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A mi generación le tocó escuchar a los mayores decir que si uno, niño, se golpeaba  el pene con el pez llamado “cuatrojo”, aquel crecería conforme el pez creciera. Ellos ya habían llevado a cabo el ritual recomendado por sus mayores, pero nunca nos dijeron el resultado que obtuvieron ni mucho menos uno, niño, se atrevió a preguntarles algo. Y cuando, alguna vez, por accidente, mirábamos el pene de los mayores, uno concluía que nos habían tomado el pelo. Quizá por eso, me atrevo a decir, algunos padres o parientes solían darle golpecitos con los dedos al  pene de los chamacos, con la idea de hacerlo crecer.

 

Mi  generación tuvo otro privilegio: presenciar, en vivo, sin que se nos corriera de la escena, el salto del toro a la vaca, el del verraco a la puerca, el del caballo/burro a la yegua/burra. Incluso a quienes nos tocó lidiar con dichos animales en los corrales vimos cómo los padres propiciaban el encuentro sexual cuando era necesario, bien porque el semental era prestado o porque la hembra se mostraba renuente a participar del agasajo. Jamás se me ocurrió pensar que los adultos lo hacían como espectáculo para salir de la rutina y/o autoestimularse, mucho menos que estuvieran enfermos de su sexualidad. De allí que, a la vista de todos, jugaran con los testículos y el miembro viril del toro. O que algunos tocaran el pene de los amigos, como si estuvieran jugando. A quienes les daba por tocar el culo se les respondía: "Por atrás se toca y por delante se despacha".

 

Ver a las aves aparearse las primeras veces causaba sonrisas nerviosas que se ubicaban en los linderos de la vergüenza y la curiosidad, o, si se prefiere, entre la culpa y los deseos de saber y tener ¡ya! los mismos derechos que los adultos.

 

En  aquella sociedad, todo eso estaba permitido, siempre y cuando uno no se quedara viendo “con la boca abierta” el espectáculo. La cosa  era ver lo sexual pero en un abrir y cerrar de ojos, por el rabillo del ojo, de pasadita, para no ser sancionado en público y, consecuentemente, ser avergonzado. A nadie le gusta ser etiquetado de lascivo. Y esta regla se cumplía a carta cabal cuando se miraba el coito de los canes. Este sí que ponía en alerta extrema  a las madres, quienes ordenaban echar a pedradas a los animales encuatados. Hubo quienes usaban agua, fría o caliente, para evitar que sus vástagos aprendieran cómo hacer sexo, quizá porque estos animales, cuando se aparean, lo hacen idéntico a como lo hacen los humanos: postura del perrito.   Cosa curiosa, con los gatos, que adoptan la otra pose sexual más frecuentemente practicada por los humanos, nadie se metía con sus usos y costumbres; ello, porque lo hacían lejos de los niños, en las noches o tan rápido que había que saber  de sexo para adivinar cuándo lo hacían.

 

Así, pues, pobre del chamaco que “abría la boca” delante de perros apareados. ¡Te va salir biriipi (perrilla u orzuelo)!, amenazaban las madres. Celosas, cuidaban que la mente de sus hijos, principalmente varones, se mantuviera inocente. Así que chamaco que llegara a padecer orzuelo él solo se condenaba por mostrar en sus ojos la evidencia del delito cometido. Para nada se pensaba que dicho mal tiene causas muy ajenas a la sexual.

 

Conforme se iba creciendo, un niño se daba cuenta de otros detalles finos de la sexualidad. Por ejemplo, por las noches, algunos de los padres se ponían de acuerdo para hacer sexo usando palabras ad hoc del idioma zapoteco. O se les salía el vocablo picar, que era el único al que los niños tenían conocimiento. Inquietos, los padres conminaban a sus vástagos a dormirse. Por no contar la casa con habitación exprofeso para intimar sexualmente, se veían obligados a  llevarlo a cabo cerca de su prole (petate/hamaca/cama de pencas/catre, etc.), una prole en donde alguno tenía ya rato de haber dejado el cascarón de su inocencia, por lo que, cuando el padre pasaba revista y le decía a la mujer: “Ya todos están dormidos”, el que fingía hacerlo empezaba a vivir momentos de ansiedad mezclados con culpas.

 

En esas condiciones la mujer aprendió a reprimir la manifestación plena de su orgasmo, lo mismo que el varón se obligaba a apresurarse a eyacular sin importarle otra cosa. Y quien escuchaba los sonidos característicos del coito era preso de remordimientos, adjudicándole al sexo una etiqueta más a lo que ya la gente le había dotado: el de ser cosa cochina.

 

A pesar de lo anterior, en el muchacho siempre se impuso la curiosidad y la búsqueda del placer, que, bien mirado, era un tanto incestuoso, lo que bien pudiera explicar la eyaculación prematura de algunos que desarrollarían alcoholismo o donjuanismo. Quizá también generarían otros traumas del que algunos prefieren no hablar, escudándose en la pose de macho, que, como bien sabemos, es sintomático de algunos trastornos sexuales. Estos, si bien se miran, no eran dañinos per sé, pero lo fueron porque atosigaron al practicante por  carecer de información. Me refiero al autoerotismo, al tocamiento entre hermanos/as o con vecinos/as; a la masturbación en solitario mientras se espiaba a mujeres que lavaban la ropa en el río; o en grupos, compitiendo quién lanzaba más lejos el semen.

 

Otra práctica común fue la zoofilia con gallina, vaca, yegua, perra, etc. “Con gata no porque no se puede, dijo el cura”, refiere  el viejo chiste.

 

En el hogar, la madre, con desparpajo, se cambiaba de ropa mostrando las mamas sin ningún pudor delante de los hijos. No fue costumbre desnudarse de la cadera hacia abajo, allí siempre atajó toda mirada un refajo de algodón a prueba de lascivia. En el río, al lavar su ropa junto al paredón, de igual manera las mujeres se descubrían solo la parte superior, de allí que los que ya habían “tumbado coyol”, esto es, los adolescentes, pasaran lanzando furtivas miradas. Eran tiempos de mujeres velludas de axilas y piernas, de mamas flácidas por amamantar a tantos hijos, de lenguaje florido y directo las más de las veces. Aun así, les irritaba escuchar a sus hijos hacer con la lengua y los labios un sonido que tradujeron como “choclóc” porque les recordaba el ruido del coito.

 

En la adolescencia, las madres extremaban sus precauciones, educadas por sus madres, claro está. Lo primero que hacían era apartar a las niñas de los niños, cuidar a aquellas de manera celosa y, a veces, hasta de manera enfermiza, ya que dicha vigilancia la extendían al esposo, a quien le estaba prohibido bañar a sus hijas. Ni se diga si la madre se tenía un concubino o padrastro, entonces participaban muchos más miembros de la familia.

 

En aquella sociedad, la desconfianza a los esposos fue acentuada, otra cosa que muchos no lo hayan querido reconocer o nunca se dieron cuenta que existía. Por otra parte, el padre cuidaba de enseñarle a su hijo todo lo relacionado con la virilidad, esto es: hacer los trabajos propios de un varón.

 

La sola idea de que su hijo fuera homosexual -y también a que su hija fuera trabajadora sexual-  torturaba a cualquier padre, más por su machismo que por otra cosa. Ello, a pesar de que, a veces, su familia estuviese infestada de homosexuales o trabajadoras sexuales. Tener a un homosexual  o trabajadora sexual en la familia rompía toda la estructura familia, por lo que el padre trataba de corregir o enderezar la realidad con mucho maltratado físico, emocional, psicológico, moral y social al hijo/a. Las madres no pensaban en el miedo de tener hijas lesbianas, pero sí en tener trabajadoras sexuales. Pensar en tener hija lesbiana era entonces inadmisible y quienes lo eran estaban casi proscritas socialmente.

 

El rapto antecedía por lo común a una boda. La muchacha llegaba a ese momento cuando tenía entre 13 a 17 años.  Las muchachas mayores de esa edad casi siempre se casaban previa petición de mano. El rapto era una prueba donde no solo era examinada la muchacha, quien debía dejar fehaciente muestra de sangre de su virginidad en una tela o pañuelo blanco, sino también la madre era sometida su capacidad de cuidarla. Por tener suma importancia en la mujer ese evento, la educación de la madre consistía en que su hija  llegara virgen al matrimonio. Y llegaban, llenando de satisfacción a su madre y a toda la familia. Cuando rara vez ello no ocurrió así, el oprobio para todos, permaneciendo registrada en la comunidad el aciago acontecimiento. Entonces el hombre tenía derecho de sentirse ofendido y contaba con un salvoconducto: abandonar a su suerte a la mujer. No estuvo nunca contemplado que esa mujer hubiese perdido el himen de muchas otras maneras posibles, que, bien se sabe, existen, sino que suponían había sido por coito con otro hombre. La infidelidad, pues, era castigada severamente.

 

No era conocido el dicho que reza: “Lo que no fue en su año no fue en su daño”, sino este otro: "Uno fue del gusto y otro del gasto". Y algo más que nos habla de la subordinación de la mujer: si los padres de ella se oponían a la unión, tenía que obedecerles y no se casaba, así hubiese sido virgen. O bien, si los padres del novio la rechazaban, de igual manera tenía que imponerse este criterio y ella entonces recibía dinero, un monto que, a decir de la época, reparaba el daño, el cual ni siquiera era llamado así, sino “rotura de la tela”.

 

Una vez casada, la pareja se daba a la tarea de tener los hijos "que Dios le mande". Y a repetir la historia de los padres. Ah, pero una vez a la mujer se le presentaba su climaterio con el cese de la menstruación, ella podía usufructuar un poder que se ganaba a pulso con los años: aquel que le brindaban todos sus hijos al ver que no había sido bien valorada. Entonces ella, envalentonada, podía mandar al marido a dormir a la hamaca del corredor de la casa, o de plano negarse a hacer sexo con él. Como quien dice, se jubilaba de la actividad sexual. Muchas mujeres de esa generación, al cuestionársele sobre este tema, es común que hagan una mueca y digan: “Si por mí hubiera sido, nada de todo eso hubiera hecho”. Ni ganas de preguntarles sobre otros temas como sexo oral, anal, posturas, infidelidad, etc. Al parecer, el orgasmo no se les apareció muchas veces por sus casas y en sus camas. El hombre tampoco corrió con mejor suerte, hacía todo lo que podía. Pocos supieron cómo hacer el mejor sexo no solo a su esposa, sino a los affaire que, de vez en cuando, tuvieron, algunos de estos sabidos por la esposa, quien lo usaba a su entera conveniencia. Ni cuando ya sueltos por la mujer, los hombres supieron aprovechar la ocasión, afirman. Ahora, en tiempos de viagra, son pocos, hombres y mujeres, que se atreven a tener sexo más allá de los 70 años.

 

Quizá, al llegar acá, alguno se pregunte: ¿Y el amor? Ese existió en la primera etapa, aunque también hubo matrimonios arreglados y por conveniencia. La dosis de amor que aportó la pareja cada uno se encargó de que naufragara o llegara a tierra firme. Los embates de la vida, donde las carencias económicas -por las causas que sean- juegan papel importante, lo mismo que la falta de diversiones y de vacaciones, hicieron trizas con el amor o lo elevó a la categoría  madura, donde la convivencia  con un compañero con quien se estuvo en las buenas y en las malas terminó con la muerte. No siempre fue así, a pesar de que muchos cumplieron 50 o más años de casados. La felicidad no estuvo siempre presente, de ello lo saben los propios hijos de las parejas.

 

Yo estoy seguro de que en la infelicidad jugó un papel importante el sexo,  el cual, por irse aprendiendo sobre la marcha, sin preguntarle nada a nadie, sin conversarlo en la pareja y con otros, dejó mucho que desear, por lo menos. La certeza es que hoy las cosas son distintas. Desde la escuela primaria se imparte conocimientos sobre la sexualidad, y eso es positivo: abre la posibilidad de gozar de una actividad benéfica para la salud biopsicosocial del ser humano.

Hablemos de sexualidad

Juan Henestroza Zárate

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