Me miraste esa vez como la primera vez.
Robaste de tajo todas mis inocencias, tantas como cupieron en tus manos. Asaltaste la hamaca donde dormitaba esa tarde, el asma me había vencido por tanto polvo de aquel nortazo que cubría el pueblo desde la noche anterior (lejos estaba aún de llamarse frente frío por allá), mi mamá me había dejado encargado con una jarra de atole, unos totopos y queso seco, era mi comida de enfermo.
No supe ni cómo y a qué horas llegaste. Era Martes Santo y no había más humano que yo en casa a esa hora (por la mañana, se llevaron a mi hermano a la encalada de la tumba, misma que evitaba hacer todos los años), y me despertó el salto y tumbo de la hamaca, “¡Chintacamaya!”, dijiste, y de un reparo ya estaba en el suelo.
Recuerdo tus risotadas ante mi falta de pericia, mi cuerpo dio un rinquín en el aire y terminé de bruces comiendo tierra en el piso, adolorido el honor y un poco el cuerpo mientras tú, ufana, me dijiste: “Y cómo diablos piensas ser taganero, pues, si ni para chincuy sin cola sirves”. Advirtiendo y prediciendo soltaste aquella premonición, sabiendo de que ese era el oficio que tanto acariciaba para mi futuro.
Con tus maneras y a tu modo acomodaste mi cuerpo de nuevo: “¡Anda! Ponte bien para que yo entre a la hamaca”, ordenaste, tus veinte años a cuestas y un cúmulo de mañas aprendidas eran tu ventaja, y lo sabias: te acercaste a mí coqueta, altanera, dueña de ti y de tu sensualidad. En esas estábamos y solo me acuerdo que te dije: “¡Epa, diablo!”, pero ya tu vaho y tus senos los tenía en mi cara. No supe de mí ni la hora en que una ventisca de hormonas inundó mi entrepierna y el mástil glorificaba ya la sabana.
Soltaste de tajo una pregunta: “Cheluna, ¿ya fuiste a la ganadera?”, no supe qué decirte, qué podría decirte si para lo único que me servía conocer la ganadera era porque ahí acomodaba los botes de petróleo, esos que, religiosamente, mi abuelita mandaba comprar todas las tardes en la casa de los Nakamura. “¡Seguro ya fuiste, cabrón! Pero ahorita voy a saberlo”, me decías mientras tomabas mis manos y te apropiabas de su voluntad, las metiste debajo de tu vestido y ahí supe del calor de mujer, ese calor que nunca pude olvidar desde ese día.
Te levantaste y pensé que te irías, pero agarraste mi mano y, mansamente, me acomodaste en la sábana, así el yute del catre no nos estorbaría y ahí me tumbaste. Eras experta, porque tu desnudez llegó sin complicaciones, del vestido púrpura supe hasta cuando abriste la puerta para irte. Descubrí que la práctica hace al maestro porque fui un torpe jinete para tus llanuras, cabalgué sin gracia ni estilo y cometí yerros al tomar las riendas que me dabas. Esa tarde conocí el mar que traías contigo en la entrepierna.
Me quedé abandonado como perro que nace al mediodía, temblando del miedo por tantas sensaciones desconocidas, por no saber si una nueva enfermedad era la que me habías pegado, porque nadie me preparó para esa envestida que me diste, porque tú me fuiste desgranando y la milpa que sembré en esos años fue tumbada por tu ventarrón, por tu locura, por esas ganas que se te dieron de asaltarme y dejarme a tientas, sin saber que aquello que aprendí contigo no podría practicarlo, pudieron más mis miedos a que me matrimoniaran. Nada fue igual conmigo, mis lluvias querían pertenecerte; nada quise, nada pude, nada que no fueras tú.
Nos volvimos a encontrar en un puesto de capitana pasado el tiempo desde aquella tarde de Martes Santo, gritaste, sí, como esa primera vez: “Cheluna, antes me saludabas, cabrón”, dijiste entre aquella muralla de mujerío que te rodeaban; te alcancé como pude y me miraste esa vez como la primera vez, no perdiste tu toque para apabullarme, te saludé de un beso en la mejilla y tú agarraste mi cara, acariciándola, erizándola. Preguntaste qué me había hecho, te respondí grandilocuentemente mis hazañas y atajaste, así, de bote pronto, y soltaste embustera la pregunta que carcomió mis sentidos: “¿Y te gustó esa vez?”. No supe qué decir, quedé mudo: “¡Anda, malo!”, insististe; entonces tomé fuerzas y te la solté: “Ingrata, por tu culpa no hubo ganadera para mí. ¡Qué taganeada me pusiste ese día!”, te dije. Lo que vino fue ejemplar: “Pero bien que aprendiste, pinche Cheluna”.
Tomamos cerveza y bailamos en la garita esa noche.