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17/8/2016

 

Debo a mi padre mis primeros atisbos en torno a la figura de Fidel Castro Ruz, el celebérrimo comandante cubano. Cada vez que me hablaba de él, lo hacía con tal vehemencia, que era imposible no tomar partido por hombre tan peculiar. Eran los años de la Guerra Fría, aquel tiempo en que el comunismo entusiasmaba a sujetos como mi padre, cuantimás a jóvenes. Ello, me atrevo a pensar, porque Fidel y el pueblo cubano se habían atrevido a desafiar al desde entonces llamado imperialismo yanqui, puesto allí a un tiro de arcabuz. La historia, pues, de David contra Goliat. Y, claro, los que se sentían débiles apostaban por sus iguales. Ello no sé si sea bueno o malo, pero de que es común que ocurra, lo es.

 

Pronto mi padre me introdujo a la fuente de sus informaciones: el hebdomadario Siempre! En cuanto supe leer abrevé en él, y no tardó en que la revolución que encabezó aquel hombre de tupida barba y grueso habano en la boca me cautivara. Fue cuando junto a él aparecieron otras dos figuras míticas y legendarias, el uno para el pueblo de Cuba; el otro, para el mundo entero: Camilo Cienfuegos y el Che Guevara, respectivamente. Hasta el día de hoy escuchar sus nombres me remiten a Fidel y viceversa.

 

Al llegar a la Ciudad de México en 1970, casi a diario me tropecé con los nombres de Fidel y del Che Guevara. La prensa que leía a diario daba noticias de ellos; estaba fresco lo del 2 de octubre de 1968. Toda Iberoamérica estaba con la vista puesta hacia Cuba. México fue, no obstante ser gobernado por un partido único –quizá por eso mismo–, quien más apoyos le brindó a Cuba y a Fidel en aquellos años. En la preparatoria, primero, y en la universidad, después, se sentía un ambiente que estimulaba a la juventud a enarbolar la bandera disidente y revolucionaria. Estaban en boga las canciones de protesta, que arreciaron cuando el gobierno socialista del doctor Salvador Allende cayó ante el golpe de Estado de Augusto Pinochet. La Trova cubana acaparó a la juventud de aquella hora. Violeta Parra, Víctor Jara, Atahualpa, Alfredo Zitarrosa, Mercedes Sosa, Óscar Chávez, etcétera, nos enardecían. Y, en mitad de esas batallas utópicas de una juventud delirante, los partidas de ajedrez entre el comunista Boris Spassky y el imperialista Bobby Fisher. Estaba recién bautizada la pobreza mundial con la etiqueta Tercer Mundo; poco después vendría otro sobrenombre: Norte-Sur. Pero Cuba alineaba en los Países No Alineados.

 

Contra Fidel desde un primer momento se dijo lo peor. Pero, una vez se inclinó por el comunismo y tuvo de aliada a la entonces URSSS, se le vino encima el bloqueo norteamericano que generó una crisis humanitaria. Y las penas para el pueblo cubano –que en realidad nunca había dejado de sufrir– menudearon. Y culparon a Fidel y al régimen comunista injertado de producirlo. Pocas veces se ha visto en la historia utilizar tanta propaganda negativa contra un personaje y una causa.  Él se defendía diciendo que lo obligaban a ello y cosechaba, donde menos se esperaba, adeptos a su causa. Y no dudo que haya tenido mucha razón. Para él y Cuba no hubo un plan similar al Plan Marshall, que sucedió a la Segunda Guerra Mundial. Por el contrario, hasta hoy EE.UU exige le pague el Estado cubano a los dueños los inmuebles que fueron confiscados por la revolución. Se le mire por donde se le mire, el bloqueo o boicot norteamericano a la Isla es, a todas luces, injusto, así se argumente que tuvo su razón de ser. Solo que, a la hora de hacer el balance, pocos ponen en la balanza las muertes que la falta de medicinas que USA prohibía exportaran otros países a Cuba produjeron. México y Venezuela, desafiantes, coadyuvaron a la crisis energética cubana regalando o vendiendo a bajo costo petróleo.

 

Llegó el momento en que los derechos humanos en Cuba fue el leitmotiv de los países que se autonombraban democráticos. No obstante ello, México mantuvo el apoyo a Cuba y al régimen en  todos los foros internacionales, hasta que arribaron al poder los panistas, y Vicente Fox le dijo a Fidel: “Comes y te vas”. En cambio, Gabriel García Márquez, antes y después de recibir el Premio Nobel, le fue fiel a Cuba y a Fidel hasta su muerte; al parecer él fue un confiable interlocutor entre los países amigos de Cuba y el comandante. No solo el colombiano apoyó a Cuba, sino también un numeroso grupo de intelectuales de talla internacional, incluyendo a connotados norteamericanos. Uno de los últimos: el cineasta Michael Moore.

 

De tarde en tarde, Fidel llevaba a cabo purgas entre sus antiguos aliados, convertidos –argumentaba– en enemigos de la revolución y potenciales traidores a él. Hacía, como quien dice, lo mismo que hacen todos los regímenes del mundo –estos invocando razones de Estado–; solo que Cuba es una pequeña isla, y los servicios de inteligencia de EE.UU se enteran hasta del movimiento de una hoja. O encarcelaba a los intelectuales que le habían servido como panegiristas convertidos en defensores de la libertad y los derechos humanos. Cuando ocurrieron esas ejecuciones y encarcelamientos, injustos a ojos forasteros, muchos de los intelectuales que lo apoyaban le dieron la espalda y el apoyo internacional se complicó sobremanera sostenerlo. ¡Cómo defender una dictadura que dosificaba represión a sus connacionales y donde las elecciones las ganaban Fidel y el Partido Comunista de Cuba! Porque para entonces, en efecto, todos estaban convencidos de que el régimen era una dictadura. Ni tantito parecido a la China, pero con esta nadie se mete porque ya tenía la bomba atómica en aquel ayer, y, ahora, EE.UU le debe hasta lo que come, no digamos sus lujos.

 

En más de cincuenta años el pueblo cubano ha sufrido mucho obligando a sus habitantes –en distintos momentos de su historia– a salir de la Isla e irse a cualquier otra parte, principalmente a Miami, en balsas o nadando. En este lugar, donde se habían radicado muchos de los cubanos que sirvieron al régimen de Fulgencio Batista, que derrocó Fidel, se hicieron fuertes y lanzaron embates contra este, la más famosa aquella de Bahía de Cochinos. En muchas ocasiones estos exiliados intentaron matar a Fidel –se dice, de manera exagerada, que, contados los de estos y los de los norteamericanos, sumaron más de 600 atentados fraguados–, a quien han odiado por generaciones toda vez que les cambió su vida muelle y de dueños de Cuba. “Gusanos”, los llamaron con desprecio –y quizá envidia– quienes se quedaron en la Isla. Irónicamente, de poco les han servido sus millones de dólares para derrumbar un régimen que, se diga lo que se diga, aún cuenta con apoyo popular. Solo así se explica que, aun teniendo los más altos índices de escolaridad en América Latina, no han cambiado de régimen.

 

EE.UU tuvo a su favor que se quedó como ganador una vez se derrumbó el comunismo del este. Todos vaticinaron que Cuba se doblegaría ante el imperio, el mismo imperio al que nunca le tiembla la mano a la hora de hacer leyes en su Congreso para aplicarlo extraterritorialmente. Y no. Cuba y Fidel le pusieron cara al imperio y se ubicaron, contra viento y marea, en la cima en estándares de salud, educación, medicina, deportes y, lo que casi nunca se dice, justicia social. Y es posible que, ante la inminente normalización de relaciones entre ambos países, los cubanos hagan el cambio que  mejor les convenga. No nos extrañe que en poco tiempo –por sus niveles de instrucción– logren ponerse al parejo de naciones como Costa Rica, México, Chile o Argentina.

 

En estos tiempos no cualquiera aguanta vivir con una libreta de racionamiento, con el solo uso de moneda propia y sin acceso a divisas extranjeras, sin ropas de marca –lo que a muchos les parece inaudito o una verdadera herejía–, con  carros y buses viejos que ahora son vistos de colección, con mala urbanización e inmuebles vetustos sin mantenimiento, con  artes primorosos donde la danza y la música sobresalen, pero, sobre todo, con mucha dignidad y valentía. Sí, el pueblo cubano es admirable por los cuatro costados, y en ello, quiero creer, algo tuvo que ver Fidel y su decisión de hacer una revolución que los mexicanos sabemos muy bien no siempre llega a puerto seguro, quiero decir, no basta para borrar las desigualdades, pobrezas e injusticias. No se olvide que la Revolución Cubana lleva apenas poco más de medio siglo, y la mexicana –si es que aún existe–, poco más de un siglo.

 

Fidel acaba de cumplir 90 años de ser historia, mito y leyenda. Predestinado, ha sabido moverse lo mismo en el fango de los tejemanejes del poder que en la nube de las ideas y la vehemencia de su oratoria maratónica. Quizá su mayor mérito es haberse mantenido fiel a sí mismo, tenaz en sus sueños del principio e inteligente a la hora de abandonar el poder sin sobresaltos, subrepticiamente. No como don Porfirio Díaz, que le hizo falta esto último precisamente. Admirador de José Martí –el “santo a caballo”, llamaron a este, quien encontró la muerte en un ataque temerario/suicida–, Fidel no cayó en la autodestrucción. Y, aunque ha dicho que jamás imaginó llegar a esta edad y culpa, acertadamente, al azar de haberlo logrado, es posible que al final, después de muerto, pueda salirse con la suya, cuando en 1953 dijo: “La historia me absolverá”.

 

Mi admiración a Fidel la dejé de manifiesto en 1997. En ese año hice todo lo posible para que mi primer libro se presentara en la fecha más memorable en la vida de Cuba y de Fidel: 26 de julio. Hubo, también, otra razón sentimental: un homenaje a mis hermanos Julio César y Milton, a quienes les gustaba una canción del vasco Patxi Andión, que inicia así: “26 de julio, amiga del corazón”. Vale.

Fidel

Juan Henestroza Zárate

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