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25/2/2016

 

Era invierno. Me tocaba el turno vespertino de cuidar el melonar por aquello de que los animales se metieran al sembrado a comer melones. Este se ubicaba al poniente de la población, después del Ostuta, concretamente en los terrenos que formaban parte de la quinta La Gloria. El aroma del melón maduro inundaba el ambiente; obviamente, en ocasiones se confundía por el olor pestilente del orín de zorrillo.

 

El abuelo Eulofio Vásquez Moran era el jefe inmediato de la responsiva de aquel sembrado. Aparte del melonar, también el abuelo se encontraba desmontando una superficie de terreno que posteriormente serviría para incrementar las hectáreas del área de cultivo. Una cubetita de plástico era testigo del pozol que le llevaba al viejo para que aguantara la hora de la comida.

 

Veía cómo iban quedando tiradas con las patas pa’rriba los arboles de huanacaxtle, de hormiguillo, gulabere, palo blanco, etcétera. De todos ellos había un árbol que ta Lofio cuidaba mucho –hasta sombra le ponía–: se trataba nada más y nada menos que del palo de coyol, árbol con pronunciadas espinas y que viene a mi recuerdo cuando decían que tuviera cuidado, ya que, de espinarme, esta recorrería mi cuerpo y caminar por él hasta alojarse en mi corazón. Al parecer no tendría mucho chiste esta narrativa, pero resulta muy impresionante porque se trata de aprovechar la sabia de ese árbol bendito para muchos campesinos por estos lugares –aquí le llamamos taberna–. Clarito me dijo el viejo: “Mira, Cleme, te doy a probar un poco de esta materia, pero con una condición: esta agua bendita no cualquier pendejo la toma. Ponte como hombre”. Recomendación por algo especial del señor. Les confieso que tenía un sabor exquisito, comparado con el del agua de coco, realmente dulce. Así pasaron varios días. A aquella agua le fue subiendo de tono, su sabor –lo digo porque de vez en vez le daba un trago al garrafón donde el abuelo la iba almacenado.

 

Cierto día me encontré al abuelo realmente furioso. Me comenzó a reclamar de fea manera, pues pensaba que era yo el que se estaba tomando su líquido misterioso. Al final de aquel altercado, se convenció de que no había sido yo. Se dirigió al señor Antonio, al que lo ayudaba en el desmonte. En el reclamo estaba cuando vio a lo lejos que se acercaba una marrana con cuatro cachorros, y se enfilaban al lugar donde estaba el palo de coyol tirado. Sin más temas que tratar, ahí el abuelo ta Lofio había descubierto a la responsable de tan lamentable situación. Si vieran a la marrana: bien borracha estaba.

 

Invitacion: ahora que están en puerta las elecciones municipales, hago una extensa invitación para que consideren el rescate y preservación de árboles endémicos del pueblo. ¿Qué son unos cuantos pesos de su dieta milagrosa que se les asigna? Y así ayudarán a la recuperación de este emblemático árbol, el palo de coyol.

 

Cosas que se obtienen del árbol de coyol son ricos dulces, tortillas de coyol y, obviamente, la taberna. Por largos años ha sido mudo testigo de las aflicciones y sentimientos de los campesinos que la beben.

La marrana que se tomó la taberna del abuelo

Clemente Vargas Vásquez

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