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22/4/2016

 

Las convicciones políticas son como la virginidad:

una vez perdidas, no vuelven a recobrarse.

F. P. Margall

 

Quise darle título a esta nota basándome en la obra de Luis González de Alba “Los días y los años” no porque vaya a referirme a Tlatelolco de 1968, no, sino por la fuerza del título. Y el título nos habla de los días que pasan en Ixhuatán y los daños que deja en la psique, en la economía, en el tejido social y en todos los frentes que dan a la convivencia social los mínimos requisitos para una relación civilizada.

 

No para la ola de violencia (cabecean las notas rojas). Sí, no hay día en que uno no reciba desde el exilio noticias que cada vez dejan la capacidad de asombro con menos recursos para tenerlo. Es esa desgracia que carcome y que alcanza a todos sin excepción. Nada ni nadie está a salvo cuando los criminales asumen las tareas que se dicen son el monopolio del Estado. Perdemos todos cuando los canallas ganan.

 

Pueblos y ciudades del norte del país son francamente fantasmas y mudos testigos de la violencia que se quedó para instaurar su régimen de terror. Acabo de ir a una gira por el norte de Veracruz y Tamaulipas y, literal, uno está indefenso. No hay autoridad, salvo para corromperse; no hay policías que asuman su trabajo; el ejército y la Marina solo aparecen de en vez en cuando, como queriendo buscar a alguien que puede estar en todas partes. La hidra hoy tiene el control, y no hay visos de que salga.

 

Plantíos de naranjas y extensiones agrícolas que antes fueron de sorgo, maíz, frijol o frutales están literalmente abandonados. Ranchos que asoman su deterioro evidente, sus antiguas glorias. Lo que fueron y ya no serán.

 

Retenes de seguridad pública y militares que ya no sabes si son de los que dicen que son (policías y militares) o de delincuentes. La zozobra constante a cada kilómetro, a cada metro, a cada luz de auto, camioneta o camión, que no sabes si son un potencial agresor. El miedo se nota en los locales, y no te lo dicen, pero tampoco es necesario que te lo digan.

 

Llegar a Matamoros es una odisea. Instrucciones: no salir del hotel a no ser que sea necesario, esperar a un local que te acompañe; visitar ciertas zonas es una trampa mortal, comprar te vuelve un blanco. Presumir te cuesta la vida. La balacera se desata, el infierno; por las televisoras estadounidenses que ves desde el hotel te enteras que atraparon a un jefe mafioso en Ciudad de México, y sus sicarios retan al gobierno en esta ciudad. Son amos y, de pronto, toda, toda la ciudad es un fantasma. Nadie sale, salvo a que te dediques a algún negocio vinculado al narco.

 

Saliendo en la mañana observas camiones, autos, autobuses quemados. La carretera es más solitaria. Retén y el miedo. Irse con precaución, nos dice el marino, embozado en un traje blindado, arma de alto poder y cubierto el rostro. No andar en carretera después de las 6:00 de la tarde, la recomendación y sentencia. Otra vez la zozobra, la angustia, mientras que los kilómetros no parecen avanzar en las interminables rectas que son las carreteras de aquella parte del país. Nos detienen en la caseta de cobro, esta vez un soldado. “No avanzar”, nos piden. Seguimos con la angustia, pasan las horas, y la hora cero se acerca, decidimos no avanzar.

 

El convoy de camiones, autos y autobuses es largo. Llegan patrullas, Hummer, blindadas. Avanzamos conforme nos instruyen, parecemos una caravana de cascos azules en zona de guerra. Más patrullas, más marinos ahora. Llegamos a Tampico, y cruzar la frontera de Tamaulipas con Veracruz no nos asegura nada. Hasta ahí nos separamos. Invocaciones religiosas de por medio.

 

Seguimos el Golfo, la intención es avanzar. Dormitar y medio despertar hasta llegar a Coatzacoalcos y saber que también ahí nada es seguro. La ruta para Juchitán es larga aún, los cambios en los conductores se suceden, la falta de sueño ya se nota en los que no manejamos. Medio descansan nuestras angustias mientras cruzamos la línea imaginaria que separa Veracruz de Oaxaca. Respiramos ante la falsa sensación de seguridad.

 

Llegamos a La Ventosa, un bloqueo. Escuchamos despotricar a un veracruzano contra la falta de seguridad en Oaxaca; nos reímos y nuestros rostros, cómplices, se dicen: “O este no sabe lo que dice o la percepción del infierno ajeno es mayor al propio”.

 

Paso por dos paisajes terribles. Cerros destruidos a causa del nuevo trazado de la carretera, plástico adherido a los mezquites. El progreso, le llaman. Un enjambre de generadores eólicos nos acompaña hasta Juchitán. Hacemos una pausa mientras escucho en la terminal de autobuses: ¡a Ixhuatán!

 

Me pregunto: ¿y si para allá vamos? Lenta pero inexorablemente a la desgracia que hoy es Tamaulipas. Hablo con un ixhuateco esa noche, le cuento y me dice: “Ya falta poco para eso, hermano”. Le digo que eso es una miseria, y con un dejo de derrota me afirma: “¡Qué le vamos hacer!”. Pues me niego a creer que Ixhuatán vaya para allá. Me niego a que eso pase.

Los días y los daños

Joselito Luna Aquino

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