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Culpo a mi edad de que a últimas fechas me sienta invadido por una especie de desasosiego por querer tener en orden mis documentos de historia y textos literarios, elaborados a lo largo de muchos años. No es esta la primera vez que lo experimento: lo he padecido de manera cíclica, aunque no atino a definir cada cuánto ocurre. Lo que sí sé es que me obliga a escribir más, lo cual coincide, de eso también me he percatado, en cuanto se presenta mi estación favorita: el otoño. Estación, se dice, en que los animales buscan su querencia para morir y más gente se deprime y suicida.

 

A mí el otoño me llena de añoranzas y me hace más memorioso que de costumbre, como si su aire fresco y su cielo pintado de un azul intenso me obligaran a hacer un corte de caja: ver cuánto he ganado y perdido a lo largo y ancho de mi vida. Me entran ganas de revisar mis papeles prometiéndome hacer lo que nunca he podido cumplir: elaborar un archivo que al final del día vendría a ser mi testamento histórico-literario. Ahora que, si de ellos pudiera escribir un texto literario, cuánto que mejor.

 

Por muchos años he acumulado muchas notas a mano, las que a veces no puedo descifrar por estar escritas, absurdamente, con la misma prisa con la que siempre he vivido. A pesar de que puedo leer sin gafas –los miopes puros como yo vemos bien de cerca–, me pesa hacerlo en la laptop y en el smartphone, los cuales casi han suplantado mis libros. Aunque pudiera descifrar mis garabatos si les dedicara un poco más de tiempo, la intolerancia, que cada vez comparte más tiempo conmigo, me lo impide. Ni siquiera me anima el saber que las frases o fragmento escritos me harán recordar la atmósfera de cuando los escribí.

 

Los tiempos en que solía escribir por horas en mi máquina Olivetti son historia; ahora ya no aguanto estar mucho tiempo sentado, los dolores en la mitad inferior de mi cuerpo se vuelven insoportables después de 15 minutos, lo que  impide que le dedique a la escritura todo el tiempo que quisiera. Asimismo, en vez de escribir en hojas revolución tamaño oficio o en cuadernos como lo hice por años, ahora lo hago en lo que encuentre a mano: reverso de hojas y de recibos aprovechados de un solo lado, sobres, recetas malogradas, pedazos de cartón, etcétera. En ellos apunto todo aquello que me interesa saber y que pueda servir a mis propósitos históricos, médicos o literarios: fechas, citas, datos, autores, frases de posibles cuentos, poemas o novelas, versos, canciones, etcétera. Papeles que se van acumulando en la mesa donde escribo en mi laptop y a los que rara vez regreso. No por haberlos aprendido de memoria, no, sino por lo contrario, porque me olvido de que existen o porque otros temas y asuntos atraen más mi atención.

 

Ahora  tengo como prioridad mi trabajo de médico, quizá por eso han perdido valor esos textos cojos o inconexos, por lo que ese mi trabajo a medio hacer está condenado al olvido, así a ratos piense que no, que basta ir a internet –ya no a una biblioteca pública o a la mía– para reelaborarlos. “Ahora es más fácil escribir porque solo hay que saber copiar y pegar”, ironiza la vieja guardia. Algunos que tal cosa hacen van más allá: no citan a los autores que realizaron el trabajo original.

 

Por vivir así, los libros de mi biblioteca solo de tarde en tarde –casi siempre muy entrada la noche– apenas y los miro en sus estantes: olvidados, empolvándose, siendo dañados por el comején, tal como recientemente lo descubrí. Se arrinconan unos sobre otros, resultado de haber quitado de entre ellos uno que estaba necesitando y que luego dejara olvidado en cualquier parte, incluso en el suelo.

 

Solo cuando necesito mis libros los tengo cerca de mí, al alcance de mi mano, debajo de mi hamaca, en la mesa o en el vano de la ventana. ¡Guay!, de aquellos días en que dormía con ellos en mi pecho, los tenía a un costado o en la cabecera de mi cama. Hace rato que ya no llevo ninguno de ellos en la mano, ni siquiera en mi equipaje liviano. Tampoco llevo revistas que solía llevar para leer durante el viaje. Ahora, cuando viajo, me concreto en mirar el paisaje –quizá porque tengo menos tiempo de vida– y descansar lo más que puedo mientras zurzo historias no del todo inéditas, ya que tienen un poco de las lecturas de libros y otro poco de mis inventos. Ni el smartphone atiendo cuando viajo, solo estoy atento de mi respiración, de cuidar que el cinturón de seguridad se mantenga en su sitio, en pensar lo que me espera al final del camino o recordar lo que dejé atrás.

 

Me hace falta un ama como la que tuvo Don Quijote para que limpie mis libros, no para que expurgue mi biblioteca y los queme como aquella dama hizo ayudada por el cura y el barbero. No me compadezco de mis libros ni de mí porque en esta vida cada quien ocupa el sitio que debe ocupar; ellos y yo sabemos en qué momentos nos necesitaremos y buscaremos. Lo sé porque a veces, sin pensar, uno de ellos provoca que me fije en él: lo tome, lo abra, lea lo primero que mire, me guste y me lo lleve conmigo a la hamaca. Por unos días convivo con él, hasta que llega el día en que lo devuelvo a su lugar. Entonces imagino que nos despedimos para siempre, que nunca más volveremos a compartir la vida. Y eso me duele.

 

Actualmente soy jalonado por otros intereses quizá más mundanos pero por lo mismo más gratificantes para un hombre que por muchos años ha vivido entre libros. No es que tenga apetencia por vivir, sino que ahora me toca atenderme, disfrutar más a conciencia los amaneceres y atardeceres, las lunas que se suceden mes con mes, las infinitas bellezas del mundo y los embates de la realidad que golpean en mí, igual que olas bravas en un acantilado.

 

Aquí recuerdo a Andrés Henestrosa –mi modelo, debo reconocerlo, en estos achaques– y la relación amorosa que tuvo con los libros, los cuales, al final de su centenaria vida, llegaron a contabilizar miles, ya que empezó a atesorarlos desde 1926. Infinidad de veces escribió sobre libros y dijo cosas como estas: “Aquí ya no cabe un libro más. Y todos los días llega uno nuevo, otro huésped. Porque el libro, que no puede estar solo, llama al libro. Si no, ¿cómo habría bibliotecas? Quien lee uno, lee dos. El que escribe uno, escribe uno más. Y cuando no, en uno solo leyó todos los libros: escribió en uno, todos” (Divagario, 20/VIII/1985).

 

Henestrosa también escribió notas por doquier, muchas de ellas en las hojas blancas de sus libros. Esto dijo en Divagario el 5 de febrero de 1985: “Llevo desde hace muchos años en los libros que voy leyendo, una suerte de diario, de sucesos notables, de rápidos comentarios de la vida que pasa; a veces es una necrología, con frecuencia un sueño, cuando no una ocurrencia, larva de un artículo. Cuando no el apunte acerca del libro que estoy leyendo, es el breve poema, en verso o en prosa. Todo a vuelapluma”.

 

En efecto, un escritor siente la necesidad de consignar en papel todo aquello que impacta a su vida y le hace pensar que le servirá para cocinar sus textos. Como un pescador que lanza su caña y se sienta a esperar a que pique el pez, asimismo el escritor, el poeta, el músico o el pintor llevan a cabo una especie de rito para concitar a las musas o atrapar a la esquiva inspiración. Su carnada son frases inconexas, vocablos o dichos a la espera de ser completadas para que el cuento, el poema o la novela consigan su remate; o  la canción susurrada en el sueño se haga de su letra o de su música.

 

El escritor, pues, acarrea a su mesa la materia prima: palabras, frases, arranques de obra, datos. No importa que con el tiempo todos ellos hagan un cerro donde prime la ganga y no los minerales preciosos. Lo único que mueve al escritor es su intuición, que lo conduce en busca de una certeza: el momento en que la frase encontrará acomodo en una obra. Como quien dice, la concepción de un texto en el marco del azar. Algo así como aterrizar en algo que dejó de ser imposible.

 

¿Cuánto tiempo hay que esperar para que el milagro de la creatividad ocurra? Imposible saberlo. Lo que hay que hacer es arrimarse a la buena sombra de los modelos: los maestros. Con ellos se aprende que se necesita intentarlo una y otra vez y que hay que ser honestos consigo mismo para no entregar gato por liebre.

 

Henestrosa, al respecto, apuntó: “¿Por qué esta revisión de papeles viejos en que ahora me ocupo me produce tristeza? ¿Me la produce destruir textos que si en otro tiempo algo significaron ahora ya no tiene ningún sentido? Pequeños poemas, larvas de poemas, pétalos que no llegaron a flor. Notas, rápidos apuntes acerca de acontecimientos que con los años perdieron el sentido que un día pudieron haber tenido. ¿Dejó de ser aquel que los escribió? ¿Me enternece, mi entristece saberlo muerto? ¿El hombre que ha vivido y muerto en mí es lo que me orilla al llanto? No lo sé, pero este escrutinio, este romper papeles es como un viaje, un retorno a días, a uno que fui y que sin yo saberlo se fue. Advertir que ya no está eso, creo, es lo que promueve en mí esta tristeza que no sé cómo definir, ni sortear. Me entrego a su corriente que es de olvido y no de recuerdo.

 

“Alegre, no triste estaba cuando los escribí. Esperanzado, también. Quise confiar a la eternidad de la palabra escrita, instantes de mi vida. No logré detener el instante, transcribir la emoción, apresarla. Descubrir que no eran pensamientos y sentimientos verdaderos y que por eso pasaron, es quizá, lo que de este modo me entristece […] Volver al pasado fue siempre triste, porque siempre el pasado fue mejor. Entristece recordar, evocar. Cuando la dicha envejece se llama tristeza. Al día siguiente la alegría se llama melancolía […] Eso, creo, es lo que ocurre ahora que reviso papeles viejos: el que los escribió alegre se defiende del embate de los años y de la tristeza que da contarlos: penúltima tarea del hombre” (Divagario, 19/V/1985).

 

Así me encuentro ahora en que destruyo papeles viejos al tiempo que me pregunto, no sin cierta desazón: ¿quién continuará con mi tarea, que estoy seguro quedará inconclusa? ¿Alguno de mis hijos? No lo creo. ¿Algún pupilo? No lo tengo. ¡Ah!, quizá yazgan en internet si alcanzo a guardarlos allí. Sea lo uno o lo otro, lo más probable es que ellos terminen en el olvido, justo donde descansan los muertos.

Tomada de www.tradevo.es

Otoño y olvido

Juan Henestroza Zárate

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