Amanece y yo, que acostumbro desvelarme, ni quisiera despertarme temprano, pero quien tiene su camarón para ser despulpado piensa diferente. Así que corre a poner su anuncio con el anunciante de su confianza y, ¡zas!, me llega el bocinazo que impunemente atropella mis planes de descanso al que tengo derecho. Miro el reloj,son las 6:18 y pienso: “¿No se supone que los anuncios deben comenzar a las 7:00?”. Mascullando palabras ininteligibles abandoné mi hamaca del corredor y me metí a una de las recámaras. Lo malo -me dije ahí- ni con quién quejarse y que le hagan caso a uno. Para colmo –por aquello de buscar consenso y cauce para el repudio unánime- no a todos molesta el ruido.
Hay quienes paran las orejas para oír el mensaje religioso que una anunciante acostumbra hacer, contraviniendo la ley. Otros afirman que el ruido de los tocadiscos es una linda tradición del pueblo. Quizá lo digan porque se están pocos días en el terruño. A otros les encantan los programas de complacencias, casi siempre de cumpleaños. Olvidan que ahora muchos tienen música en sus casas, celulares y que los audífonos son de uso generalizado. Por si no fuera suficiente, no todos tenemos los mismos gustos musicales. Los jóvenes ni por enterados se dan del ruido, sus tímpanos están acostumbrados a lo ruidoso, por lo que son candidatos a sordera prematura. Pero pregúnteles a los visitantes -paisanos y foráneos-, a los enfermos, a quienes están de luto, a los insomnes, a quienes trabajan de noche, a los vecinos de los altoparlantes, de los pasadiscos de las cantinas y negocios con altavoces, a los viejos que todavía oyen. “¡Ya no se puede venir a Ixhuatán, está convertido en un infierno igual o peor que el DF!”, me ha dicho más de un visitante. “¡Exagerada/o!”. “¡Delicada/o!”. “¡Ni parece que fuera de aquí!”. Esto y más podrían responderles más de un ixhuateco/a, clásica postura de quien se niega a reconocer el derecho de los demás. Esos mismos a los que no se les puede tocar –porque de inmediato reparan, quisquillosos- ni con el pétalo de una crítica. Finalmente, esta última joya: “¡Qué culpa tenemos de que esté neurótica/o!”.
Hace años, un presidente municipal, cuando le comenté que los anunciantes y sus clientes abusaban del ruido y del descanso de la gente, por lo que debían poner un horario, me dijo: “Pues fíjate que nadie se ha quejado por escrito para que podamos actuar”. Mejor me quedé callado porque la rabia que sentí podría traerme consecuencias. Velar por la tranquilidad de la población es, creo, una de las funciones de las autoridades, exista o no denuncia de por medio. Para eso sirve el bando de policía y buen gobierno que todo ayuntamiento promulga.
Al otro día, a las 6:30, ya no fue el mismo anunciante, sino otro, quien, con su anuncio a todo lo que daba su altavoz –más de 80 decibles, que es lo saludable-, me volvió a despertar. Esta vez me quedé en la hamaca pensativo. Si te quejas ante la autoridad –me dije-, quizá no te digan lo que aquel presidente te dijo, sino que ahora digan que los anunciantes tienen necesidad de trabajar en su oficio y que lo hacen honesta y legalmente. Ese no es el punto.Por supuesto que todos tenemos derecho a un trabajo lícito. Yo solo pido horarios estipulados que sean respetados. Nada más y nada menos. Entiendo que, si alguien muere en la madrugada, se requiere poner un anuncio muy temprano para invitar a escarbar la sepultura antes de que los amigos se vayan a sus labores. Pero ello ocurre de manera excepcional. Para todo lo demás no hay urgencia, todos sabemos quiénes matan reses, venden comida u ofrecen otros servicios.
Antiguamente, en el pueblo, los vecinos se peleaban por las hojas que tiraba un árbol a su patio; por basura que depositaba alguien frente a su casa, en la calle; por inmundicias de animales domésticos y/o los perjuicios que causaban por andar sueltos en el vecindario; por riñas de los hijos, etcétera. Rara vez llegaban a las autoridades tales desavenencias, tasándose un arreglo conciliatorio, que llamaban conformidad. Muchas veces intervenían, eso sí, adultos mayores. Estos eran los encargados de hacer ver a quien causaba el estropicio si a él le gustaría que le hiciera su vecino lo mismo.
En aquel tiempo, aunque ahora dé risa, hubo pleitos inverosímiles. Me enteré de uno ejemplar: por una plasta de caca humana. Una señora, creyendo que su vecina de enfrente no la miraba, con una pala la arrimó a la banqueta de esta. Ni tarda ni perezosa, la otra salió y, sin perder tiempo, con una coa, lanzó la mierda adonde estaba. Total, se pasaron un rato lanzándose el excremento hasta que este se fragmentó tanto que quedó tirado en media calle.
Aún es una vieja costumbre de algunas personas en Ixhuatán, gente mayor, principalmente, que aprovecha la noche o la madrugada para prender lumbre a su basura. Ellos piensan –y, al parecer, nadie puede convencerlos de lo contrario- que a esa hora nadie se dará cuenta de que son ellos quienes hacen humo, despertando a la gente, quienes los maldicen y les echan rayos. No ignoran que el humo sea dañino, pero, si los cuestionan, responden: “Yo toda mi vida he respirado humo y, mira, aquí estoy, no me pasó nada”. Pero qué tal cuando son ellos los afectados, entonces hasta piensan cobrar la consulta médica y las medicinas.
Gallinas y puercos han sido motivo de discordias entre vecinos desde que yo me acuerdo. A las aves en ese tiempo, para que no se extraviaran, se les ataba un trapo a una pata como señal distintiva. Casi no se extraviaban, y, cuando ello ocurría, se sabía quién las robaba: el borrachito de mala fama de la cuadra o el flojo que, habiendo qué cazar en el campo o qué pescar en el río, prefería torcerle el pescuezo a la mansa y gorda gallina de la vecina.
Establos de ganado vacuno y chiqueros de puercos los hubo en el pueblo en otro tiempo. Lidiar con las emanaciones malolientes de un establo nunca fue fácil, pero se aceptaba como una fatalidad menor el olor de la boñiga. No así con las emanaciones de los puercos. Quienes los tenían hacinados, sucios y malolientes “estaban más llenos de razón que los propios afectados”, afirman.
Lo mismo ocurría con las manadas de puercos que se paseaban vagabundas por todas partes, deteniéndose en la ribera -escusado de los pobres- , donde se servían con la cuchara grande lo que la gente dejaba allí libre y espontáneamente. Fueron tiempos de cisticercos y de ataques convulsivos como consecuencia. Me tocó ver por años una piara de enormes animales merodear en derredores del mercado público, muy gordos y campantes. Hubo también caballos vagos en el pueblo que la autoridad atrapaba y ataba en un bramadero en el ayuntamiento; así, obligaban al dueño a rescatarlo y pagar la multa por el perjuicio causado. Algunas veces, el animal fue metido en la cárcel. En tiempos recientes, los caballos sueltos causaron tragedias en la entrada del pueblo.
En el pueblo difícilmente hay casa donde no haya un perro, a los que, por cierto, no se les llamaba mascotas. La crueldad con ellos fue proverbial: se les ahorcaba por los motivos que fueran, se les capaba a vueltas –se ataba una liga o liste a los testículos que les cortaba la circulación-; se les propinaba severas palizas, se arrojaban sus críos –igual que los de los gatos- al agua del río crecido, etcétera. Sus deyecciones podían no solo verse por todas partes, sino pisarse, lo mismo que se percibían sus malos olores que emanaban del pie de las casas, lo que obligó a que, en marzo de 2004, comenzaran a ponerse en ellos y en los portones botellas llenas de agua. Hubo calles por donde, de noche, era casi imposible pasar por tanto perro bravo suelto, así que había que llevar un garrote en la mano.
Hoy día, muchas de aquellas cosas ya no son vistas. Ya casi no se vierten en el río Ostuta los desechos fétidos del camarón ni se lavan los tractores contaminados de pesticidas cancerígenos. Mermó la producción de camarón y melón, por eso.Al pueblo, a ratos, lo inundan olores fétidos de lo que la gente llama la marranera y no granja porcina.
Hoy vemos correr sobre el pavimento agua jabonosa de quien lava ropa o de algún negocio, gente que no ha pensado hacer un resumidero quizá porque crea que no molesta a nadie, que la calle, como decían antes, “es calle y no es de nadie”. Vehículos automotores, vendedores de frutas o de otros productos, así como anunciantes ambulantes de propaganda diversa escandalizan a todo volumen por todo el pueblo y a toda hora, ni se diga durante las fiestas de la Candelaria y en tiempos de campañas políticas.
En aras de la buena vecindad y por respeto al parentesco, muchas veces la gente calla su malestar, no se queja, no se raja, se aguanta, “se amarra uno un huevo para no pelear con esa gente inconsciente”, me han dicho varios. Y, si alguna vez se quejaron, nunca faltó quien les dijera: “Eres muy egoísta y envidioso/a. Deja en paz a esa pobre gente.¿Qué cosa es lo que te hace? ¿No ves que se está ganando la vida?”.
Hubo el caso de un juez municipal, en otro tiempo, que al quejoso –el cual le asistía toda la razón en la controversia que entabló con su vecino- le sugirió: “Si tanto te molesta, piensa que es un ignorante y que, como tal, no vale la pena pelear con él porque no va a entender nunca. Así que dense la mano y aquí no pasó nada”.
La salud comunitaria es responsabilidad de todos los ciudadanos. A la autoridad municipal le toca velar porque dicha salud se preserve. Contaminar el ambiente con ruido, humo, basura, un adefesio visual u otra forma es un delito ambiental.
El respeto, hermandad y buena vecindad no deben dañarse con los reclamos justos de quienes se ven afectados; por el contrario, debe fomentar la armonía. La querella no es personal, solo se pide resolver el conflicto apegado a las normas legales y de nuestra civilidad. Alguien tiene que hacer ese trabajo, y ese alguien es la autoridad, quien debe no solo vigilar que se cumpla con lo estipulado en la ley, sino que no haya reincidencia.
Los animales, sean del tipo que sean, ya no deben andar vagabundos. Quien no pueda mantenerlos encerrados en un potrero, chiquero, gallinero o zaguán, según sea el caso, ni sustentar sus cuidados y absoluto respeto a la vida de dichos animales debe renunciar a tenerlos. Existe entre nosotros la cultura y educación suficientes para comprender esto tan elemental. Una manera rápida de asimilarlo es ponernos en los zapatos del afectado.