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Hola, amigos del espacio digital. En esta ocasión les vengo a narrar una de tantas historias que me tocó vivir en nuestro bello Guidxiyaza al lado de mi abuela na Marcelina Ruiz Gómez: el día que la acompañé a la batida de huevo, previo a la boda de un pariente, y que serviría para crear la bebida que se le ofrecería a los familiares de la novia.

 

Todo transcurría tranquilo en una fresca mañana de las que nos ofrece el mes de noviembre. La abuela pidió que la acompañara un rato al domicilio de una pariente que recurría a ella para que participara en la ayuda, que en nuestro bello Guidxiyaza es herencia cultural zapoteca que se practicaba en estos casos. Ella vestía un pequeño huipil de cadenilla y una enagua rabona y a un costado prendía de sus blancas canas un peine (de seguro se le olvido dejar en casa). Pidió que le ayudara con su batidora (un aspa de madera con un mango de aproximadamente 40 centímetros), creo que estaba elaborada de madera de chicozapote porque pesaba un poquito. Llegamos al lugar indicado y ya la esperaban mis otras tías, na Rita, na María Matus, na Felicita y otras personas de las que se me escapan sus nombres.

 

–Mira de quiora te estamos esperando, na Marce. ¿Qué hacías? ¿Por qué no llegaste temprano, pue?– le dijo na Rita a la abuela. Esta contestó:

 

–Es que este chalán que traigo se levantó ya tarde. Es flojo– refiriéndose a mí (era fin de semana y había ido al Matiné la noche anterior. Estaba desvelado).

 

–Ahí te dejaron tus huevos, jahá. Apúrate porque ya empezamos este.

 

–Horita los alcanzo. Mira qué cosa ese. Más que ahora traigo un chingonazo: con solo mirar la batida, solito va a subir ese. Van a ver na.

 

La abuela hacía referencia sobre mi mirada, decía que era algo que había heredado de ella (o sea, que tenía una mirada buena).

 

Y así comenzó la batida. La abuela me pedía que le quebrara la punta de los cascarones de los huevos para vaciar sobre su olla de barro la clara y dejar la yema para lo último. Los huevos de gallina que se usaban en ese entonces eran de gallinas de rancho; cuatro casilleros eran la tarea. Después de un rato de frotar las manos sobre la madera, comenzó a subir aquella espuma; era momento de vaciar sobre ella la yema de los blanquillos que estaban esperando para dar así el toque final a la batida de huevos.

 

–¡Ya vieron, mucas! ¡Les dije que les iba a ganar!– presumía la abuela por haber terminado rápido aquel trabajo. Las demás señoras no podían creer que la abuela les había ganado. En su regocijo se encontraba na Marcelina cuando, de pronto, una señora la toma del hombro y le pregunta:

 

–¿Qué haces, viejecita?

 

Sin darle tiempo a mi abuela de tapar la boca de la olla con su delantal, aquella persona, que del cuello colgaba una cámara fotográfica, se asomó para ver el contenido de la batida. Mi abuela le contestó groseramente.

 

–¡No hagas eso, jija de Dios! ¡Ya me jodiste, chombre!

 

Sin comprender el motivo del enojo de na Marce, me sorprendió cómo las demás señoras le pidieron a la persona que invadía en ese momento el espacio de trabajo se retirara de ahí inmediatamente porque podía echar a perder aquella obra artesanal de batir huevos de gallina para hacer la base con las que se harían los marquesotes.

 

Y, como si na Marce fuera adivina, casi al instante, aquella combinación de movimiento y el huevo se había hecho “chirri”: como agua, la espuma había desaparecido.

 

–¡Vieja, jija de la ching! ¡Ya jodiste mi trabajo!

 

Ya en casa, le pregunté a mi mamá vida del por qué le había contestado así a la señora. Le dije que estaba mal. Ella me había enseñado respetar a los demás, y aquella escena mostraba todo lo contrario, por lo que me contestó que su enojo había sido porque la vista de la fotógrafa era fuerte y había echado a perder su batida, por eso ella no permitía que nadie viera su trabajo: porque una mirada fuerte cortaba al huevo, y ya no servía.

 

Reflexión: es triste y melancólico para mí ver cómo se ha ido perdiendo esta tradición tan hermosa de batir huevos para preparar el pan marquesote, tradición de muchísimos años que me tocó vivir. La creencia de las miradas fuertes se da por algún motivo que los abuelos descubrieron, pero es mera coincidencia la referencia de las miradas fuertes. Quizás sea el pH de las personas u otra combinación química que desconocemos la que echa a perder o cambia el estado físico de las cosas. Pero algo que llevamos muy dentro de nuestra sangre zapoteca es el amor por nuestras costumbres y tradiciones.

 

Una persona me comentó que tenía un proyecto de recobrar esta tradición que se ha ido perdiendo con el tiempo, única en el Istmo de Tehuantepec: la batida de huevos.

Tomada de www.mundo.com

Hay miradas fuertes...

que lo echan todo a perder

Clemente Vargas Vásquez

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