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Antes de que la televisión llegara para quedarse a Ixhuatán, sin duda fue la radio la que concitó toda la atención y el asombro de los lugareños, pues superó al gramófono, victrola o vitrola, este solo al alcance de unos cuantos pudientes, como don Alfredo López Lena, por ejemplo, en cuya tienda un mareño –eso me contaron varios ancianos-, sorprendido de escuchar que alguien interpretaba una canción sin que él pudiera ver al cantante, escudriñó el aparato y, una vez se convenció de que era un invento humano, con las manos en jarras, dijo: “¡Poder de Dios!”.

 

En casa, el primer radio que tuvimos fue un Philco de transistores que nos dejó en préstamo mi tía Adelaida cuando nos traspasó su tienda y se fue a vivir a México en 1962. Fue hasta 1968 en que tuvimos un Hitachi que mi padre compró en México cuando asistió a presenciar los Juegos Olímpicos, año este en que Ixhuatán fue dotado de energía eléctrica, lo que inauguraría la era de la televisión.

 

Todos los días, desde las 6:00 de la mañana y hasta su cierre de transmisiones, a las 9:00 de la noche, en todo el pueblo se escuchaba a todo volumen la estación XEKZ de Tehuantepec no solo porque tenía mejor programación y las canciones de moda, sino porque era la que mejor se sintonizaba, muy superior a su competidora, la XEUC, de esa misma ciudad.

 

Ninguna estación en la región superó a la XEKZ, por más que los radioescuchas estuvimos siempre a la caza de cuantas señales hertzianas captara nuestro radio. Cuando eso llegaba a ocurrir, sentíamos parecida emoción a que si pescáramos en el río Ostuta el mejor pez, abundante de ellos en ese tiempo. Ello porque quedaba evidenciada la calidad del aparato y la habilidad del operador. Por desgracia, en esos años abundaba la mala pesca radial, a la que paradójicamente se escuchaba mejor; programas de fanáticos religiosos neuróticos e histéricos de Centroamérica, así como La voz de América, estación gringa que trasmitía en español y atizaba con sus noticias el bloqueo contra Cuba.

 

Tan pronto entraba la noche, uno andaba con la radio en la mano buscando un lugar donde mejor “agarrara la onda” de la XEW, la XEB, la XEX o la XEQ, todas ellas estaciones del DF. Agarrar, vocablo arraigado en Ixhuatán que también era empleado para el ebrio, de quien se decía “agarró la mierda (por el olor a caca de su aliento)”; también se usaba para designar la crecida del Ostuta, el cual, con las lluvias o con los nortes en las secas, “agarraba agua”. Vocablo un poco pariente de este otro –permítaseme la licencia ahora que lo recordé-, usado como sinónimo de cerrar: apagar. Así, no solo se apaga la luz, sino el paso del gas (no la estufa), el paso del agua y hasta la sombrilla abierta. Las piernas de una mujer, no, hasta donde yo sé; ni la bragueta o zíper de un varón, en él se emplea esta otra figura: “Cerrar la cantina”.

 

En casa escuchábamos la W en los días en que las condiciones atmosféricas lo permitían, ya que las interferencias eran frecuentes y muchas veces sacaban de quicio hasta al más santo. Era de rigor escuchar las noticias porque a mi padre le interesaron siempre. Igualmente el beisbol en la XEX, cuando jugaban Diablos Rojos contra Tigres, su equipo, o cuando estaba por terminar la temporada. Sin querer, o quizá queriéndolo, me hice aficionado de los Diablos y, por ende, adversario de mi padre en lo deportivo.

 

Por las noches, en la tienda, mi madre, algunos de sus hijos, así como unos vecinos, escuchábamos la novela del momento: “El derecho de nacer”, “Chucho el roto”, “San Martín de Porres”, etcétera. Tan atentos estábamos todos que a veces, para no perder detalle de la trama, nos veíamos obligados a expulsar uno que otro pedo, pero, eso sí, con refinada y probada técnica.

 

De “Chucho el roto” llamó mi atención el ruido que hacían los carruajes por las calles empedradas de la Ciudad de México en el último tercio del siglo XIX, así como la bella música de  los valses de su fondo musical. Y cómo no iba a ser bella si la música era de autores del tamaño de Juventino Rosas (https://www.youtube.com/watch?v=zX8Uk5ly-As).

 

En días distintos de la semana escuchábamos programas varios como “El monje loco”, el cual comenzaba su historia tenebrosa diciendo: “Nadie sabe, nadie supo, la verdad sobre el pavoroso caso de…”; “La tremenda corte”, con sus geniales personajes Trespatines, Nananina (que se convirtió en sinónimo de nada, que, por cierto, un taxista amigo mío aún usa), Pototo y el Juez; el “Dr. I. Q”, quien me asombraba por la rapidez de su lenguaje, quizá porque yo tartamudeaba mucho; “El risámetro”, programa de chistes que solo mi padre entendía y memorizaba fácilmente; “El cochinito”, emocionante programa de concursos; “La hora del aficionado”, concurso de cantantes noveles que despertaba hilaridad y críticas; etcétera. Programas exitosos, por lo que estaban llenos de anuncios publicitarios, de los cuales algunos aprendí de memoria, los rumiaba luego y a veces los traía a cuento, viniera o no al caso, tal y como hacía Sancho Panza con los refranes, lo que tanto irritaba a Don Quijote.

 

La XEKZ también transmitía novelas para todos los públicos: “Porfirio Cadena, el ojo de vidrio”, tan famoso por su corrido norteño y por haber muerto por una coralillo y no por la justicia, que lo buscaba hasta debajo de las piedras; “Rayo de plata”, la preferida de un hermano mío que no solo creía ser el valiente personaje de la saga, sino que bautizó con el nombre de Rayo al caballo de mi padre, al cual años más tarde tuvo que sacrificar de un balazo después de que una vaca brava le hiciera una rajada mortal en su vientre, y el que acaparó la atención de todos los chamacos y ya no tan chamacos: “Kalimán”, ¡El hombre increíble!, que de inmediato la homofobia trocó la frase en esta otra: “¡Increíble que sea hombre!”. Esta novela introdujo en el pueblo un vocablo que se popularizó tanto o más que el nombre Solín –el otro personaje importante-, el cual la chamacada encontraba placer en repetir: sabandija.

 

Con esa novela viajé a todos los sitios donde Kalimán tuvo sus aventuras, al tiempo que conocía un repertorio musical extraño y hermoso. Tres lugares conocí mentalmente –como recomendaba Kalimán- y me son inolvidables: la India, Bonampak y Machu Picchu. Fue la segunda vez que viajaba de ese modo, pues la primera fue con “Chucho el roto”. Con este viajé al DF, a la calle de Plateros, hoy Madero, y estuve en una mazmorra de la cárcel de Belén, mientras que en Veracruz fui a la cárcel de San Juan de Ulúa, tan tenebrosa como la anterior y donde murió Jesús Arriaga, nombre verdadero del famoso ladrón que robaba para los pobres.

 

Kalimán atrapó mi atención por la música de fondo usada cuando aparecía el conde Bartok y su familia, todos ellos vampiros. Aprendería lo malvados que eran los vampiros, quienes no se podían reflejar en los espejos, todo un revelamiento para mí en esa edad, lo mismo que la noción del tercer ojo en la frente, que significaba sabiduría, y la superioridad de la mente, la cual preconizaba Kalimán en estos términos: “Quien domina la mente lo domina todo. Serenidad y paciencia, mucha paciencia”.

 

Con el tiempo sabría que la música era nada más y nada menos que la bellísima “Tocata y fuga en re menor”, de J. S. Bach (https://www.youtube.com/watch?v=NEKF08t3mW4).

 

Todas las tardes había que estar pegado a la radio, enojándose si alguno quería pasarse de chistoso e interrumpía el suspenso o no dejaba escuchar. Muchas tortillas se olvidaron en el horno y se supo de ellas en cuanto el olor a quemado hizo el recordatorio a la olvidadiza.

 

De ese tiempo recuerdo un eslogan de la estación de radio que tenía los derechos de las novelas más escuchadas: “RCN, ¡la que le gusta a usted!”, lo que dio pie para que hombres léperos se alburearan entre sí. O qué tal la inocencia de este anuncio de refresco: “¿Quieres más? ¡Pepsi-Cola nada más!”, el cual Octaviano, maya intendente de la clínica donde realicé mi servicio social, en Yucatán en 1979, gustaba decir al estilo yucateco de manera pícara, riéndose, lo que a su vez me encendía la risa.

 

Junto con la radio mi generación disfrutó de la lectura de historietas o cómics. Sin duda, el número uno entre los varones fue Memín Pinguín, mientras que Lágrimas, risas y amor lo fue entre las mujeres, ambas creaciones de Yolanda Vargas Dulché.

 

Memín, en la época que me tocó leerla, era ilustrado por el excelente artista del dibujo, Sixto Valencia, muerto el pasado jueves 23 de abril. He olvidado cómo cayó en mis manos la historieta, pero sí recuerdo que un ingeniero, amante de mi tía Julia, de nombre Jorge, allá por 1963-64, nos la traía de Juchitán junto con otras revistas muy populares de la época. Recuerdo a sus personajes principales y algunas de sus peripecias.

 

De la historieta aprendimos los chamacos a llamar tripón a los gordos solo porque a un niño obeso del Memín, Trifón Godínez, así lo llamaban. A mí me conmovían las historias de vida de Ernestillo y Carlangas. Memín Pinguín –al que, por cierto, todo el mundo llamábamos Pingüín por ser más fácil de pronunciar- no me simpatizaba mucho por ser grosero y nada serio, pero me daba mucha pena ver que su madre, Eufrosina, lavandera de oficio, lo castigara pegándole en las nalgas con su tabla con clavos. El  rico Ricardo me caía muy bien por su nobleza y por no ser antipático como yo pensaba entonces que eran los ricos de la ciudad.

 

Una vez enganchado con la historieta no había modo de no leerla. En el pueblo, cuando no se podía comprarla, había otras maneras de tener acceso a ella. La más enternecedora, sin duda, era que te la contara quien ya la había leído. Había otras: pedirla prestada, intercambiar otras revistas por él o de plano alquilarla. Veinte centavos “cabezón” –así apodábamos a la moneda de bronce- costaba el alquiler, demasiado dinero si consideramos que a la escuela los niños pobres llevaban esa cantidad. Quienes compraban la revista lo hacían en Juchitán directamente o la encargaban con las comerciantes asiduas o con quienes operaban el autobús de don Julio que cubría la ruta.

 

En Memín hubo una historia en particular que me conmocionó: la de la Tía Canuta y su marido, quien una mañana salió a comprar tortillas y no regresó sino cuatro años más tarde, ya que por causas desconocidas sufrió amnesia, se extravió y cambió su identidad. Enterarme de que a alguien pudiera pasarle eso me hizo pensar por mucho tiempo y me dio miedo. Y, aunque el señor recuperó la memoria con un método popular pero cruel –un fuerte golpe en la cabeza-, no quedé del todo tranquilo.

 

Canuta quizá era nombre extraño para muchos, no para los que vivíamos en la Segunda Sección. Así se llamaba una anciana vecina, a la que, por cierto, mi tía Julia compró la que fue su casa, lugar donde ahora yo vivo y que en los años 70 dijeron que estaba plagada de fantasmas.

 

Una vez que me fui a estudiar a Juchitán, en 1968, dejé de leer Memín debido a que allá me politicé. Mis lecturas comenzaron a ser “La familia Burrón”, de Gabriel Vargas, y “Los agachados”, de Rius, lo que continué haciendo en el DF de manera intermitente, ya que no era prioridad dicho gasto.

 

En el pueblo se puede rastrear las influencias de los personajes de las radionovelas e historietas que he comentado. Ello en virtud de que algunos paisanos fueron apodados con tales nombres. Asimismo,  a mujeres que se creían de alcurnia las llamaban Matilde de Frizac, personaje aristocrático de “Chucho el roto”, el amor de él. Por otra parte, muchos deseaban ser Kalimán y no Solín, quizá por las mismas razones que ahora nadie desea ser Robin sino Batman.

 

Ahora comprendo por qué me gustaba Memín: apelaba a la empatía y a la piedad por la gente pobre, discriminada y discapacitada que pugnaba, eso sí, por superarse. La historieta era en ese sentido educativa y enaltecedora de los valores familiares, lo cual embonaba muy bien con la temática de los libros de lecciones de la escuela primaria; además,  era muy divertida, así dicha diversión fuera a costa de estereotipos hoy no aceptados y  buleando –bullying- a más de uno, por ejemplo, a los obesos.

 

Me olvidé de Memín por muchos años, hasta 2005, cuando comenzó a publicarse una vez más. Empecé entonces a adquirirla llevando en mente dos deseos. Uno era probar cuánta emoción de mi primera lectura conservaba, catar, pues, mi niño interior. El otro fue que pretendía que a mi hijo menor –quien entretenía sus ocios con X-Box y otros juegos- llegara a gustarle tanto o más que a mí. Y no, ni lo uno ni lo otro sucedió. Ni yo reconstruí el viejo deleite ni mi hijo mostró interés suficiente. Así que suspendí su compra en el número 50.

 

Por supuesto que no solo a escuchar radionovelas y leer historietas nos dedicábamos los chamacos en aquel tiempo. Había  también que hacer mucho trabajo al lado de nuestros mayores, como quien dice desquitar la comida que nos daban y ganar el dinero para la diversión. Raros quienes asistían al catecismo. No había mucho en qué entretenerse: cine, beisbol, billar, carreras de caballos y bailes esporádicos. A estos se iba a “abrir la boca” porque no estábamos en edad de ensuciar ropa, de bailar, pues. Manera sana de vivir la vida en Ixhuatán, de donde nos viene el carácter a los ixhuatecos que a mí tanto me gusta presumir: atrevidos como Kalimán y aspirando a poseer la alcurnia de los Frizac.

Figuraciones

Juan Henestroza Zárate

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