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5/12/2015

 

Hay ventajas en ser viejo y vivir en un pueblo como Ixhuatán; más antaño que hogaño, claro.

 

Una ventaja fue que casi todos los habitantes se conocían, sabían sus historias personales y a veces hasta íntimas –muy a su pesar, claro-, bien por ser parientes consanguíneos o por línea política, es decir, por Adán y Eva o por conducto de la epístola de Melchor Ocampo.

 

Otra ventaja fue la confianza que los viejos depositaron en sus vecinos, ello porque sabían que en un momento dado, si los llegaran a necesitar, estos no lo pensarían dos veces para auxiliarlos. Aún hoy día hay casos en donde el vecino está mejor enterado de nuestra rutina diaria que nuestra propia familia. Durante años pasó por mi calle, a la misma hora de la mañana, un hombre de casi mi edad, quien, justo en dirección de la puerta de mi domicilio, lanzaba un gordo escupitajo que con oírlo a la distancia me hacía identificarlo de inmediato.

 

El saludo diario con que la gente de antaño se prodigaba era algo que fortalecía la confianza entre todos, lo mismo que los “cariños” –entiéndase regalos, casi siempre alimentos o postres- que mutuamente se proporcionaban. En ese mismo rango participaban los préstamos de dinero –que entonces se pagaban puntualmente porque había honor, vergüenza y palabra–, el préstamo de herramientas entre los hombres y la de trastes de cocina entre las mujeres; la mano para un pequeño trabajo, el cuidado de la casa o el prestar un hijo para comprarle al vecino algo en la tienda o en el mercado, llevarle un recado a alguien o una carta al correo, etcétera.

 

Una ventaja más era el saber de qué eran capaces todos y cada uno de los familiares, vecinos y conocidos. La fama, buena y mala, estaba bien regada por todo el pueblo, por lo que, cada vez que se tropezaba con algún nombre no del todo limpio, el interlocutor, si veía que su compañero no estaba al tanto de ello, de inmediato lo actualizaba sacándole los trapos sucios del susodicho, sin ningún escrúpulo,  pudor ni miedo. Porque de lo que se trataba era de cuidarse mutuamente las espaldas, no permitir que el truhán volviera a hacer de las suyas, se riera de la bondad, torpeza o ingenuidad de alguien a quien se apreciaba mucho y era útil. La complicidad no era bien vista ni en los asuntos de la alcahuetería. La traición y el abuso de la confianza eran moral y socialmente detestables, por lo menos.

 

Asimismo, el envejecer viviendo en el mismo lugar no solo los hacía sentirse seguros a los ixhuatecos/as, sino que también felices de ver pasar los días de su vida sin tantos sobresaltos, no obstante haber vivido tiempos violentados y violentos. Por encima de cualquier otra cosa, la gente del pueblo prefería la paz a tener dinero o riquezas de cualquier otro tipo. Por eso, cuando una tragedia, un crimen o un delito grave llegaba a ocurrir en el vecindario, cimbraba a todo el pueblo dejándolo paralizado y estupefacto, comentándose la noticia por mucho tiempo y sin olvidarla jamás, sirviendo para obtener de ellas moralejas con qué educar a niños y jóvenes.

 

En las tragedias todos, hasta los enemigos del caído en desgracia, se solidarizaban con él y su familia. Y, si no se rezaba ni se hacía oraciones por todos ellos, esto más se debía a que los ixhuatecos no tenían la costumbre de hacer todo eso, no obstante confesarse católica la inmensa mayoría de ellos. A la religión llegó un poco tarde el ixhuateco/a y, aunque ahora parezca más devoto/a de ella, me da la impresión de que ello se debe a los apuros económicos por los que se atraviesa más que a un gran fervor a lo divino. Lo digo porque muchos mudan de religión, tal y como lo hacen algunos alcohólicos anónimos de grupo, que por cierto existen varios de estos en el pueblo, así algunos de ellos solo cuenten con cinco o menos miembros.

 

Todos los días en el pueblo había motivos para afianzar la amistad, el compañerismo y la unión entre los vecinos. A veces era una misa de 40 días, de cabo de año o  de siete años de un difunto a la que acudían casi todos. En otras ocasiones era un deceso motivo por el cual  había que visitar a la familia, estar en la ayuda del velorio, asistir a escarbar la sepultura, acudir a la misa de cuerpo presente y al entierro, dando no solo la presencia, sino la limosna: una pequeña cantidad de dinero acompañada del pésame.

 

En otras ocasiones el pretexto para la cohesión social fue una fiesta de 15 años, una boda o una vela a un santo o a una virgen: devociones de la familia. En todas ellas había que llevar limosna, una aportación que hoy día se ha generalizado en 50 pesos para hombres y mujeres. Asimismo, en donde era aplicable, el hombre llevaba su cartón de cervezas, que hoy su precio ronda los 120 pesos, mientras que las mujeres llevaban regalos. A cambio se recibían tragos, comida y música, según fuera el evento. Ah, acudía toda la familia, a veces hasta los perros.

 

Como todo buen viejo de pueblo no se necesitaba cambiarse de ropa todos los días, se podía usar la misma, incluso sin lavarse ni plancharse, ello no estaba mal visto, sin importar que el sujeto fuera rico. “Yo soy quien soy y todos lo saben” bien podría ser una respuesta ad hoc de cualquiera de ellos. Por eso no importaba andar descalzo o con un par de huaraches de correas de puro cuero o de mecate de palma.

 

Era costumbre, después de comer carne, salir a la calle con un palillo en la boca escarbándose los dientes. Asimismo, quien era letrado o quería presumirlo sin serlo debía portar en la bolsa de la camisa un bolígrafo o pluma “wereaver”, de esos que daban por 10 corcholatas de refrescos Jarritos en la tienda “Las trece letras”, de don Aurelio Toledo. “No son trece letras, ¡son catorce!” fue siempre la discusión entre chamacos de aquellos ayeres hasta que alguien dio con el rótulo que le cabían exactas las letras que anunciaba: “Las quince letras”. En donde los ricos dejaban de manifiesto su posición era al portar un reloj de bolsillo que casi siempre traían en la bolsa de su pantalón, ya que no se usaba chaleco aunque el dicho: “Ni mangas porque es chaleco” ya se usara.

 

Viejo de pueblo que se respetara debía regar a jicarazos de agua la parte de calle que le correspondía para luego salir a sentarse junto a la puerta de su casa todas las tardes con su esposa, una vez el sol se iba poniendo. Era para sortear los calores aunque allí se fuera presa de los mosquitos y jejenes. La recompensa era ver pasar a la gente, a la que por costumbre se  le preguntaba: “¿Para dónde?”, a lo que él o ella, sonriendo casi siempre, respondía: “Voy por aquí a hacer un mandado”. Muchas  veces incluso se dijo a casa de quién se dirigía y para qué asunto. Otra cosa fue que se elucubrara allí mismo, en esas horas vespertinas, una retahíla de noticias no siempre verídicas –así se les anticipara, antes de hablar el chisme del prójimo con un “Dios me perdone la boca porque también tengo a mis hijos”– ni actualizadas.

 

Los viejos de antaño sabían bien a bien que las cosas se inclinan por algún lado, casi siempre por donde aqueja el mal. Lidiaron con asesinos a sueldo, matones solitarios y homicidas ocasionales o accidentales. Para todas esas categorías tuvieron una calificación casi siempre acertada. Ellos siempre creyeron en aquel dicho que punta: “El que a hierro mata a hierro muere”. Y confiaban en Dios para que así ocurriera, y ocurrió casi siempre. Por eso, cuando un perverso moría de viejo en su cama, no solo se extrañaban de ello, sino que dudaban de la acción justiciera del mismo Dios. Y maldecían al malo si este lloraba y pedía clemencia a su verdugo antes de ser asesinado.

 

La casa, la calle, la iglesia, el mercado, el panteón fueron los referentes de aquellos viejos/as ixhuatecos/as. Un enorme y añoso árbol, cuando moría o lo echaban abajo a golpes de hacha, era como arrancarles un pedazo del paisaje dejándolos despoblados de un sinfín de historias. Lo mismo si era una vieja casa la que derrumbaba la incuria. Cuantimás si un amigo moría, ese mismo con el que todas las tardes se conversaba de las cosas cotidianas, ese al que se amó por ser como siempre fue: fiel en la amistad hasta la médula. La gente buena abundó en ese tiempo cuando se tuvo gran temor a Dios y las ambiciones estaban bastante sosegadas, no como ahora, que andan sueltas como demonios.

 

Hoy los viejos ya somos otros muy distintos a nuestros antepasados: enclenques, llenos de achaques si recordamos que aquellos a los que sustituimos los vimos muy sanos entrados en sus 70 o más años; no en balde caminaban rumbo a su propiedad o montaban a caballo diariamente, acudían al campo, en donde trabajaban bajo el sol en sus siembras o con su ganado, comían con un apetito voraz lo que fuera y dormían con solo poner la cabeza en la hamaca o almohada.

 

Ya no vestimos como nuestros antepasados, la civilización se nos impuso en toda la línea. Ya no confiamos en todos los humanos y muchos tampoco en Dios. Ahora la mayoría de jóvenes ni siquiera nos conocen, ellos nos preguntan nuestros nombres y, cuando nos subimos a las mototaxis, nos dicen: “¿Por dónde vive?”. Y si uno responde: “Allá por la iglesia”, preguntan: “¿Cuál iglesia?”. Y sí, tienen razón, hoy medio pueblo abraza otras religiones y por ende existen otras iglesias aunque dudo de que recen y oren en la medida que sea suficiente para librarnos del barullo de la modernidad: ruidos ensordecedores desde que amanece, falta de respeto entre vecinos y parientes, deudas impagables, robos hormigas, violencia doméstica, etcétera.

 

A pesar de todo Ixhuatán es un pueblo que yo no cambiaría por otro así me ofrecieran en él todas las facilidades. La paz que aquí se encuentra y se respira, aunque ya no es aquella idílica de mis ancestros, es suficiente para detenerse a ver el paisaje y suspirar hondo y profundo al tiempo que se agradece la lección que ellos nos dejaron: amor al trabajo y al prójimo. Más no se puede pedir en estos tiempos tan calamitosos.

La paz de Ixhuatán

Juan Henestroza Zárate

Tomada de www.duelum.com.ar

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