top of page

14/1/2016

 

(Uno)

 

"¿Y cómo es tu pueblo?", me preguntó segundos después de entregarle mi libro, y orgullosamente le explicaba sobre el título y la tradición del Istmo. Por suerte, unos días antes había estado tratando de escribir bosquejos de la historia de mi pueblo, del de antes, de cuando era niño, de aquel Ixhuatán que no tenía calles pavimentadas, allí donde para ir a cualquier lugar lo teníamos que hacer caminando o los menos, los que tenían posibilidad económica, en bicicleta. En ese instante, ante los pocos minutos que tenía para entablar una buena conversación con él, vino a mi memoria aquel pequeño texto que había escrito en el mes de junio para la celebración del primer aniversario de PANOPTICO, este, el nuestro. Entonces le dije casi lo mismo que leí en esa celebración.

 

Si uno va de viaje por la Carretera Panamericana, entre Zanapetec y Niltepec, va a encontrar un entronque que te lleva, primero, al pueblo de Reforma de Pineda y, 6 kilómetros más al sur, a Ixhuatán, mi pueblo. Cuando uno se adentra a la carretera que te lleva a él, el rumor del río te acompaña junto al constante trinar de las aves que se asoman para decirte que eres bienvenido. En el último montículo o lomerío, antes de llegar a Reforma, que es el rescoldo de la Sierra Madre del Sur, si uno se detiene por un instante y sube a la cima, puede observar desde allí una hermosa planicie costera que es bañada por las majestuosas olas del océano Pacífico, además de ser alimentado por las lagunas y esteros del mar muerto.

 

Mi pueblo es como un comal de barro junto al caudaloso río Ostuta, un comal en que en primavera y verano el calor pega tan fuerte que todo ser vivo que lo habite busca un árbol bajo el cual se refresca la sonrisa, y entre el otoño e invierno la lluvia pertinaz lo refresca, y brotan de cada patio las historias más inverosímiles, cuyas corrientes reptan por las calles y se escabullen por las puertas y ventanas de las casas.

 

Mi pueblo es un comal de barro en donde los dioses decidieron que lo habitarían hombres y mujeres bizarras, entiéndase bien, hombres y mujeres generosos, lúcidos, espléndidos, valientes, gallardos, inteligentes. Allí donde el pájaro wis es el mensajero de los hijos que vuelven a sus casas, allí donde nacer es una fiesta y morir también.

 

Mi pueblo es el heredero de la palabra de los hombres que descienden de las nubes –zapotecas se hicieron llamar desde el principio–, y bajo las sombras de los árboles refrescaron sus memorias, y nos hicieron llamarlo Guidxiyaza –u hombres hijos de las hojas del maíz, que habitan entre las palmeras–. "Sin duda, es un lugar interesante", me dijo mientras esbozaba una sonrisa.

 

(Dos)

 

La primera vez que pude ver a Ixhuatán desde lejos fue cuando tenía 9 años, en unas vacaciones en que mi abuelo me llevó al mar. Ya lo había acompañado en otras ocasiones a las actividades de la pesca, a las lagunas del mar muerto, a la Isla de León y a muchas rancherías en las que pernoctaba durante su estancia como pescador. Sin embargo, en aquella ocasión, con mi abuelo y el tío Eustaquio nos fuimos a la estación de trenes de Reforma; fue la primera vez que conocería aquella serpiente de acero que todas las tardes veía a la distancia bramar sobre los cerros desde la ventana de mi casa. “Ese es el tren", me señalaba mi hermano mayor, "y dicen que es bien grande y lleva sobre él a un montón de gente”. Por ese entonces soñé muchas veces en subirme a él y viajar a todos los lugares posibles. Empero, tenía miedo, y se lo dije a mi abuelo; pero no tenía miedo de subirme al tren: mi miedo era no volver a mi pueblo, que yo me perdiera entre las estaciones por las que el tren pasaba y no regresar jamás. Mi abuelo me tranquilizó al decirme que uno no se puede desprender de sus raíces, que siempre se regresa a ellas, que de alguna u otra forma encontramos la manera de llegar otra vez al pueblo en el que está nuestro origen. Me tranquilizaron sus palabras. Tiempo después, ya con las lecturas necesarias, comprendí el mito del eterno retorno: de aquí somos y volvemos siempre.

 

Desde que veo a Ixhuatán de lejos, ya sea desde los 6 kilómetros que lo separan de Reforma de Pineda o desde otro continente, pienso y siento los sucesos del pueblo, aquellos que van de la tranquilidad a la turbulencia de la inseguridad; de la paz cotidiana de sus calles y sus fiestas hasta de los problemas sociales como la pobreza y la falta de oportunidades de desarrollo económico; de las políticas de gobierno que comienzan con una euforia en las precampañas electorales hasta el desánimo que cunde en los habitantes cuando el presidente municipal en turno no cumple con las expectativas deseadas; desde las actividades que las organizaciones no gubernamentales –educativas, culturales y/o deportivas– realizan con poca difusión hasta los proyectos alternativos de los ixhuatecos que viven en otras ciudades pero que no tienen cabida por la falta de tiempo y apoyo dentro del municipio. Sin embargo, cada día se ve a un Ixhuatán que crece, que va sorteando en su camino hacia el desarrollo los problema que la posmodernidad le va presentando, que hay propuestas innovadoras de sus hijos e hijas ixhuatecos, que hay futuro, que hay esperanzas que prometen un mejor presente.

 

(Tres)

 

Ya adulto, mientras estudiaba en la universidad, conocí el significado de Ixhuatán, que proviene del náhuatl “lugar entre palmeras”, o en su nombre zapoteca: Guidxiyaza, “pueblo entre hojas”. Y a partir de ahí connoté mi cercanía con ambos toponímicos.

 

De niño, íbamos con mis hermanos a cortar cogollos de las palmeras, las rajábamos y las poníamos a secar al sol durante algunos días; después mi madre las deshebraba y las tejíamos para venderlos en rollos. Mi abuelo materno siempre usó sombrero de palma cuando lo acompañábamos al mar o al campo; también nosotros los usábamos, Mi abuelo paterno hacía mecates de palma y con ellos tejía hamacas; él es el único al que conocí que las hizo durante mucho tiempo en el pueblo. Era una delicia dormir en ellas: dormíamos en petates echos de tiras de palma; las casas de mis abuelos, tíos y vecinos eran de techo de palma. En fin, en todo el pueblo, la palma era –y es todavía para algunos– un recurso natural bien aprovechado para la sobrevivencia.

 

Somos un pueblo entre hojas. Si uno sube a la cima de los cerros que se ven por el municipio de Reforma o al tanque desde donde se bombea agua al pueblo o a la torre de telefonía o desde cualquier punto elevado y ve el pueblo, va a divisar los tejados rodeados de árboles de todo tipo, frutales y de ornato; un verde majestuoso cubre el suelo ixhuateco: son las hojas que nos dan sombra y nos prodigan bienestar, son las hojas que nos recuerdan los afortunados que somos de vivir en un clima cálido pero con exuberante vegetación, que somos hijos de los hombres que por generaciones se han servido de las hojas que las diversas plantas nos proveen.

 

(Cuatro)

 

Mi madre solo estudió hasta el cuarto año de primaria, eran los tiempos en que el pueblo no se contaba con los recursos para que los abuelos la mandaran a concluir la escuela, o quizás fue por decidia de ella, pero eso fue suficiente para tener un amplio conocimiento que siempre me ha sorprendido. Algunos de sus maestros también fueron los míos y de mis hermanos; a veces cuando platicamos, a pesar del grado de estudio que tengo, aún me da lecciones de geometría, aritmética, cálculo, lingüística e historia.

 

Ella me enseñó primero a escribir y luego a leer, me dio una hoja de papel de estraza y me enseñó la letra más redonda –como dicen que redondo es el mundo–, y desde entonces otras hojas se han hecho presentes en mi camino, y he aprendido a asirme de ellas para recordar que vengo de un pueblo de hojas, de las hojas de los árboles, de aquellas como la hierbasanta que sirve para hacer comida o la de plátano o totomoste con la que envuelven el tamal, alimento sagrado de nuestro pueblo. O la hoja oreja de elefante, con la que algunas veces mis hermanos y yo nos cubrimos de la lluvia mientras andábamos por el camino. O de las hojas de palma, que nos sirven de techo para vivir. O las hojas de los libros, en donde aprendemos a conocer el mundo. O la de los cuadernos en los que escribimos nuestras primeras letras, las cartas de amor o la historia de este pueblo maravilloso.

 

En este camino, mis maestros de primaria, primero Adriana Ruíz Nieto y Divina Santiago Villalobos, me mostraron que las hojas de cuadernos podían ser mis mejores amigas, siempre y cuando yo pudiera contarles a ellas mis sueños, mis deseos, mis proyectos. Después Marina Morales López y César Matus López, ellos me dijeron que, si quería conocerme, conocer mi origen, conocer Ixhuatán y conocer el mundo, las hojas de los libros podían ayudarme; entonces me mostraron ese río llamado biblioteca y me inculcaron la forma más eficaz de beber de sus aguas, y desde entonces camino a la vera con mi cubo a cuesta, extrayendo agua para apaciguar mi sed, para tomar las hojas y de vez en cuando cocerle alas para que como aves me digan cómo se ve el mundo, cómo se ve mi pueblo, Guidxiyaza.

 

(Cinco)

 

"¿Y cómo es tu pueblo?", me preguntó.

 

Mi pueblo es como dos hojas de un libro: uno contiene su historia interminable, la otra aún la estamos escribiendo.

Ixhuatán, el pueblo entre hojas

A. Antonio Vásquez

bottom of page