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Para na Paula y na Chica Pineda, mis abuelas generosas


Na Chica y na Paula pasaban en el fogón de su casa la mitad del 24 de diciembre, entre acabar los mil un dulces que preparaban y la comida del 24, riguroso el pescado tapeado y la ensalada que se aderezaba con el vinagre que ellas mismas preparaban a base de cáscaras de piña. Rudimentario el guiso, pero con un sabor lleno de aromas de leña de madresal, toques de frutas y un insuperable sabor que hoy sigo saboreando. Así eran los 24 en aquella Cuarta Sección, sumido de pobres como nosotros.

Na Chica apenas terminaba de comer y ya saltaba al fogón para verificar el guajolote que ya hervía en el horno de tortillas, los perros eran la señal de sacar el perol cubierto de cenizas para protegerlo del tizne. Apenas salía del horno y lo trepaba al tapanco para que ni niños ni animales tuviéramos acceso al manjar antes de las 9:00 de la noche.

A las 8:00, la romería de ramas ya inundábamos las calles terrosas del pueblo, una caja de cartón, una veladora y una imagen religiosa acompañaban a la rama de limoncillo, queriendo imitar las coníferas de las zonas frías, algunos en harapos y otros medio vestidos, íbamos entre los patios cortando camino para ir de casa en casa pidiendo posada y juntando centavos para, al terminar, repartirlo en la esquina de la casa de ta Mariano, mi tío.

Con eso, a comprar cohetes y terminar después de la cena, cansados y felices. Pocas cosas bastaban para armar nuestro universo de felicidad, con eso andábamos por el mundo, y era suficiente. El pesar venía el 25: na Chica primero, luego mi mamá nos levantaban muy temprano para agarrar camino con dirección a las casas de nuestros padrinos, Murat por un lado y yo por el otro, con una cubeta o canasta, dependiendo de la importancia del padrino, llevábamos los dulces de manzanita (tejocotes), papaya, limón, y cerezas (beu) a cuanto personaje tuvo a bien acompañarnos a cuanto ritual católico que a mi mamá o abuela se les ocurrió.

Medio desvelado, tomaba mi bicicleta Vagabundo blanca y en el manubrio colocaba la canasta o la cubeta para dirigirme a la casa de padrino o madrina en cuestión. Llegábamos y preguntábamos, rigurosa era la sentencia de saludar y el buen día, no hacerlo era pena máxima que te costaba media vida. Recogida la ofrenda, la madrina o el padrino nos daba unos pesos, esos los atesoraba para la fiesta de la Candelaria.

En unos de esos viajes, una madrina generosa me dio 50 pesos, una fortuna para ese entonces, y más para un niño, fuese pobre o no. Tomé mi bicicleta y no revisé que la bolsa del pantalón estaba rota. Llegué a presumirle a mi hermano, que, aparte de consentido, era a quien mejor le iba con sus padrinos. Al sacar el dinero, ya no estaba. Fue devastador para mí: lloré y me pasé toda la mañana buscando entre las hojas que el viento había derribado, entre los ladrillos de las calles donde anduve, recogiendo mis pasos, sin éxito y con un pesar que me duró todo ese año.

Y no era el único. A pesar de nuestras pobrezas, la gente repartía cosas, no hacerlo era mal augurio para las cosechas, así me lo enseñaron, repartir a todos del éxito, compartirlo era un gesto de solidaridad con la generosidad de la naturaleza. Ixhuatán era otro, sí, pero esos gestos hacían más llevadera la vida para todos. Y la Navidad era un pretexto para hacerlo.

Esa misma escena se repetía a finales de cosecha, una vez que na Chica tenía en sus manos los maíces, o camarones, tomaba una cubeta de peltre y la llenaba de atole y añadía elotes o, bien, de pescado. Nos señalaban el rumbo a seguir y se compartía de las cosechas, práctica que sobrevivía porque se esperaba reciprocidad en los éxitos ajenos, así me parecían.

La construcción de una casa tenía lo mismo, un cerdo o gallinas eran sacrificadas para darles de comer a quienes venían a dar el tequio. Compartíamos todo porque era más solidaria la vida, éramos distintos, y no sé si era mejor, pero la pobreza y la vida tenían otro cariz, otras razones y menos individualista.

Pante: Saludo el primer ejercicio de encuentro-diálogo del Panóptico Ixhuateco. Diez horas invertidas manejando, bien valieron la pena. Brindo por eso.

¿Y todavía existirán esas Navidades en Ixhuatán?

Joselito Luna Aquino

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