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21/9/2016

 

Una de mis creencias es que hay cosas que se deben hacer exclusivamente en determinados lugares y no en otros. Así, por ejemplo, para mí no existe, no hay, mejor lugar que la Ciudad de México para comer tacos en general, y de pastor y canasta, en particular. Ello será porque en esa ciudad los degusté en repetidas ocasiones a una edad en que el sentido del gusto aún no ha sufrido menoscabo. A pesar de ya no ser joven, esta vez me supieron igual de ricos. Lo mismo pienso respecto de comer un enorme elote –elote gai, lo llaman en nuestros rumbos por aquello de que le incrustan un palo– embarrado de mantequilla, espolvoreado de queso y chile piquín. Gusto solo comparable al de comer caña de azúcar hincándole los dientes y dejando que la miel escurra por el antebrazo hasta el codo. O tomar pozol en jícara de morro en el rastrojo a mitad de la faena.

 

Todo el cuento viene porque durante una semana estuve en dos ciudades de este “México lindo y querido”: Oaxaca y Ciudad de México. Ambas, como siempre, me trataron bien, no se diga las personas queridas que en ellas habitan. Me sentí a mis anchas, orondo, y en una de esas hasta me vi sonriendo solo. Hasta Uber se puso al tiro: no nos cobró el viaje de La Alameda al sur de la Ciudad de México en hora pico. Una ciudad que están llenando de jacarandas, como a mi pueblo de nin.

 

A pesar de que algunos viajeros hablan de los olores que les salen al paso en las ciudades, yo no me detengo en ellos, sino que me fijo en sus colores, los claros y oscuros de sus edificios y calles y plazas. Veo pasar los miles de rostros siempre diferentes, pasos que se deslizan –apresurados o no– sobre el pavimento, el cemento o la piedra, bajando o subiendo las empinadas calles. Oigo voces salidas de alguna parte que viajan y llegan hasta mí y me tocan como si de un juego se tratara. Y huyen, quizá para tocar a otro que los perciba, porque no creo ser el único que sienta de este modo. Imagino espectros de personajes que habitaron la en otro tiempo Vieja Antequera o Huaxyacac (“En la punta de los huajes”, en náhuatl), los cuales me rozan el hombro o de plano me llevan de encuentro. Hernán Cortés, Guerrero, Juárez, Díaz, Burgoa, Tamayo, Lowri y tantos otros que dejaron allí sus espíritus aventureros o recatados son solo algunos con quienes me encuentro cada vez que piso la Oaxaca Recóndita que dijera Wilfrido C. Cruz.

 

Una ciudad por hacerse es lo que verán siempre mis ojos en Oaxaca o Ciudad de México. Lo ayer nuevo mirarlo en camino del envejecimiento, como yo, que en una fotografía me miro encorvado (al parecer mis hijos se pusieron de acuerdo para fotografiarme por detrás). De aquel primer viaje realizado a los 15 años para conocer Monte Albán y Mitla a este otro sin número a mis casi 62 hay un mundo de diferencias y recuerdos que creía muertos, pero no, están más vivos que yo mismo. Lo bueno de todo esto es que no tengo rutina alguna que presumir. Amante del azar, voy adonde me llevan no solo mi mente y mis pies, sino quienes me invitan, como mi amigo Manuel o mis hijos. O, lo que es más frecuente, soy yo quien arrastra con ellos para concretar la otra razón de mis viajes a las ciudades –además del sentimental–: el arte en cualquiera de sus manifestaciones, incluido el callejero, por supuesto. Es sano para el espíritu pueblerino conmoverse ante los organilleros desgranando –moliendo, dijo Andrés Henestrosa– una vieja melodía. Recorrer uno de esos hermosos almacenes que conforman los malls y reflexionar sobre el consumismo y lo pobre que hacen sentir a los desprevenidos.

 

El clima en ambas ciudades estuvo perfecto y generoso para un viandante como yo. Así, me resultó más fácil desenmarañarme de cuantas preocupaciones pudieran perseguirme hasta esos lugares. Una vez dispuestos el cuerpo y el alma, disfruté hasta de las cebras del cruce de Juárez-Madero y Eje Central en la Ciudad de México, de los edificios y monumentos que datan de la Colonia y están allí, en el centro de las ciudades para quien se atreva a salir de su rutina. Tuve coraje al ver el Zócalo convertido –una vez más– en un adefesio, aunque no por mucho tiempo, ya que, al alzar la vista y ver en el balcón central de Palacio Nacional –donde el presidente daría El Grito dos días después– a cuatro trabajadores uniformados bruñir el metal, cambió. Charlaban alegres. Cuando uno de ellos comenzó a hacer gestos y pude adivinarlos, mi enojo se esfumó, y reí. No creo que Enrique Peña Nieto se haya enterado de que esos compatriotas se le adelantaron con el clásico: “Mexicanos: ¡vivan los héroes que nos dieron patria!”. Así que la cara de pocos amigos que mostró el 15 en la noche habrá sido por otros motivos –además de su baja aceptación entre la gente–, que tiene que ver más con su pésimo gobierno, que tiene a los mexicanos al borde de la catástrofe económica tan temida: deuda externa exorbitante de casi 50.5 % del PIB, dólar a 20 pesos y corrupción sin freno en todos los niveles de gobierno.

 

No sé si lo soñé, imaginé o aluciné, pero el caso es que llevaba entre ceja y ceja que el monumento a la mexicanidad –de Juan Olaguíbel– ubicado frente a la SCJN se lo habían robado. Y no, allí seguía, abandonado y sucio como antaño, no obstante suponerse que señala el sitio donde los mexicas fundaron Tenochtitlán (“En el pedregal donde abundan las tunas”, en náhuatl). A quienes ya no encontré recargados a un costado de la Catedral Metropolitana fue a los artesanos, quienes con letreros y a voz en cuello ofrecían sus servicios a los transeúntes. Sí al Templo Mayor, con su apariencia de no terminarse nunca sus trabajos. Y también hallé mis pasos, hechos durante tres años cuando asistí a San Ildefonso, donde estuvo mi preparatoria. Ah, también la hermosa e inigualable canción de Guadalupe Trigo (https://www.youtube.com/watch?v=NFBaEzDRiTM).

 

En el Palacio de las Bellas Artes, el homenaje a Juan Gabriel ya estaba convertido en recuerdo; otros espectros ocupaban la atención de los visitantes, siendo la de Toulouse Lautrec –como el año pasado Miguel Ángel y Leonardo da Vinci– la estrella del momento y uno de los dos motivos culturales que me arrancó de mi pueblo. El otro, ¿es necesario decirlo?: Anish Kapoor, en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC) de la UNAM.

 

El neoimpresionista francés no me deslumbró como lo supuse, si acaso me hizo imaginar la vida nocturna en la Ciudad Luz que Víctor Hugo pintó mejor con letras. Me di cuenta de que no fueron sus trazos el motivo de mi indiferencia, sino sus colores tenues, deslavados. No me gustaron las escenas de burdeles porque no me tocaron. Ni hablar, habré de esperar otros 42 años –lo que tardaron las autoridades culturales en traer a un artista de este calado– para ver un pintor de fama universal. O ir a Paris, claro, así sea en espíritu. Lo bueno es que verlo fue gratis para los añosos como yo.

 

Kapoor por su parte me divirtió y asombró. Sus moles escultóricas me hicieron pensar en un sinfín de cosas. Ciencia y arte sin perder de vista la mercadotecnia, eso fue lo que saqué en claro con Anish. Colores primarios para subyugar a todos los públicos. Extrañamente pensé en una mezcla hecha con Joan Miró y el genio de Antoni Gaudí, catalanes ambos. Pero, claro, no es así, aunque es de suponer que conozca lo mejor del arte universal y se le haya quedado algo de ello. Kapoor es todo lo que los sentidos captan y el pensamiento intenta explicar. Hay que verlo para disfrutarlo.

 

Ya en casa, me enteré de la muerte del arquitecto que para mí es el más importante del México actual: Teodoro González de León. La monumentalidad de su obra no es solo de percepción, sino que es real. Así me lo comunicaron el Auditorio Nacional, el Museo Rufino Tamayo, El Colegio de México y, el último que vi, el MUAC. Descanse en paz un hombre que murió como vivió: con discreción. Sí, la discreción de los genios.

Huaxyacac-Tenochtitlán

Juan Henestroza Zárate

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