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En ese tiempo se asistía a la escuela mañana y tarde; el ciclo escolar comenzaba en febrero y concluía el último día hábil de noviembre. Así fue hasta 1969. Los alumnos de la escuela primaria Emilio Carranza, única entonces, ensayábamos con anticipación el desfile del 16 de septiembre. Primero en el campo de pelota de la escuela y finalmente en la carretera, hasta llegar a El Mango, rancho de don Paulino.

 

A partir del 13 de septiembre, el pueblo se ponía festivo. Los escolares acudíamos a la escuela a izar la bandera muy temprano, en la oscurana, por lo que se podía levantar uno que otro papause de los patios ajenos por donde se cortaba camino. En la casa municipal también la izaban, solemnemente, si pernoctaba en el pueblo el piquete de soldados.

 

Los vecinos se esmeraban en pintar o encalar sus casas; algunos las adornaban con banderas de papel de china o efigies de plástico -escaso y caro- de los héroes. Solo don Aurelio colocaba enfrente de su casa una bandera oficial. Los vecinos rellenaban de arena las calles por donde pasaba el desfile, acarreando ellos mismos el material; aun así, nunca faltaron baches, que obligaban a vadearlos.

 

La noche del 15, el acto de El Grito se llevaba a cabo en el mercado público. Así fue hasta 1987, cuando se cambió al quiosco, primero, y, finalmente, en 1998, al balcón de la casa municipal. Fue en el mercado donde la gente oyó hablar de la “mesa del presídium”, y ya no solo la de las locatarias, llamadas entonces placeras. Fue allí donde conocieron, porque los contemplaron a sus anchas, las efigies de los héroes de la Independencia, invitado entre ellos Benito Juárez, el héroe de la segunda Independencia de México. Noche de discursos de funcionarios, militares, maestros y escolares. Finalmente, gente del pueblo tuvo allí sus cinco minutos de fama con la “tribuna libre”, donde dijo lo que le vino en gana, más celebrado si desvariaba olvidándose de  la patria y de la Independencia.

 

El gran día era el 16. Todos los niños vestidos de blanco, serios y temerosos por la perspectiva de ser exhibidos delante de familiares y vecinos, que los esperaban frente a sus casas o en las bocacalles. A veces, un sol inclemente, en ocasiones una llovizna o la simple amenaza de lluvia convertía ese día en uno inolvidable. A más de uno torturó el zapato nuevo que ni con maíz remojado se pudo amansar por ser la talla menor que el pie. Tiempos en que se acudía a la escuela con huaraches y, muchas veces, descalzo.

 

Las fiestas patrias tenían sonido de pasodobles, sabor de tamales de mole negro, colores de hélices, voces de neveros, gritos de vendedores y olores de ropa y zapatos nuevos. Don Vidal primero y el señor Noé después, con sendos tocadiscos, amenizaban en “El centro” la verbena del 13 al 17, siendo los dos últimos días de toreadas. Salvador Sánchez, quien nació, vivió y murió torero, partía plaza en lo que todos llamábamos el corral, no ruedo. Uno que otro espontáneo, ebrio, dio de que hablar al saltar al ruedo sin camisa, montar un novillo y caer estrepitosamente al suelo o quedar arriba, bien sujeto de la reata. Los vaqueros se lucían lazando o fallando el lance y quedar en ridículo, haciendo que las interminables horas pasadas allí subidos en el otate bajo el sol valieran la pena.

 

Sin duda, quienes más disfrutaron de las fiestas patrias fueron los niños y quienes “rancheaban” en las garitas bebiendo. El comité encargado de hacer las fiestas se esmeró siempre y tuvo, por ello, el apoyo de muchos ciudadanos, quienes aportaban cuotas en dinero o en especie: maderas y toros. Otro tanto hacían los comerciantes de la región, encargados de las ventas y  la diversión.

 

Las fiestas patrias era una tradición que, con anticipación -desde enero-, el ayuntamiento planeaba. El de 1910 fue excepcional porque ese año se celebró el Centenario de la Independencia. De allí que, desde 1907, encargaron el festejo a  don Arnulfo Morales, padre de Andrés Henestrosa. Era, pues, de esperarse que, en el Bicentenario, en 2010, se echara la casa por la ventana. Y no fue así. A las autoridades civiles y escolares no les interesó la historia; tampoco el que dejaran sus nombres en la vergüenza. No hubo desfile porque las condiciones climáticas, óigame usted, no eran favorables. Bueno, eso se oyó decir, la verdad, quién sabe.

 

Por cierto, el 10 de septiembre de 2010 visitó Ixhuatán el tercer presidente de la República en hacerlo. Felipe Calderón, contraviniendo su propia seguridad, bajó de su vehículo blindado tan solo para conocer –así fuese por fuera porque estaba cerrada- la biblioteca Martina Henestrosa, ubicada en el solar paterno de Andrés Henestrosa. No hizo solo eso, sino que, la mañana del 16 de septiembre, en el Bicentenario de nuestra Independencia, en el homenaje que se les rindió a los héroes en el Ángel de la Ciudad de México, en una parte del discurso oficial, Felipe Calderón dijo: “Andrés Henestrosa así lo describe: ‘En encrucijadas nos puso la historia. De algunas pareció que no saldríamos y salimos. Guerras intestinas, guerras nacionales, guerras contra el invasor, esa ha sido nuestra historia. A las desventuras estamos hechos; afrontarlas es nuestra grandeza, no rehuirlas, nuestra gloria. Como nación tenemos la fuerza, tenemos el carácter y la firme determinación que son necesarios y, a la vez, suficientes para superar estos desafíos’”.

 

A la alegría por  tantas fiestas patrias vividas en Ixhuatán añadí este otro allá en el DF, donde fui a festejar las fiestas del Bicentenario. Una enorme distinción para el célebre escritor ixhuateco, logro  que pasara desapercibido por casi todo el pueblo. He dicho.

Fiestas patrias

Juan Henestroza Zárate

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