29/6/2016
Fue en los años 60, en Ixhuatán, cuando supe que mis paisanos, desde quién sabe cuándo, se trasladaban a trabajar a otros estados, principalmente a Chiapas y Veracruz. Uno de ellos me contó los pormenores del corte de la caña en algún pueblo de Veracruz y las condiciones en que vivían los trabajadores durante los días de cosechas. Otro más me habló de la pizca de algodón en la costa de Chiapas, e igualmente refirió las malas condiciones del trabajo y del escaso salario. Cada uno, con su charla, hizo que me compadeciera de su suerte. Para fortuna suya jamás repitieron la experiencia. “Prefiero comer tortilla con sal aquí en mi tierra y junto a mi familia que andar de rodante”, me dijo cada uno por su lado, a guisa de conclusión.
No fueron esos dos de los primeros asalariados en salir del pueblo en busca del sustento. En el archivo municipal de Ixhuatán encontré un testimonio al respecto. Tiene fecha de 27 de septiembre de 1929 y es un salvoconducto que otorga el entonces presidente municipal, Efraín Nieto, a los siguientes señores: Mariano Castillo, Ángel Cueto, Víctor Cueto, Sabulón Castillo, Zenón Salinas, Ruperto Fernández, Francisco Castillo, Falconery Castillo, Fidel Cueto, Gabino Martínez, Juan Zárate, Margarito Pineda, Juventino Villalobos, Felipe Ordaz, Sinforiano Aquino, Marcos Santos, Ignacio Calderón, Bonifacio Calderón, José Rementería, Mariano Zímota Jr., Adrián Enríquez, Dionicio Francisco y Paulino Martínez, individuos que “(…) por circunstancias especiales se trasladan a la población de Pueblo Nuevo, Chis., contratados por el Señor Leonides Castillejos a efectuar trabajos manuales en la finca del Señor Miguel Lavín de aquella jurisdicción”, se lee. Antes de ser contratista, el señor Leonides Castillejos, en 1903, fue panadero; después, se dedicó a la compraventa de bestias. A decir de Joel Henestrosa Nieto, fue a Leonides a quien vendió Andrés Henestrosa su caballo, pero este dijo que quien se lo compró fue Manuel Algarín –muerto en 1929– en la estación del tren en Reforma, en diciembre de 1922.
En los años 60 era frecuente ver que escasearan trabajadores para el corte del ajonjolí no solo en Los Ladrillos –donde dicho cultivo fue el rey–, sino también en los chahuites. A mí me tocó ver madurar en la parcela una cosecha de mi padre, quien no halló manos con sus vecinos del rancho donde vivíamos ni en el pueblo. Entonces, ¿por qué salía la gente a trabajar fuera si trabajo lo había en el municipio? Quizá por el espejismo de mejores salarios, producto ello, me atrevo a suponer, porque en los años 50 algunos vecinos de Reforma de Pineda se atrevieron a cruzar la frontera norteamericana para ganar dólares. Fueron los primeros braceros –que poco después serían llamados mojados–, de los que casi nadie se acuerda y que cuando lo hacen solo un nombre destacan: don Miguel E. Aquino. Ello, sin duda, porque su incursión allá fue exitosa. “Aprendió a trabajar al estilo gringo, y, como supo ahorrar, por eso ya aquí se hizo el hombre más rico”, me refirió uno de quienes salieron a dicha aventura.
A decir verdad, los ixhuatecos, hasta el decreto de restitución de terrenos a San Francisco del Mar –del 11 de enero de 1972–, vivían muy bien, quizá porque no ambicionaban tanto, solo tener salud y trabajo. La solidaridad social era ley. Las familias poderosas lo eran en virtud del número de ganado y de hectáreas de terrenos que poseían. Excepto el año de 1940, en que hubo sequía y se trajo maíz del estado de Chiapas, la gente no recuerda malas cosechas de temporal, incluso ni cuando las sementeras eran siniestradas por las mangas de langostas o gusanos. Eran dos las siembras: mayo y julio, como hasta ahora, más la de chahuite en octubre. Pero cuando nos cayó el decreto todo comenzó a cambiar. Este coincidió, además, con el aumento de pobladores, quienes para sobrevivir se vieron obligados a abalanzarse sobre los recursos naturales, que de inmediato menguaron. Las familias tenían 5 hijos como mínimo y 8 como promedio, así que los solares de 33X33 metros que concedió el ayuntamiento a toda pareja fundadora se hicieron pequeños y ya no dieron cabida en ellos a los hijos varones que se casaban –que era costumbre recibieran de sus padres un lote–, lo que provocó que el clan se fracturara y causara desavenencias familiares.
Las ambiciones y las necesidades de los ixhuatecos, pues, con el decreto se modificaron y crecieron. Al perder la tierra y ya no ser posible heredar de los padres una parcela, una yunta de bueyes, unas cuantas gallinas y una mancuerna de puercos, había que abandonar los ranchos y trabajar en el mar o en el pueblo; aquí, de peones, mozos o de lo que hubiera. Recuerdo que, en los finales años 60, una mujer humilde, Áurea López, quizá avizorando el futuro, conminó a su hijo a estudiar: “Aunque sea de maestro”, le dijo.
Hasta ese momento se creía en el pueblo que ser maestro/a no requería de mayor preparación. En efecto, los primeros docentes del terruño fueron habilitados como tales solo porque sabían leer y escribir. Algunas de esas maestras eran menores de edad y no todas perseveraron en su profesión, bien porque se casaron o por otros motivos. Fue tal el auge de la profesión de maestro en Ixhuatán, que el profesor Cayetano González, de Santo Domingo Ingenio, llamó al pueblo “La Atenas del Istmo”. El sueldo era bueno, y las vacaciones que disfrutaba el gremio, excelentes. Aparte el prestigio que dicha profesión había adquirido desde muy antiguo. Eran el maestro junto con el presidente y el sacerdote católico los que tenían más influencias en la comunidad.
Parafraseando al profesor Flavio Gutiérrez Zacarías, diré que los dones de esta tierra sufrieron asedio por una clase media emergente: la misma que comenzó a enviar a sus hijos e hijas a estudiar fuera una profesión. Y sí, adivinó, lector, la profesión de maestro fue la más socorrida. Y, aunque se pusieron de moda las de contaduría, ingeniería y derecho –por citar solo a tres–, a ellas tuvieron acceso solo unos cuantos. Quién iba a decir que con el tiempo los jóvenes estudiantes ixhuatecos terminarían por abominar de la profesión de maestro, la cual, en parte, se había demeritado en el estado por muchas razones, una de ellas era que bastaba estudiar el bachillerato para conseguir el empleo, con la condición de seguir estudiando; casi el mismo derrotero de aquellos primeros maestros/as que fueron habilitadas con solo leer y escribir. Aquí no debo pasar por alto el importante papel que tuvo la escuela preparatoria José Martí, pensada por su fundador, Cecilio López Trujillo, no solo para la gente más pobre, sino también para aquellos que habían dejado de estudiar por algún motivo.
En contraparte a la pléyade de profesionistas ixhuatecos, en el pueblo se configuró una lista de las personas o familias ricas. Ellas fueron los famosos dones, los mismos que hicieron su riqueza a base de trabajar la tierra y el ganado de sol a sol, de ser tacaños en los gastos y dejarles a los hijos una herencia. Todo un estilo de vida, pues. Eran, además, católicos y fervientes apoyadores del gobierno y de las instituciones. Ello no era casual, ya que las cabezas fundadoras de dichas familias habían combatido en la Revolución. Jugaban a su favor, también, la falta de comunicaciones con el exterior; solo el tren Panamericano, desde 1908, había hecho posible que salieran, por lo regular a Juchitán. Y, cuando se requirió ir más lejos –a Ciudad de México, por ejemplo–, casi siempre fue por motivos de una seria enfermedad. O para estudiar. Era tan raro viajar en ese tiempo que quien lo hacía, a su regreso, lo azaraban diciéndole que no era el mismo porque se había blanqueado y chapeado y que hablaba con distinto tono. Para cuando el primer ixhuateco se atrevió a ir al extranjero, en viaje de placer, muchos se asombraron, quizá no tanto por la distancia recorrida, sino por la cantidad de dinero gastado y por haberse subido a un avión. Y, aunque Japón siguió en la imaginación de muchos como el lugar más lejano, a partir de ese momento la mentalidad del ixhuateco avizoró la posibilidad de viajar por el mundo.
Y sí, en los últimos años 90 y hasta 2008, cada vez más paisanos atravesaron la frontera con EUA. Muchos lo hicieron no en viaje de placer, es cierto, sino para mejorar su vida. Aquí, en el mar muerto y en el océano, se habían tornado difíciles las condiciones del pescador. Lo mismo había ocurrido para los que trabajaban en los pueblos. Al ser cada vez más los habitantes y, por ende, muchas las necesidades a satisfacer, las dificultades crecieron, no obstante que hoy las familias rondan la media nacional de poco más de dos hijos. Ello, asimismo, trajo como consecuencia la desigualdad, traducida en pobreza y la falta de solidaridad social. La comunidad, afectada de ese modo, camina con tropiezos. Aunado a la proliferación de religiones y partidos políticos, se polariza cada vez más.
Hoy ya no se oye hablar de la venta o herencia de una plaza en Pemex, el Ejército o el magisterio. La tierra –encogida para los ixhuatecos después del decreto y cada vez más contaminada e infértil– está siendo acaparada por quienes pueden comprarla. En ella la mano de obra es cada vez más escasa debido a los bajos salarios y porque se ha ido tecnificando. Por otra parte, el cambio climático que entre todos hemos producido nos pasa factura; aun así persistimos en contaminar río, lagunas y mar. Por eso urge que entre todos creemos los empleos al hacer producir la tierra y aprovechar los cuerpos de agua que se tiene. No se olvide de que lo que no hagamos por nosotros mismos nadie más lo hará. Vale.
Éxodos
Juan Henestroza Zárate
Tomada de www.marti.mx