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El domingo 7, poco después de las 10:00 de la noche, un joven ixhuateco, recientemente doctorado en Educación, publicó en Facebook que, viendo lo que acababa de ocurrir y los resultados obtenidos por las acciones emprendidas, se preguntaba si valía la pena seguir.

 

Este pensar en voz alta de inmediato me sugirió que se refería a las protestas llevadas a cabo en esos días por la CNTE. Más  tarde pensé que podría estar equivocado en mi interpretación, que a lo mejor el joven se refería a la elección y a sus resultados –parcialmente conocidos a esa hora-, lo que quizá lo desalentaban porque los mirara adversos para su causa, esta opositora al gobierno federal, legal y democráticamente elegido casi tres años atrás.

 

Aquí quiero expresar lo que sentí y pensé imaginándome ambos escenarios, ya que no tengo la certeza, repito, de qué fue lo que el joven quiso decir con dicho texto en su muro.

 

Debo decir que a mi paisano, como a muchos otros, le ha costado esfuerzos mil lograr lo que ha logrado en cuanto a educación se refiere. La razón: su pobreza familiar jamás desmentida ni mucho menos negada. Handicap que tiene en oposición no solo su disciplina y dedicación, sino una muy buena inteligencia, ingredientes todos que han dado como resultado el éxito en su profesión.

 

Ahora bien, ¿por qué entonces el joven doctor en Educación defiende la causa de la CNTE en el estado donde trabaja que ni siquiera es el suyo? ¿No sería mejor dedicarse a buscar promoción en su profesión y ocupar los cargos que su adiestramiento intelectual le tiene destinado? ¿Qué le cuesta seguir ascendiendo y, ya estando a buena altura, mirar hacia atrás y entonces, quizá, ayudar a quienes vengan rezagados? ¿Quién le enseñó a caminar de ese modo que no puede prescindir de lo que alguien llamó –no sé si con razón o no, pero de manera poética- los “desheredados de la tierra”? ¡Quién le lavó el cerebro, pues!

 

Todo ello pensé para tratar de entender el pensamiento –y quizá  una conducta consecuente, no lo sé- del personaje en cuestión y que no solo llamó mi atención, sino que me tocó el ser, conmoviéndome. Lo imaginé desesperanzado, solo e inerme frente a un enorme muro que no solo representa a un gobierno sordo a los reclamos de los más vulnerables, sino también –y sobre todo- por ver en torno suyo a mucha gente bien adoctrinada por ese mismo gobierno, a grado tal que constituye un pueblo indiferente al llamado de muchachos llenos de luz y de buenas intenciones como él y muchos más.

 

Muchachos que ofrecen el pecho rebosante de vida a una causa que muchos, sin más y sin compasión, califican de perdida, si no es que insensata y loca. Jóvenes docentes de los que sobre su gremio se ha dicho cosas peores –calumnias y medias verdades-, como si toda la sociedad se hubiera puesto de acuerdo para sepultarlos en calificativos denigratorios. Ello, porque en su desesperación atropellan ciertamente los derechos de terceros –para llamar la atención y los auxilien a salvar su trabajo- en  estados donde abundan los pobres y la riqueza de recursos naturales ambicionados por los capitalistas voraces. Abandonados a su suerte, los docentes se aferran con dientes y uñas a una realidad que no los quiere como los protagonistas que su profesión les destinó ser, sino como meros peones de las reformas, que hasta el más simple ciudadano se da cuenta de que beneficiarán al capital nacional y extranjero. Pelear por el futuro es apostar a ser tachado de ridículo, cuando menos.

 

Bueno fuera –para no ser criticados acerbamente- que esos maestros y maestras pudieran marchar en las banquetas, en horarios donde no tuvieran que abandonar las aulas y a sus alumnos, con pancartas en mano y consignas de sus demandas dichas en buen tono. Bueno fuera que los guardianes del orden solo se concretaran a vigilarlos, que nadie los provocara, que el gobierno no infiltrara en sus filas a provocadores  que  incitan a la violencia y a los desmanes; que los medios de comunicación publicaran sus demandas y dijeran la verdad de cómo se inician los zafarranchos, que las autoridades los escucharan lo más pronto posible y no les dieran largas engañándolos. Ah, que la ley se aplicara sin distingos, que fueran desenmascarados los políticos y funcionarios corruptos que   con sus latrocinios dañan la infraestructura educativa del país, uno de los motivos de los bajos salarios del magisterio. Así, sin duda, no habría bloqueos de ningún tipo.

 

La gente olvida que Villa, Zapata, Carranza, por citar solo a tres, también incomodaron y suscitaron el encono de la sociedad de su tiempo. No, hoy día no anda protestando en las calles un Villa o un Zapata ni habrá un Madero. Cuando los hubo los asesinaron. Y, una vez dejaron de ser un peligro para el bienestar de la clase acomodada, los llevaron a los altares laicos de la patria y los llenaron de lisonjas hipócritas. Hoy son los ideales y las razones de las luchas de aquellos hombres, llamados en su momento facinerosos, los que enarbolan el magisterio y todos aquellos que se movilizan contra las injusticias. Ideales que siguen siendo incómodos e inaceptables para los poderosos.

 

Los maestros y maestras que en las calles gritan y atropellan derechos de terceros son gente que siente terror de quedar sin trabajo y sin su sustento, y no solo porque defiendan privilegios de casta. Y, si dan la apariencia que los manipulan y controlan, ¿no es también manipulación y control los que ejerce la clase dominante sobre las otras clases? Ah, claro, una manipulación calificada de decente y educada donde los líderes ocupan la punta de la pirámide. Pues esos mismos derechos tienen, en todo caso, los líderes del magisterio, que por algo lo llegan a ser. Porque arriesgar la vida en las marchas no cualquiera lo hace en este país, yo nunca lo hice. Por otra parte, muchos sin arriesgar la vida se sientan orondos en una curul o escaño y desde él se ponen a pontificar y legislar en contra de los intereses de quienes les otorgaron el poder. Y allí sí no importa que sean líderes corruptos y corruptores.

 

No pude evitar trasladarme a la edad del joven, cuando yo estaba recién salido de la universidad y con las ganas de comerme el mundo a puños. Hasta esos momentos me sentía, qué digo incomprendido por la gente, ¡por mi propia familia! Mis padres no podían entender mi postura ideológica contraria a lo que en el papel o en la teoría me correspondía como miembro de la clase media baja. Nada que ver con moral, ética o cualquier cosa parecida, sino todo circunscrito a la mejora  económica, quizá porque mi familia venía emergiendo de su pobreza.

 

Es verdad, nadie desea permanecer pobre ni ignorante ni devaluado delante de los demás. Y en perseguir esas quimeras –así lo concibo- se vende el alma al deseo descarnado del querer tener, esto es, dejamos de ser ángeles –si es que existen y si no lo invento para fines de entendimiento- para convertirnos, si no en diablos propiamente –que pienso no existen porque entonces no tendrían razón de ser los perversos/as-, sí en verdugos de nuestros semejantes. Díganme, ¿hay peor infierno que eso? En México y en todas partes, quien mejora de posición social en un dos por tres olvida sus orígenes humildes. Y quien es rico/a no concibe de otra manera la vida.

 

No sé cómo pudo ocurrir, pero ocurrió: de pronto, en mi adolescencia me sentí predestinado a pelearme con todos –aún no me daba cuenta de que también peleaba conmigo mismo-, comenzando mis escaramuzas en casa. No sé cómo diablos fui a caer –no en garras de lecturas equivocadas como algunos suponen, mucho menos de demagogos o pensadores maquiavélicos como también suele decirse- y convertirme en  defensor de esas causas llamadas perdidas donde el que juega a héroe quiere rescatar -¡rescatar!- a náufragos cuando él mismo es un náufrago.

 

Ahora entiendo un poco mejor las cosas: aquello que pensaba y quemaba mis sienes en mi juventud me hacía vivir, a ratos intensamente con la lectura de un libro, con escuchar música, presenciar una obra de teatro o simplemente caminar sin rumbo, rumiando mis pensamientos como personaje de Joyce o de César Vallejo. Sí, lo confieso, también a ratos con una medialuna o una soga en mente, etiquetados: “Úsese en caso de emergencia”.

 

Claro que me daba cuenta de los peligros que me rodeaban. El mundo, desde que lo conozco, nunca me ha resultado un lugar seguro. De ahí mi tendencia a refugiarme en esa caja china que es el pensar: una deidad infinita que decide, equivoca, rectifica, olvida, sueña. Hasta que descubrí la literatura y pude vaciar en el vacío de una página –bien mirado, un manicomio- no mis demonios ni mis fantasmas huyendo despavoridos del fuego eterno, sino mis miedos, angustias y ansiedades.

 

Al llegar a este punto, entiendo que ese muchacho aún está lleno de ideales, que es limpia su alma como la de Gokú –lección que me enseñó mi hijo menor cuando era un niño- y que él cree, como yo también lo creí en su momento, que uno puede ir por la vida deshaciendo entuertos como Don Quijote. Que todo se justifica –lo bueno y lo malo- porque  nos mueven buenas intenciones, esas mismas que afirman que está empedrado el camino del infierno.

 

Pensar que tenemos la razón solo porque no pensamos como piensan esos que atesoran fortunas materiales y poder es, si no una enfermedad, sí un síntoma de desesperación. Creernos capaces –igual que el personaje Cerebro- de conquistar el mundo cada día delata una edad jovial que tendrá siempre como destino pelear para encontrar su lugar. Hasta el día en que -¡oh, Dios santo!, dicen los religiosos- descubrimos que el mundo no es como nos lo hemos representado en nuestro pensar, ni siquiera como nos lo pintan en nuestra familia y sociedad. Entonces, si bien es cierto nos vemos con la espada desenvainada en la mano, a nuestro enemigo lo vemos aún más poderoso y con deseos de desintegrarnos. Entonces huimos o nos enfrentamos a él. Si nos derrota, pasaremos al siguiente nivel, no importa que este sea el de más abajo, el sepulcro. Pero, si huimos, comenzamos a olvidar que alguna vez fuimos jóvenes y que tuvimos ideales. Envejecemos de golpe y porrazo, sin gloria alguna, asiéndonos de nuestras posesiones, a nuestro tener, que termina siendo  nuestra única razón de ser.

 

El otro escenario que imaginé que poblaba la mente del joven esa noche también me resultó tormentoso. Lo imaginé del mismo modo como yo me vi muchas veces en que mi partido, mi candidato y mi bandera estaban derrotados. Y eso fue así porque en los tres lugares donde he vivido -Ixhuatán, Juchitán y el Distrito Federal- nunca un candidato mío ganó una elección. Por eso, cada vez que perdía, todo mi coraje terminaba convirtiéndose en impotencia, y esta, finalmente, en depresión. Burlones, los ganadores me aconsejaban irle al partido que ganaba todas las elecciones. Imposible irle al adversario porque para que eso llegara a ocurrir primero debía sentir, si no amor a él, sí respeto. Y nada de eso sentía por quien muchas veces ganaba a la mala.

 

Las frustraciones políticas repetidas me hicieron repensar la historia de mi patria. ¿Dónde está la clave del éxito de unos y la derrota de los opositores? ¿Por qué no se da la alternancia si las condiciones socioeconómicas  lo exigen? Llegué a una conclusión: son millones de factores los que hacen posible que la gente decida en el sentido que decide, y yo soy solo uno de dichos factores. Pero la paz no llegaba, y a la siguiente cita en la urna ahí voy con la esperanza, olvidando las trapacerías del pasado –y quizá hasta creyendo que los ganadores de siempre eran ya humanos y sentían lástima por la oposición- de que ahora sí mi candidato, un luchador social casi santo, haría historia y, de paso, yo estaría en ella aunque nadie más que yo lo supiera. Pero no, de nueva cuenta la patada en el trasero, y a llorar en un rincón, como aficionado de futbol que lo hace enjugando sus lágrimas y limpiando sus mocos en la bandera del equipo que acaban de derrotar. Una manera inconsciente –mancillando lo casi sagrado- para desquitarse de aquellos que no supieron ganar, como si fuera fácil de repetirse la hazaña de David ante Goliat. Inmadurez lo llaman los triunfadores.

 

Las derrotas fortalecen, me decían, pero yo no lo creía porque lo consideraba una burla. Llegué a acusar de lo peor a mi partido y a mi candidato. Pero no me agradaba que jugaran con las mismas trampas del que ganaba. Tampoco me entusiasmaba que usaran dinero malo en sus campañas. Pedía, como quien dice, que realizaran hazañas imposibles porque la pureza en política no existe.

 

Hoy, el panorama electoral, para mí, tiene otras lecturas. Ya no me apasiono ni me asusto por los resultados. Ya ocurrió la alternancia en la presidencia de la república y hemos avanzado en la democratización del país. Ya no soy maniqueo. Ahora ya sé que gana la elección quien más dinero invierta, quien más trampas haga, quien tiene vocación de político y trabaja en ello arduamente hasta salirse con su propósito.

 

Por suerte, el cambio de poderes es cíclico. Hoy los políticos y partidos son casi lo mismo en cuanto a su ideología, e igual que las religiones buscan el bien común y prometen el cielo, así mismo ellos lo prometen todo, hasta lo imposible. Queda en la gente en creerles o no.

 

Las elecciones del domingo mostraron que van a cambiar las cosas más rápidamente, ojalá así sea; que el hartazgo y las protestas de la gente durante años siempre sirven de algo, y se reflejó en los resultados. No reconocerlo ya es otra cosa.

 

Ese domingo 7, mi hijo mayor, triste y preocupado ante los resultados de los comicios y la presencia de las fuerzas de seguridad en el estado, me dijo: “Ahora te comprendo, papá”. No sé exactamente qué me quiso decir, pero me conmovió –así nos pasa a los viejos- porque pasó por mi mente toda mi historia de opositor perdedor, mis sinsabores que supuse ahora estaba experimentando mi hijo al no darse los resultados que él deseaba. Supuse se forjó demasiadas expectativas en el movimiento magisterial y confió en que la oposición ganaría esta vez un poco más. Quise aliviarlo diciéndole lo que tanto se dice en los grupos de AA: “No pasa nada”. Y sí pasaba en él ese resabio que  lleva días quitártelo, duro de limpiar como la cochambre. Finalmente, le dije: “Para que México cambie, de verdad requiere tocar fondo”. Le gustó la frase, tanto que más tarde vi que la tuiteó y me dio el crédito. Fue cuando pensé: “Hijo de tigre, pintito”. Y sonreí, complacido.

Juventud opositora

Juan Henestroza Zárate

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