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Si vivieras, ingrato, serías un viejo de 89 años.

A ta Chayo, mi abuelo

 

 

En los aciagos setenta -aún la herida del 68 permeaba en el Distrito Federal y algunas zonas del país- vino el halconazo y la guerra sucia con la guerrilla, fuera urbana o rural. El país perdería a su izquierda y esta tomaría la opción de las armas como única salida.

 

En ese clima negro, una tarde se recibe un telegrama, críptico para no delatar el mensaje y el mensajero, pues no solo la Federal de Seguridad era criminalmente represora, en Ixhuatán también existían nuestros policías chinos, que vigilaban el estado de las cosas e intereses de nuestros caciques locales.

 

En la Cuarta Sección, bajo un frondoso mango y a un lado de una humilde tejabana, se rasgó aquel sobre que traía un dato. Saldrían ya las visitas a Ixhuatán con la orden de ocultarlos en Cerrito o en algún rancho de alguien de confianza.

 

Destinatario y remitente sabían a dónde llegarían los viajeros, quiénes eran y por qué huían; no se debía contar del origen de estos ni con los sueños: la seguridad de todos iba de por medio.

 

Comprada ropa nueva y boletos en el DF, partió una columna con destino al Istmo, llegaron con identificación de ambas partes y partieron a Ixhuatán.

 

Con una irresponsabilidad infantil del viejo, el padre encomendó a su adolescente y único hijo varón llevar a las "visitas" con su yerno, allá en Cerritos. El joven tomó camino y llegaron a la casa de aquel ikoots, quien los recibió gustoso y los acogió en su casa. No hubo preguntas para los recién llegados, solo camarones y jaibas para que comieran a gusto.

 

El grupo era diverso en origen, pero dos universidades los habían formados: unos de Chapingo y los otros de la UNAM. Altos ellos, blancos y de barba por las horas en la clandestinidad, eran fácilmente delatables en una ranchería de no más de 200 personas.

 

Aquel huave gustoso los llevó entre Tiniongo y Paso Carreta, y de esas tardes de ocio con ellos devino en su formación política. El espíritu rebelde del ikoots ahora tomaba sentido, la lucha por las tierras de su gente se volvió su pasión hasta su muerte prematura, doblado por una enfermedad.

 

Con el paso del tiempo, yo escuchaba a ese viejo hablar del tema entre susurros, como quien no quiere decir un gran secreto.

 

Al huave lo veía leer un libro rojo, pequeño, que, en sus descansos, tomaba dando paso las atarrayas por la lectura, se sentaba bajo un tamarindo del patio de su casa. Leía y releía ese pequeño libro, hurgando respuestas a sus muchas preguntas. Ya en la universidad descubrí que era aquella obra que formaba a mi tío era justamente el Libro Rojo de Mao Zedong (antes Mao Tse Tung).

 

Supe después por el viejo ixhuateco que aquel secreto era haber dado cobijo a unos líderes de la Liga 23 de Septiembre, primeros guerrilleros urbanos que tuvo el país y que muchos estudiantes integraron sus filas como opción de cambio para el país. Él hubo de confesarlo a la salida del PRI del poder y al poco tiempo de su muerte, como para no llevárselo a la tumba. Le pregunté a quien promovió la visita y me confirmó el dato: su papá y su cuñado fueron sus cómplices.

 

El ikoots hoy descansa en las tierras de Ixhuatán, a pesar suyo. El viejo murió de amor a los pocos meses de haber partido su compañera, no pudo con su ausencia.

 

Del protagonista aún vive feliz y disfrutando divertido la más irresponsable de sus hazañas y diciendo: “Esos que hoy se visten de izquierdistas se zurrarían al hacer lo que yo hice”.

¿La guerrilla en Ixhuatán?

Joselito Luna Aquino

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