es la capacidad de sustraernos de la realidad, de arrancarnos los pensamientos –obsesivos o compulsivos, eso no importa-, lo que admira de un buen texto de un buen autor. En fin, es el arte –aunque muchos no lo sepan definir, reconocer o aceptar- lo que envuelve al lector/a, transportándolo a mundos imaginarios o reales (mundos, esto sí, siempre suyos), transformándolo/a muy a su gusto o muy a su pesar.

 

Otras veces no solo es un buen título, sino también una buena portada/cara/tapa lo que atrae de un libro. Allí está plasmada la visión de un artista de la lente, del pincel, del lápiz o del diseño, quien no solo pretende vender el texto, sino mostrar su arte, su propio código y comprensión del texto y del autor. Y ocurre lo mismo que con el buen título, el lector cae rendido ante el arte del diseñador, avasallado por la belleza que se muestra, que es el fin último de toda obra de arte.

 

El buen escritor se hace una vez ha nacido con esa vocación. Lo que Octavio Paz dijo, que el poeta es 1% inspiración y 99% transpiración, es verdad. Dominar una profesión u oficio requiere desarrollar al máximo las habilidades que se poseen, habilidades que todos los días requerirán practicarse. Pablo Picasso alguna vez recomendó a los pintores noveles, palabras más palabras menos, esto: “Primero aprende a dibujar a la perfección y después puedes deformar lo que dibujes”. Entre nosotros, el mejor ejemplo de lo dicho por el español es José Luis Cuevas.

 

En efecto, en todo escribidor lo primero es aprender el oficio de ser lector. De allí que todo escritor siempre tiene ingente pasión por leer indiscriminadamente todos los libros, revistas, folletos, etc., que caigan en sus manos. De ese ejercicio ineludible obtendrá lineamientos, sacará en limpio sus gustos. Quienes no son llamados para la escritura abandonan justo aquí. Los escribidores persistirán en su empeño de la primera hora, remontándose al Parnaso.

 

Las nuevas tecnologías han modificado la manera de aprender el oficio de escritor. Lo que no ha cambiado es que quien quiera serlo por fuerza tiene que leer… o escuchar leer, si está impedido para hacerlo.

Claro que hay genios, aquellos individuos que poco o nada leen pero escriben de la manera que quieren y son geniales por originales. Estos sujetos tienen antecedentes culturales que les allanó el camino del arte literario: desayunaron, comieron y cenaron escuchando a personajes de la cultura, las artes, la política y los negocios. Tienen, como quien dice, mucho que contar.

 

Poseen, asimismo, un amplio e inmejorable vocabulario, exquisito este, propio de las clases sociales donde la pobreza no asoma su cara. Y, cuando el sujeto sobresaliente lo hace en medio de la pobreza, también se debe a que su lenguaje es rico por haber conocido las entrañas de su medio, donde la jerga/caló es magistral y literariamente bien manejado.

 

Como quien dice, para ser un buen escritor –uno que perdure a través del tiempo y no solo de best sellers- se requiere la misma estrategia que exige “La Bamba” para llegar al cielo: “De una escalera grande y otra chiquita”, que, traducido al tema que nos ocupa, significa muchas lecturas y poca escritura, esta sí, de calidad.

 

Concluyo que, en todo tiempo, ser escritor requiere leer, estar informado de lo que ocurre en derredor y más allá, saber quiénes están haciendo lo mismo, por qué lo hacen, cómo lo hacen. Tomar dominio del lenguaje, del idioma. Tener un estilo propio, una manera peculiar de contar las historias; manejar temas preferidos, aquellos que se conocen mejor. Nunca olvidar que todo escritor no se hace de la noche a la mañana, que tampoco acertará siempre. Él debe aspirar, porque es su deber, a la maestría, sabiendo que esta se adquiere con la práctica constante, con el paso del tiempo y con la anuencia de los lectores, quienes son una de las razones –y no la menor- de ser del arte literario.

Escribidores

Juan Henestroza Zárate

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