top of page

A Isidro Matus Luis, de la primera generación de estudiantes de la extensión de la preparatoria en San Francisco del Mar Pueblo Viejo, quien hoy siembra su semilla después de un largo beso.

 

Ojalá se te acabe la mirada constante,

la palabra precisa, la sonrisa perfecta.

Ojalá pase algo que te borre de pronto.

Una luz cegadora, un disparo de nieve.

Ojalá por lo menos que me lleve la muerte,

para no verte tanto, para no verte siempre….

(Silvio Rodríguez)

 

 

Morir no es cualquier cosa ni sucede en un instante. La bella muerte te acompaña, te enamora, te seduce. No es ella una cualquiera que se atraviesa en tu camino. La muerte es una romántica empedernida.

 

Para morir hay avisos previos: un piquete al hígado, un riñón que pierde el ritmo, un su golpeteo del ano, un desmayo o la presión que se baja o se sube. Son avisos. Indicios. Invitaciones.

 

Sus largos, negros y brillantes cabellos se remueven con el viento, sonríe, se acomoda y lanza bocanadas de humo al aire. Su cigarrillo le anuncia la presencia del siguiente paso.

 

Encontrada la búsqueda, se sonríe nuevamente, se perfila y avanza dispuesta a ejecutar una extravagante danza ancestral que no cesa de gustarle.

 

Se siente ella inmersa en la fiesta patronal; se llena de bullicios, de admiradores y admiradoras; le hacen el ruedo, y suenan los cohetes.

 

Anoche, en esa fiesta, también me la encontré o ambos nos encontramos y nos vimos de reojo. Fui invitado a bailar. Y fue que recordé mis avisos previos. Un aparatoso choque de taxis que los medios anunciaron como choque entre iglesias. Con una frente y párpado rotos fui a ayudar al taxi oponente, y ella me sonrió y se inclinó sobre el chofer para darle un beso. La segunda vez la camioneta de la parroquia volcada completamente y un rasguño en la mejilla.

 

Anoche, en medio del ruedo iluminado a ratos por las luces de los cohetes lanzados como cantos al cielo, caminó firme y sensual. No sentí haber movido mis pies, pero estaba frente a ella. Dos pasos a la izquierda, uno al frente, un paso atrás, dos pasos a la derecha. Un barullo.

 

Una camioneta naranja estacionada mientras caminaba a buscar algo de cenar en un día repleto de clases, visitas y reuniones que no habían dado espacio para apagar el hambre. Me senté para esperar una tlayuda que se había invitado a ser banquete especial.

 

Un jovencito fatalmente ebrio abrió su lata mientras el chofer prendía el carro; dio marcha mientras el otro, su copiloto, bebía.

 

Se asomó ella radiante, sus ojos negros de brillos atrayentes, sus pestañas largas y curvadas. Un rostro de porcelana de oscuro color. El viento, intermitente viento que le acompaña, movió sus cabellos mientras sus carnosos labios dibujaban alegría. Me ofreció un beso.

 

Una ceguera de luz inundó mis ojos.

 

Sonó la música de banda. Calibre 50 escuchaban.

 

Una lata de cerveza lanzada como proyectil.

 

Di un pazo a la izquierda siguiendo el ritmo de la ancestral danza.

 

La lata terminó estrellada contra la taquería. Yo, bañado en cerveza.

 

Ella sonrió, me guiñó el ojo y siguió su paso: “Aún no es hora”, susurró al pasar junto a mí.

 

Qué desperdicio, hubiera sido mejor beberla.

La danza del beso

Manuel Antonio Ruiz

bottom of page