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El hombre, un adulto mayor que ni parece serlo, llegó inesperadamente con unas carpetas metidas en una bolsa de plástico color negro. Nos conocemos desde hace muchos años; me simpatiza, me cae muy bien; lo tuteo porque no es un tipo solemne ni arrogante, sino sencillo como la claridad. Macizo de cuerpo y siempre sonriente, deposita sobre el escritorio su pequeño cargamento. Se acomoda en la silla que le ofrezco para sentarse. Regordete, se calza sus anteojos que extrae de la bolsa de su camisa sin dejar nunca de sonreír. Me mira con aires de complicidad. Palabra que con un tipo así dan ganas de conversar porque uno se pasa muy bien las horas. Conoce de la vida, sabe historias múltiples, muchas de ellas divertidas por cómo las cuenta. Por supuesto que es muy inteligente, lo delata su mirada avispada donde sus pequeños ojos también mueren de ganas por contar, quizá, otra historia paralela a la que su lengua narra.

 

Primero me dice que no viene a consulta médica, sino a hablarme de otro tema que está seguro me gustará. Acto seguido comienza a hablar de los documentos que trae en la bolsa, los cuales extrae. Son cuatro carpetas de color carne. De su puño y letra ha etiquetado cada uno de ellos para saber qué documentos contienen. En cuanto me doy cuenta de que son copias de viejos documentos, de inmediato olfateo el olor a historia que ellos despiden, y es mi debilidad. Me emociono mucho, tanto que siento terribles ganas de arrebatárselas. No lo hago, me contengo, no quiero que piense que soy un salvaje. No puedo evitar pensar: “No dejes pasar la oportunidad: pídeselos prestados para que los fotocopies”.

 

El hombre de los documentos da rodeos hablándome de una de sus hermanas, con quien ha compartido las historias de los papeles y, por supuesto, muchos momentos de sus vidas. También me salpica el nombre de una mujer que me suena conocida, pero que a bote pronto mi mente de novelista me hace suponer que tiene con ella otro tipo de relación. Pero no, la mujer es una pariente suya, también interesada en el asunto que viene a tratarme. Es fascinante ser escritor, pienso, sin evitar el regodeo. Si  el hombre lo fue –¿adivinan a qué me refiero?-, ya no lo será, me digo, recordando la canción de José María Napoleón que me encanta escuchar en la voz de José José.

 

No deja de hablar mi visitante, quien me dice que su hermana le ha contado de mi libro “Ixhuatán: Las hojas de su historia”. “Me dijo mi hermana que todo lo que yo le contaba a ella está escrito en tu libro”, me dice, sonriente y todavía con restos de asombro a medio consumir. Pasa luego a explicarme puntos geográficos que aparecen en los documentos, con tanta convicción que no dudo que esté diciendo la verdad. Luego me enseña varios croquis que él mismo ha elaborado a lápiz y a pluma. “No cabe duda, no solo conoce el tema, sino que este lo apasiona”, me digo y mi entusiasmo sube otras rayitas o grados, como se prefiera, máxime que es hora que no me deja siquiera tocar los benditos papeles. Acostumbrado a llevar la voz cantante, mi interlocutor no me lo permite esta vez, lo que hace que yo mueva la lengua, como  si ensayara mientras llega mi turno de hablar en cuanto él guarde silencio. Entonces comprendo que me está dando si no una lección nueva, al menos un preámbulo para entrar después en materia. Y sí, a los 15 minutos se calla, aunque tengo la sensación que en la punta de su lengua aún quedan amontonadas palabras que no alcanzaron a expresarse.

 

Se presenta entonces uno de los momentos cumbres de la charla: el instante en que me cede todos los documentos y me dice: “Te los traje a regalar”. Contengo mis ganas de ir sobre ellos como aquel que bebe un buen vino sin degustarlo. Por suerte ya aprendí a ver a vuelapluma –o página, mejor- los documentos que me serán útiles. Así que fijo los ojos donde mi intuición me hace clic. No son muy buenas las copias, pero lo que no aparece lo puedo adivinar, incluso poner, valido de que tengo en la memoria los datos. Uno aprende eso con la práctica, con la lectura de decenas de manuscritos de todas las épocas.

 

De lo escuchado y aprendido del visitante subrayo, aclaro, descarto, hago énfasis. Mi acompañante mueve la cabeza afirmativamente, excepto cuando tiene dudas de que de inmediato, a mansalva, inmisericorde, me las lanza, sin quitarme los ojos de mis ojos. Mato su curiosidad ipso facto, como lo hace un buen maestro con alumno avezado. Por un rato libro junto con él una batalla contra el olvido, contra nuestra memoria agujerada: la mía de 60 años de trajinar y la suya de 70 y más, diría la publicidad. Recapitulamos, desandamos los caminos, nos lanzamos como viajeros a través del tiempo: circa 1884 hasta los finales años 40 del siglo XX. A ratos yo, metido por completo en la jugada, como para probarlo, le lanzo un dato. Si lo sabe, se iluminan sus ojitos, me lo dice; si no, los abre esperando mi respuesta. Dos esgrimistas verbales parecemos. ¡Qué agasajo de conversación, caramba!

 

Después de media hora de conversación orgiástica, exhaustos, vacíos, pero no “vacíos de una a otra costilla”, como dijo  Sabines en “Los amorosos”, sino de palabras, como digo yo, nos miramos unos instantes, antes de que mi amigo encuentre nuevo tema para platicar. Me habla de sus andanzas en los mil y un trabajos que ha tenido, siendo el de chofer uno de ellos y el que me dice más le gustó. Por supuesto que me habla de sus viajes recorriendo mucha geografía nacional. No se olvida de los otros protagonistas del reparto de su novela: colegas de oficio, patrones, amigos, acompañantes fortuitos, azarosos porque la vida en ese terreno es asaz pródiga. Tendrían que haberlo escuchado para disfrutar todas y cada una de sus anécdotas llenas de colores, sonidos, paisajes, climas diversos y olores distintos, en suma: lo que vivió y me tradujo en palabras. ¡Dichoso yo!

 

Justo en ese  momento triste que antecede a toda despedida, instante en que se titubea porque la conversación ha valido mucho la pena, en un marasmo u hondonada de la misma, de pronto, como si saltara un rescoldo de la ceniza –agitada por el viento del placer disfrutado al máximo-, mi amigo me suelta el nombre de uno de los personajes del pueblo: Camacho. Borrachín que murió en casa de mi abuela Tina Amador y que ella dio sepultura. “Calixto Castro Godínez se llamó”, le digo a mi amigo, a quien le recuerdo que en mi libro “¡Adiós café!” doy cuenta de esa historia. “No”, me dice con una firmeza que me hace recular en mi certeza de años. Entonces le argumento no como suele hacerlo un historiador, sino como alguien que ha sido pillado en una mentira y busca de inmediato a quién echarle la culpa. “Así me lo dijo don Aarón Toledo”, le digo, tembleque. Otro no suyo de plano me hizo callar y me obligó a preguntarle: “Bueno, entonces dime qué es lo que sabes”. Lo que me dijo estoy aquí a punto de escribir: “Se los contaré la próxima semana”. ¿Pero qué tal que ya no haya semana próxima para mí o para…? Así que aquí va, a riesgo de que se cansen de tanta palabrería mía.

 

Grosso modo, mi amigo me contó que, en una ocasión que lo contrataron como chofer para llevar un camión lleno de ganado vacuno a Puebla, conoció allá al que bien podríamos llamar “Jefe de jefes”, como quien dice, al patrón dueño de una empresa nacional de alimentos, quien resultó pariente muy cercano –primo hermano- de la familia del expresidente Manuel Ávila Camacho, porque efectivamente dicha familia fue oriunda de ese estado. Al ver por dónde había enfilado mi amigo, quise atajarlo y ponerle alto con estas palabras: “El borrachito solía gritar, cuando deliraba por tantos días de borrachera, el apellido Camacho al tiempo que se cuadraba militarmente porque decía ver desfilar a tropa armada. Por todo ello fue que la gente terminó por apodarlo Camacho”. “No”, dijo mi amigo en un tono que delataba que no estaba dispuesto a transigir. Entonces, derrotado, tuve que pedirle que me contara.

 

En su relato, mi amigo dio nombres de los personajes que conoció en ese viaje –que, por cierto, fue muy complicado-, así como citó un año: 1949. Al notar que su memoria no mostraba las clásicas fisuras en la ilación de su narración, sino, por el contrario, tenía mucha coherencia, comencé a creerle. No tuve más remedio que escucharlo sin pestañear durante el tiempo que se pasó hablando.

 

Saqué en claro de la historia que escuché que el Camacho que en el pueblo pasó, diría mi tía Adelaida Nieto, “Como un loco juicioso lleno de palabras estrambóticas”, quien se quemó de la cintura para abajo a fines de un febrero y murió a los siete días a consecuencias de ello, que está sepultado en el panteón municipal, en realidad fue un hermano del expresidente Manuel Ávila Camacho. “Se llamó Francisco. Mi patrón me contó que enloqueció y se les escapó a la familia y nunca más supieron de él. Cuando le dije que aquí en Ixhuatán estaba enterrado, se alegró mucho y me dijo que les daría aviso y que estaba seguro de que su familia vendría a desenterrarlo para llevárselo. Nunca llegaron y Camacho sigue allí donde na Tina Amador lo enterró”, me dijo mi amigo, sin sombra de duda en sus palabras y en su rostro.

 

Un par de pacientes que me buscaban interrumpió la charla. Tuve tiempo de hacerle algunas preguntas a mi amigo y no sin dolor de mi alma lo despedí, no sin antes regalarle mi libro de historia.

 

Después de ese día domingo, me di a la tarea de investigar la veracidad de la historia que me contó mi amigo. Busqué  en internet y hallé un documento titulado “Anécdotas del abuelo”, de la autoría de Gabriel Abaroa Martínez. Por cierto, una muy cruel y cruda biografía porque el autor es de Puebla y conoció a la familia Ávila Camacho. Por ella me entero de que la familia Ávila Camacho fue pobre, campesina la madre y arriero el padre.

 

En total fueron nueve los hijos de la pareja, tres mujeres y seis hombres,  de estos, tres fueron militares, conocidos a nivel nacional: Maximino, Manuel y Rafael. De los tres restantes, uno de los varones, Eulogio, dice el autor de la biografía, fue asesinado; otro, de nombre Miguel, nacido en 1901, no reporta más datos de él, y del tercero, Gabriel, nacido en 1906, afirma que fue multiasesino y reconoce que no posee mayores datos.

 

Así, pues, nuestro Camacho bien pudo haber sido Miguel o Gabriel, aunque a mi amigo se le haya olvidado el dato preciso. O, bien, de no ser verídica su información; de todas maneras, mi amigo, con su historia, le puso la cereza al pastel. Quedaría, claro, la opción de confirmarlo con el estudio del ADN.

 

Sea o no cierta la historia que aquí desbrocé, de lo que no tengo duda es de que nunca antes, sino hasta ese día domingo de octubre, supe algo excepcional de Camacho. Pero, tratándose de Ixhuatán, pueblo cimarrón y huraño que lo tiñe de soberbia, todo es posible. Esta tierra tiene el poder de generar historias extraordinarias. Solo así explico que un asesino serial de fascinante historia haya escogido estos lares para refugiarse y donde finalmente lo atrapó la policía. También he leído una historia interesante –escrita por una prima mía- sobre Blandina Medina que me pareció estupenda porque trasciende al personaje que conocemos. Pero de ello me ocuparé en otro momento y en otro lugar.

Personajes

Juan Henestroza Zárate

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