“Virginidad” es la palabra favorita del patriarcado y la más velada manifestación de violencia machista. La mujer virgen, es decir, que nunca ha tenido un encuentro sexual en el que haya sido penetrada por el falo de un varón, es ridículamente sobrevalorada en la mayoría de las civilizaciones por casi todas las personas que la rodean.
Esta odiosa obsesión por depositar el valor de una mujer en su himen tiene un origen milenario, pues en la literatura mitológica de todo el mundo las vírgenes tienen un valor espiritual superior, lo mismo son consejeras, seres divinos o mágicos, e incluso el alimento favorito de los dioses y otros entes que tras violarlas, las engullían o asesinaban a cambio de favores celestiales y poder.
La antropología se ha encargado también de revelar cómo desde hace miles de años las religiones han ido estipulando en sus escrituras la intrínseca conexión entre las palabras “valor” y “virginidad”, siempre y cuando estén dirigidas a las mujeres. La virginidad es, pues, según la sociedad patriarcal apoyada en sus dogmas religiosos, el mayor valor de toda mujer.
Y por el contrario, una mujer que tiene una vida sexual activa y no se encuentra bajo el régimen civil o sacramento del matrimonio es condenada, juzgada, exhibida, segregada, discriminada, categorizada como puta, despreciada, rechazada, y en el peor de los casos lapidada.
Lo más lamentable es que los jueces y verdugos no son solamente hombres, sino que también sus congéneres son parte de este desprecio social que se ejerce sobre las “no vírgenes”, de hecho, muchos municipios zapotecas de la región del Istmo de Tehuantepec mantienen con orgullo la tradición de enaltecer a la mujer que resulte virgen antes del matrimonio, así como de condenar y aborrecer a la que no demuestre tal pureza.
Crecí con este cuento de horror que compartían mis familiares cuando alguna conocida de esta región se iba a casar y no pasaba la prueba, presencié alguna vez cómo la familia completa de la novia se desgarraba en lamentos porque la hija, sobrina, nieta, hermana no había manchado de sangre el pañuelo, el calzón o la sábana.
Estaba completamente confundida y aterrorizada sobre lo que veía y escuchaba, incluso a mis escasos 11 o 12 años pensaba: “¿Tendré que hacer eso?”, “será verdad todo lo que cuentan”, “ocurrirá solo en el Istmo?”.
Tal cual, en algunos municipios que se jactan con orgullo de conservar esa misógina costumbre se han ido modificando las formas y algunos detalles, pero en esencia es esto: el varón cuando encuentra a la mujer con la que quiere compartir su vida la tiene que “pedir” con protocolo de por medio a los padres de la novia, o escapan y luego salda la deuda con la familia.
En cualquier de los dos casos, lo que le importa a las dos familias es constatar si la novia es merecedora de tan valioso prospecto de esposo o si es –desde su parecer- una pecaminosa que tuvo la mala suerte de decidir sobre su propio cuerpo, haber nacido sin himen o desgarrárselo en cualquier sentón que se dio en la infancia.
Si la pureza de la futura esposa es comprobada mediante la sangre que derrame cuando le busquen y rompan el himen, todo es fiesta, jolgorio, lágrimas, orgullo, y a tirar la casa por la ventana, “criamos bien a la muchacha”, se dicen los padres cundidos de emoción mientras se abrazan.
Si sucede lo contrario, pues siempre hay forma de arreglarlo: disculpas, dinero, regaños, exhibición pública de la falta, en fin, las modalidades de pago sobran, pero la mujer no es menos que una cualquiera.
Las historias varían, entre las que he presenciado o me han compartido y lo que monitoreo en medios de comunicación se ha ido perdiendo la tradición original, que era mucho más violenta y agresiva hacia la “no virgen” y se ha ido adornando la celebración de cuando la mujer sí resulta pura y santa.
Lo lamentable es que esta tradición istmeña sigue enraizada y vigente. Recién leí una entrevista a una istmeña, licenciada en Educación Básica, que aceptó que dicha tradición no es otra cosa que violencia hacia la mujer, pero por dale gusto a sus padres aceptó ser sometida a la prueba. “Es una tradición que no iba a romper, mis padres merecían saber que educaron a una buena hija”, es como remata la entrevista.
Cómo puede ser que en los albores del tercer milenio de esta era, en un país que registró tres mil feminicidios en el último año, que en cada dependencia de gobierno se está implementando la perspectiva de género, en el que 3.5 millones de mujeres son analfabetas y el 75 por ciento de toda la población femenina ha sufrido algún tipo de violencia machista, sigamos considerando una tradición cultural la virginidad de una mujer.
Una mujer vale por ser mujer, punto. No necesita la aprobación de nadie para desarrollarse sanamente como persona y mucho menos para ser respetada, nació libre y con derechos, y entre esos derechos está el de gozar de una vida libre de violencia, hay un marco jurídico federal que lo estipula y el sentido común lo dicta.
Una mujer, de acuerdo con la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, así como a tratados y convenios internacionales, como el de la CEDAW, Belem Do Pará, entre otros, tiene derecho a decidir sobre su vida, su cuerpo y su desarrollo personal, así como a no ser discriminada por no cumplir con los estándares sociales, comunitarios o religiosos.
Esta tradición está considerada por las organizaciones y activistas pro derechos de las mujeres como violencia en el ámbito familiar y/o violencia comunitaria, las cuales están tipificadas como delito federal, cualquier mujer que se sometida a ella puede demandar penalmente y ampararse ante instancias como la Comisión Nacional para Prevenir la Discriminación, organismos de derechos humanos y tratados internacionales.
La Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH 2011) revela que, en el caso de la violencia comunitaria, 26.1 por ciento de las mujeres solteras sufrieron algún evento durante el año previo a la entrevista; 13.2 por ciento de las separadas y 11.7 por ciento de las casadas. En conjunto, 15.5 por ciento de todas las mujeres de 15 años y más de edad sufrieron al menos un evento de violencia comunitaria durante el último año. Considerando todos los eventos a lo largo de la vida, esta cifra se eleva a 31.7 por ciento.
La misma encuesta muestra que en México que cuatro de cada 10 mujeres en México (43.1 por ciento) han sido humilladas, menospreciadas, encerradas, les han destruido sus cosas o del hogar, vigiladas, amenazadas con irse la pareja, correrlas de la casa o quitarle a sus hijos, amenazadas con algún arma o con matarlas o matarse la pareja.
Pero tampoco se trata de una cacería de brujas ni de descargar el aparato de justicia sobre estas poblaciones que violentan mujeres disfrazando estos actos como tradiciones, porque las y los istmeños no son los únicos ultradefensores y promotores de la virginidad femenina.
La mayoría de las familias mexicanas cría a sus hijas con miras a permanecer intactas hasta el matrimonio, idea que refuerzan las religiones todas, las telenovelas de Televisa y TV Azteca, los cuentos de hadas, las escuelas que se niegan a educar libremente sobre sexualidad, en fin, hay un complot patriarcal en todo el mundo para que la mujer se mantenga en esa relación de subordinación respecto al hombre.
La región del Istmo y su violenta costumbre de humillar en privado y también en público a sus mujeres “indignas” es solo un ejemplo cercano que mencionar sobre lo denigrante y peligroso que resulta ser mujer en pleno siglo XXI y no cumplir con las normas impuestas por una sociedad machista y patriarcal.
Lo ideal es tomar conciencia de cómo esta tradición conlleva un odio hacia la mujer, rechazo, discriminación, opresión y absoluta violencia hacia sus derechos. No debe ser motivo de orgullo ser reconocidos mundialmente por exhibir las “faltas” de nuestras mujeres.
No es aceptable que con cifras tan espeluznantes respecto a violencia de género en nuestro estado –el cuarto lugar nacional en violencia machista contra la mujer- sigamos creyendo el cuento de que las mujeres reducimos nuestro valor humano a miles de células epiteliales esparcidas en un pedazo de tela.
Nuestro pueblo es más que eso, es posible preservar las tradiciones que sí nos enriquecen como cultura y comunidad e ir desechando las que nos exhiben mundialmente como violentadores de mujeres. No es un orgullo, no lo es.