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13/4/2016

 

Fue en mi niñez cuando escuché a mi padre hablar de Las Mojoneras. Ello fue al principio del verano, cuando llevamos a cabo el traslado anual de ganado del rancho de Paso Mico al de Los Ladrillos. Los largos temporales estaban por llegar, y con ellos el riesgo inminente de perder el hato, ya que Paso Mico era lugar bajo, y el río Ostuta inundaba nuestras tierras año con año.

 

Por muchos años no se me ocurrió preguntar qué eran Las Mojoneras, quizá porque veía que era una brecha del tamaño de una ronda o de un camino de carretas. Cuando más tarde escuché hablar de las peañas me obligué a ir al diccionario y encontré que eran sinónimo de peanas: “Sostén o pie para depositar alguna imagen u objeto”. Nada más.

 

No obstante que llegué a escuchar decir que aún estaban en pie algunas de las peanas, no tuve deseos de ir a conocerlas. Fue  hasta hace poco que pregunté por ellas y se me informó que ya no existían ni vestigios, solo el recuerdo. “Allá en la entrada de Pueblo Nuevo, en donde tienen la cadena, hubo una peaña”, me dijo el profesor Demetrio. Mi tío Gregorio me comentó que él vio una peana que estaba por su rancho, al oriente. “Era de ladrillos de poco menos de un metro de alto”, me dijo. Alguien, de quien no recuerdo el nombre, me contó que vio dos peanas con sendas cruces. Todos, eso sí, me comentaron que las autoridades obligaban a limpiar las brechas año con año, lo cual se hizo hasta mediados del siglo pasado. Poseo copia de un documento de 1884 en donde se consignan a todas y cada una de las personas que deben dar su tequio para limpiar la brecha: 142, solo 19 mujeres entre ellas.

 

Para ir a Los Ladrillos había que pasar por Las Mojoneras. A fuerza de recorrer ese camino vine a darme cuenta de que delimitaba dicha propiedad, que en 1903 fue de la familia materna de mi abuela Tina Amador: Juana Martha Vásquez y socios. Originalmente, Los Ladrillos abarcaba 1755 hectáreas de terrenos, de agostadero y bosques la mayor parte. Por cierto, la parte que le tocó a mi abuela y usufructuó mi padre fue el paraje llamado Ojalá.

 

Una vez me interesé por la historia de mi pueblo y me volqué a interrogar a los ancianos y ancianas, me volví a topar de nuevo con Las Mojoneras. No solo con ellas, sino con un nombre que todos lo asociaban a ellas: Francisco León, mejor conocido como Pancho León. “Fue Pancho León quien mandó trazar Las Mojoneras”, se me dijo entonces. El señor Nazario Salinas fue más allá al darme los nombres de los dueños de terrenos colindantes con Las Mojoneras.

 

Finalmente, el señor don Teodoro Ruiz Jiménez me proporcionó una copia del documento que Pancho León, jefe político del distrito de Juchitán en 1884, hizo firmar a los dueños de terrenos colindantes con el ejido que mandó trazar para los ikoots, a quienes removió de su antiguo pueblo y los puso a vivir en Ixhuatán en ese año, pueblo que se convirtió, por ese hecho, en cabecera del municipio.

 

Así, pues, Las Mojoneras delimitaban el ejido de los ikoots y fue trazado tomando como punto de referencia el río Ostuta por ambas márgenes. Su extensión fue de 5000 varas castellanas cuadradas, esto es, 2500 varas castellanas por ambas márgenes del río. Aquí debo recordar que en su origen cada pueblo de indígenas tuvo un ejido de una legua cuadrada (5000 varas castellanas, 3105.5 hectáreas o 4190 metros cuadrados). A pesar de ello, en el archivo municipal se contemplaban 10,000 hectáreas de tierras ejidales, ello, pienso, por la distancia que existe del Cerro de Las Vacas hasta el Mar Muerto, por el oriente, y de la desembocadura del río Ostuta en la Laguna Oriental hasta subir al Cerro del Zopilote, por el poniente.

 

Dicho documento se firmó en Ixhuatán el 13 de junio de 1884. Lo hicieron nueve dueños de terrenos colindantes con el ejido (entre paréntesis los nombres de las propiedades). Ellos fueron: Nicolás Toledo (Zopilote); Hilario Nieto (Las Vacas); por sí y por sus hermanos José Inés, Blas y Albino, ya que el padre de todos ellos, Cirilo, acababa de morir; Blas Hernández (Palo Grande); Silvestre Pineda (Llano Pinto); Esteban Zárate (Santa Rita); Andrés García (Maliata); Mauricio Matuz (Lagartero); Hipólita Hernández (Amatitlán), y Gorgonio Gómez (Los Ladrillos). Nueve propietarios en total, aunque en el documento se citan dos predios más: Las Arenas y Piedra Parada. Sobre quién fuera el dueño de ambas propiedades fue motivo de una investigación que llevé a cabo y que desvelo en un próximo libro sobre la historia de Ixhuatán.

 

Ese convenio de transacción de 1884 fue catalogado como el documento que amparaba las tierras de Ixhuatán: su fundo legal. Por años lo guardaron en un tubo de latón –usos de la época–, y cada nueva autoridad lo recibía de la autoridad saliente. Hasta que allá por 1921 –según deduje de la experiencia que de niño le tocó vivir al doctor Gastón Fuentes Delgado y publiqué en El Independiente número 12, agosto de 1999– se vinieron a dar cuenta de que dicho tubo estaba vacío. Documento que, en cuanto se generó el conflicto agrario con San Francisco del Mar, se dijo que un presidente municipal de origen ikoots de Ixhuatán lo vendió, lo que obviamente no fue cierto. Más tarde vino a resultar en manos de un político al que le sirvió para pelear una parte de Los Ladrillos, precisamente.

 

Las Mojoneras dieron también motivo para que se diseminara la especie de que los ganaderos ixhuatecos se opusieran al paso del ferrocarril  Panamericano –que se terminaría de inaugurar en 1908– bajo el argumento de que dicho tren mataría a sus ganados. En efecto, uno de los nueve dueños se opuso a ceder parte de sus tierras para el paso de dicho tren. Él fue don Nicolás Toledo, dueño del terreno Zopilote, que en 1903 era de 8000 hectáreas. Sin embargo, le hicieron ver que en 1884 había cedido sus derechos al municipio en caso de que este le afectara sus intereses, tal y como en efecto ocurrió.

 

En la Semana Santa de 1973, en abril, me hallaba dando agua de un pozo a un poco de ganado de mi padre justo allá en donde comenzaba Los Ladrillos, en tierra del señor Hueto, en Las Mojoneras. En eso vi pasar a un grupo de hombres vociferando rumbo al norte. Terminé de dar agua, escondí la cubeta, la garrucha y el mecate en un matorral y me dispuse a regresar al pueblo montado en la bicicleta, en boga en ese entonces. Antes de llegar al río Ostuta, en dirección de la Quinta La Gloria, del maestro Clemente Matus, me encontró uno de los trabajadores de mi padre: Nato. “Iba por ti, acaban de matar a un mareño”, me dijo, y me asustó. Fue esa la última vez que hice trabajos del rancho. Y, aunque he vuelto a ir por esos rumbos una o dos veces en los últimos 40 años, ya nada queda de Las Mojoneras, solo su historia.

Las Mojoneras

Juan Henestroza Zárate

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