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15/8/2016

 

Los abuelos de más antes (los de cabeza plateada que resplandece por las luces que despiden para contagiar a los otros que oscura está su vista) contaron que en la antigüedad (cuando los seres humanos vinieron a llover sobre el Istmo de Tehuantepec –porque los zapotecas fueron llovidos por las nubes, que por eso se llaman binnizá o gente de brisa, gente de nube–) no se conocía el final, y los hombres y mujeres vivían por todo el tiempo; es más, el tiempo aún no estaba hecho, de manera que no había fin.

 

Así estaban las generaciones y generaciones: viviendo, actuando, haciendo fiesta, recomponiendo las esquinas mal formadas de la Tierra. Hasta que un día algunos de los viejos más viejos, hablando con uno de los jóvenes más jóvenes, cuestionaron le existencia.

 

–¿Habremos de vivir para siempre? ¿No es justo que los cuerpos descansen? ¿No es bueno que nuestra vida se transforme de vez en vez?

 

–Está bueno –se dijeron, y así lo hicieron.

 

Hablaron con los dioses, y después de una consulta popular se acordó que los hombres y mujeres no para siempre deben vivir, que deben tener transformaciones; entonces la encargada de aplicar una parte de la transformación fue la abeja.

 

Un buen día, la abeja, que es una trabajadora que vuela por los espacios rejuntando vida, encontró el método para encontrar puntos de cambio en la vida, y después de una reflexión muy larga pudo finalmente  decidirse.

 

Vino la abeja a los humanos y en uno de ellos inyectó la vida recolectada en los campos, mas su entrega fue total que en ella misma dejó ir su propia vida. Y desde ese día las abejas cuando pican dejan su aguijón en la piel, y con ella, su vida, pues mueren unos instantes después. Por eso también algunas veces las enfermedades se heredan en las generaciones.

 

También cuentan los abuelos de los abuelos que desde ese día a la vida inyectada por la abeja se le llamó muerte, y es el punto a la transformación plena de nuestra existencia. Así lo cuentan los libros sagrados, que indican que un primer hombre mostró la transformación total. Su nombre, se dijo, es Jesús, un pobre hombre de Nazareth, en el actual Israel, que igual que la abeja dio su vida para mostrar que la vida sigue; que no hay perdida, sino presencia plena en el cosmos, en la vida, en el ser, en la memoria, en eso que desconocemos pero le damos el nombre de Dios.

 

Cuentan los más antiguos que el aguijón clavado por aquella abeja recolectora de vida transforma a las personas tanto y muchas veces con dolor, que por eso los hombres y mujeres le llamaron enfermedad.

 

Un día la abeja, ante el reclamo de la gente, contó que no es ella la que inyecta el dolor, más bien ella solo inyecta vida, pero toda transformación es dolorosa.

 

Cuentan también los más grandes que la familia Antonio Ruiz vio en su patriarca un aguijón que fue clavado en los nervios, y a causa de él la vida ha ido cambiando lentamente. Parkinson, dicen que se llama.

 

El 20 de julio, al nacer del sol, una claridad inundó la habitación, se volvió luz intensa, vida plena, corazón que abraza. Temblaron nuestros cuerpos, nuestras palabras se volvieron lágrimas, había una opresión muy grande en el pecho, nos faltaba la respiración, los ánimos decayeron.

 

Al ritmo del “Guendanabani Xhianga Sicarú…” tomó camino al Mictlán; hizo maletas; llevó consigo su vara, su jícara, su jabón, su vela, su peine, su ropa, su moneda, sus huaraches, su sombrero. A la orilla del río estaban ya los bicunisa esperándolo para pasarlo al otro lado.

 

Aún hay un gran vacío al llegar a casa. En lugar de verle, aunque sea en cama, hay un altar, una corona de flores, unas velas que anuncian su presencia. Dice la gente que ese vacío jamás pasará desapercibido.

 

Dicen que volverá. Este año no tiene permiso todavía, pero a la siguiente temporada vendrá con el viento de octubre y nos visitará en noviembre.

 

De cuando en cuando un apretón del pecho produce un ligero suspiro y un sollozo.

 

Esperamos visitarle en la Luna llena de primavera para que juntos hagamos nuevas nubes que vengan a llover la humanidad.

Guendanabani

Manuel Antonio Ruiz

Tomada de www.flickr.com

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